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– ¡Maestro, veneramos tu Pasión! ¡Saludamos tu santa Resurrección! ¡Bienvenido!

– Déjame tocarte el pecho, maestro. Quiero comprobar si eres verdaderamente tú -dijo María.

– Es de carne verdadera, María -dijo Marta-. De carne como nosotras, ¿no lo ves? Mira su sombra en el umbral.

Jesús las escuchaba, sonriendo.

Sentía que las dos hermanas lo miraban, le olían y se regocijaban.

– Marta y María, llamas gemelas, celebro veros. Celebro hallarme nuevamente en esta casa tranquila, modesta y hospitalaria. Aún vivimos, aún tenemos hambre, aún actuamos y aún lloramos… ¡Alabado sea Dios!

Mientras hablaba y saludaba, entraron en la casa.

– ¡Celebro veros: hogar, telar, amasadera, mesa, cántaro y amada lámpara! Sois servidores fieles de la mujer, os saludo y me inclino ante vuestros talentos. Cuando la mujer llegue a la puerta del Paraíso se detendrá para preguntar: «¿Entrarán también mis compañeros, Señor?» «¿Qué compañeros?», le preguntará Dios. «Pues bien, la amasadora, la cuna, la lámpara, el cántaro, el telar… Si no los admitís, no quiero entrar en el Paraíso.» Y Dios, que tiene buen corazón, reirá y dirá: «Sois mujeres y nada puedo negaros. Entrad todos. El Paraíso está repleto de amasaderas, de cunas y de telares. Ya no sé dónde meter a los santos.»

Las dos mujeres rieron. Se volvieron y vieron al negrito con el cesto cargado.

– ¿Quién es este negrito, maestro? -dijo María-. Me gustan sus dientes.

Jesús se sentó ante el hogar. Le llevaron leche, miel y pan de trigo candeal. Sus ojos se llenaron de lágrimas y dijo:

– Los siete cielos me resultaban demasiado estrechos, así como las siete grandes virtudes y las siete grandes ideas. Y ahora, ¿qué milagro se ha obrado, hermanas mías? Una casita, un bocado de pan y algunas palabras sencillas de mujer me bastan.

Iba y venía como si fuera el dueño de la casa. Fue a coger una brazada de sarmientos al patio y la echó en el hogar. Se inclinó sobre el pozo, sacó agua y bebió. Posó los brazos en los hombros de Marta y María y tomó posesión de ellas.

– Cambiaré de nombre, amadas Marta y María -dijo-; mataron a vuestro hermano, que yo había resucitado, y me sentaré en el lugar que él ocupaba, en aquel rincón; cogeré su bastón, labraré la tierra, sembraré y cosecharé sus campos. Volveré al anochecer y mis hermanas me lavarán los pies fatigados, tendrán la mesa y yo me sentaré frente al fuego. Me llamo Lázaro.

Mientras hablaba, el negrito lo hechizaba con sus ojos grandes. Lo miraba fijamente y el rostro de Jesús se iba transformando; luego fue transformándose su cuerpo: la cabeza, el pecho, las piernas, las manos y los pies. Segundo a segundo se iba asemejando a Lázaro, a un Lázaro de edad madura, desbordante de salud y fuerza. Exhibía un torso curtido por el sol, macizas manos nudosas y un cuello de toro. Las dos hermanas temblaban al verlo metamorfosearse de tal suerte en la penumbra.

– ¡Cambio de cuerpo y cambio de alma! ¡Soy feliz al sentirme entre vosotras! Declaro la guerra al ayuno, a la virginidad y a la pobreza. El alma es una fiera llena de vida y quiere comer. Y esta boca que veis entre mi barba y mis bigotes es su propia boca; mi alma no tiene otra boca. En el seno de cada mujer reside un niño mudo y encogido: ¡que vea el día! La mujer que no da a luz, mata. ¿Lloras, María?

– ¿Qué otra respuesta podría darte, maestro? Las mujeres sólo sabemos llorar.

Marta abrió los brazos y dijo:

– Las mujeres somos dos brazos incurablemente abiertos. Entra, rabí, siéntate y ordena. Eres el amo.

El rostro de Jesús resplandecía:

– Ya no lucho con Dios -dijo-; nos hemos reconciliado. Ya no fabricaré cruces; fabricaré amasaderas, cunas y tablados para que los saltimbanquis entretengan a los chicos. Haré traer mis herramientas de Nazaret, y mi madre, a quien martiricé, vendrá a criar a sus nietos para sentir al menos algo de miel en sus labios.

Una de las mujeres apoyaba el pecho en las rodillas de Jesús y la otra le cogía la mano sin soltársela. Sentado ante el fuego, el negrito había apoyado una mejilla en la rodilla y aparentaba dormir, pero sus ojos miraban a través de las pestañas a Jesús y a las dos mujeres, y sonreía, malicioso y satisfecho.

María dijo:

– Trabajaba en el telar, bordando tu Pasión en un cobertor blanco: una cruz rodeada de millares de golondrinas. Pasaba hilos rojos y negros y entonaba una lamentación. Y tú me oíste, te compadeciste de mí y viniste.

Marta esperó pacientemente a que su hermana hubiera terminado de hablar, y entonces dijo:

– No sé más que amasar pan, lavar ropa y decir «sí». No poseo otros talentos, maestro. Adivino que elegirás por mujer a mi hermana, y sólo os pido que me dejéis respirar cerca de vosotros el aire nupcial, tender y deshacer vuestro lecho y ocuparme de las tareas domésticas. -Calló, lanzó un suspiro y añadió al cabo de un momento-: Las mujeres solteras de nuestra aldea entonan una canción muy amarga en primavera, durante los días en que las aves incuban los huevos. Te la cantaré para que comprendas mi tristeza:

«¡Oh, jóvenes imberbes,

Estoy cansada de vender, de venderme a mí misma ¡Sin encontrar comprador!

¡Vendo todo de rebajas incluida yo misma

Al primero que se presente!

A quien me dé un huevo de golondrina,

Daré mis labios;

A quien me dé un huevo de águila,

Daré mi pecho;

Y a quien me dé una puñalada, ¡Daré mi corazón!»

Sus ojos se arrasaron de lágrimas. María enlazó la cintura del hombre, como si temiera que se lo arrebataran. Marta sintió que un puñal se clavaba en su corazón, pero se infundió valor y añadió:

– Maestro, quiero decirte algo más antes de levantarme y dejarte solo con María. En otro tiempo vivía cerca de aquí, en Belén, un rico colono llamado Booz. Era verano y sus servidores habían cosechado, molido los granos, aventado y apilado en la era a la derecha el trigo y a la izquierda la paja. Booz se había quedado dormido entre la paja y el trigo y a medianoche se presentó una pobre mujer llamada Rut. Sin hacer ruido para no despertarlo, se echó a sus pies. Era viuda, no tenía hijos y sufría. El hombre sintió en sus pies el calor del cuerpo femenino, alargó el brazo, la encontró y la levantó hasta su pecho… ¿Comprendes, maestro?

– Comprendo, pero calla -respondió Jesús.

– Me voy -dijo Marta al tiempo que se levantaba.

Jesús y María quedaron solos. Tomaron una estera y el cobertor en que estaban bordadas la cruz y las golondrinas y subieron a la terraza. Una nube cómplice veló el sol. Se ocultaron bajo el cobertor para escapar a la mirada de Dios y comenzaron a acariciarse… Una vez se destaparon y Jesús vio al negrito sentado en el borde de la terraza, mirando hacia Jerusalén y tocando el caramillo.

Al día siguiente toda la aldea desfiló por la casa para admirar al nuevo Lázaro. El negrito corría de un lado a otro, sacaba agua del pozo, ordeñaba las ovejas, ayudaba a Marta a encender el fuego para ir luego a descansar en el umbral, tocando el caramillo. Los campesinos se presentaron con los obsequios: leche, mazorcas, dátiles, miel, para dar la bienvenida al extraño visitante que tanto se parecía a Lázaro. Al ver al negrito en el umbral, le hacían bromas y reían; el negrito también reía.

Llegó el notable ciego, quien adelantó su manaza, palpó las rodillas, los muslos y los hombros de Jesús, sacudió la cabeza y estalló en carcajadas:

– ¿Es posible que no veáis claro? -gritó a los campesinos que habían llenado el patio-. No es Lázaro. Su aliento es distinto, así como su carne, que es firme y está fuertemente adherida a los huesos, de los cuales ni un hacha podría separarla.

Sentado en el patio, Jesús mezclaba la verdad con la mentira, riendo:

– No soy Lázaro, muchachos. No tengáis miedo. ¡Lázaro está muerto y enterrado! Sólo que da la coincidencia de que también me llamo Lázaro, el maestro Lázaro; soy carpintero. ¡Un ángel de alas verdes me trajo hasta esta casa!