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Al decir esto miraba al negrito que se partía de risa.

El tiempo se deslizaba como el agua de la fuente de la eterna juventud y regaba el mundo. Las espigas maduraron, las uvas comenzaron a brillar, las aceitunas se colmaron de aceite y los granados en flor se cargaron de granadas. Llegó el otoño y luego el invierno y nació el hijo. María, la parida, contemplaba al recién nacido y no se cansaba de admirarle. ¿Cómo era posible que semejante maravilla hubiera salido de su seno? «Bebí agua de la fuente de la eterna juventud -decía María, sonriendo-, bebí agua de la fuente de la eterna juventud y no moriré.»

La noche es oscura; llueve y la tierra se abre para recibir al cielo en su seno y transformarlo en limo. El maestro Lázaro está tendido sobre las virutas, en su taller a oscuras, entre las cunas y las amasaderas a medio terminar. Piensa en su hijo recién nacido, piensa en Dios, escucha la lluvia y se regocija. Por primera vez Dios ha tomado en su espíritu la forma de un niño; en la habitación contigua oye al niño que llora y ríe sobre las rodillas de su madre. «¿Está Dios tan cercano -piensa acariciándose la barba negra-, son sus pies rosados tan tiernos y resulta tan fácil hacer reír al Todopoderoso cuando le acarician los dedos al hombre?»

Bostezó entonces el negrito, que simulaba dormir en el otro rincón, junto a la puerta. Oía los movimientos del recién nacido y sonreía, satisfecho. De noche, cuando nadie lo veía, se convertía de nuevo en ángel y desplegaba las alas verdes sobre las virutas, para descansar.

– Jesús -cuchicheó en la oscuridad-, ¿duermes, Jesús?

Jesús aparentó no oír porque le agradaba mucho escuchar en el silencio de la noche a su hijo recién nacido. Se limitó a sonreír. Le había cogido cariño a aquel negrito, que durante todo el día oficiaba de mandadero y le ayudaba a trabajar la madera, y al anochecer, terminada la jornada, se sentaba en el umbral y tocaba el caramillo. Jesús le escuchaba y olvidaba la fatiga. Cuando aparecía la primera estrella, comían todos juntos sentados a la misma mesa y el negrito reía a carcajadas, contaba chistes y le tomaba el pelo a la pobre Marta, avergonzándola por su condición de virgen.

– En nuestro país, en Etiopía -decía mirando a Marta con ojos traviesos-, si ardemos en deseos de hacer algo, no lo ocultamos ni dejamos que el deseo insatisfecho nos roa las entrañas como a vosotros, hebreos, sino que lo declaramos honrada y abiertamente y lo hacemos. Si quiero comer un plátano, ¿qué importa que sea mío o de otro? Lo como. Si quiero nadar, nado. Si quiero besar a una mujer, la beso. Nuestro Dios no nos regaña; él también es negro y ama a los negros, luce pendientes de oro en las orejas y hace también lo que le apetece. Es nuestro gran hermano y él y nosotros tenemos la misma madre: la Noche.

– ¿Y vuestro Dios muere, negrito? -le preguntó una noche Marta burlonamente.

– ¡Vivirá mientras haya un negro vivo! -repuso y se inclinó para hacerle cosquillas en la planta de los pies a Marta.

Cuando se apagaban las lámparas, el Ángel de la guarda desplegaba las alas en la oscuridad e iba a echarse junto a su compañero. Hablaban en voz baja para que nadie los oyera y el Ángel daba consejos a Jesús para el día siguiente. Volvía luego a convertirse en el negrito y se quedaba profundamente dormido sobre las virutas.

Pero aquella noche no tenía sueño.

– Jesús -repitió en voz más fuerte-, ¿duermes, Jesús?

Al ver que no recibía respuesta, se levantó con un vivo movimiento, se acercó a Jesús y lo sacudió:

– ¡Eh, maestro Lázaro! sé que no duermes. ¿Por qué no respondes?

– No tengo deseos de hablar. Me siento feliz -respondió Jesús, y cerró los ojos.

– ¿Estás satisfecho de mí? -preguntó el Ángel sacando el pecho y echando hacia atrás la cabeza-. ¿Tienes algún motivo de queja?

– Ninguno, hijo mío… -Se incorporó y añadió-: ¡Cómo me había extraviado! ¡En qué desierto me había internado, por qué cuesta abrupta bordeada de precipicios marchaba para encontrar a Dios! ¡Clamaba y mi voz resonaba en la montaña desierta, volvía a mí y yo creía que era una respuesta!

El Ángel se echó a reír.

– Una criatura sola no puede encontrar a Dios. Únicamente dos criaturas juntas lo encuentran: un hombre y una mujer. Tú no sabías esto y yo te lo enseñé. De esta forma encontraste con María al Dios que buscabas desde hacía tantos años. Ahora está sentado en la oscuridad, le oyes reír y llorar y eres feliz…

– Así es Dios, así es el hombre y este es el camino -murmuró Jesús, cerrando los ojos.

Su vida anterior cruzó su espíritu como una centella y suspiró. Tendió la mano para tomar la del Ángel.

– Ángel de la guarda -dijo con ternura-, hijo mío, si no hubieras venido, me habría perdido. No me abandones nunca.

– No me iré, no temas. No te abandono; me agradas.

– ¿Hasta cuándo durará esta felicidad?

– Durará todo el tiempo que yo esté junto a ti y tú estés junto a mí, Jesús de Nazaret.

– ¿Eternamente?

El Ángel sonrió.

– ¿Qué quiere decir eternamente? ¿Aún no has podido desembarazarte de las grandes palabras, Jesús de Nazaret? ¿De las grandes palabras, de las grandes ideas, de los reinos de los cielos? ¿Ni siquiera tu hijo ha podido curarte?

Descargó un puñetazo en el suelo y añadió:

– ¡Este es el reino de los cielos: la tierra! Dios es tu hijo. Y la eternidad es cada instante, Jesús de Nazaret, cada instante que transcurre. ¿No se colma tu sed cada instante? En tal caso, debes saber que ni siquiera la eternidad saciará tus anhelos.

Calló. En el patio resonaron leves pisadas de pies descalzos.

– ¿Quién es? -dijo Jesús, incorporándose.

– Una mujer -respondió sonriendo el Ángel, que fue a descorrer el cerrojo de la puerta.

– ¿Qué mujer?

El Ángel agitó el índice como para regañarle:

– Te lo dije una vez ¿lo olvidaste? En el mundo no hay más que una mujer, una sola mujer con numerosos rostros. Y uno de estos rostros de la mujer es el que viene a visitarte. Levántate para recibirla. Yo me voy.

Se arrastró como una serpiente sobre las virutas y desapareció.

Los pies descalzos se detuvieron frente a la puerta, Jesús se volvió hacia la pared, cerró los ojos y simuló dormir. Una mano empujó la puerta y la abrió y una mujer se desplazó en el taller, conteniendo la respiración. Marchaba lentamente. Llegó al rincón donde estaba acostado Jesús y, sin despegar los labios ni hacer ruido, se echó a sus pies.

Jesús sintió que el calor de la mujer ascendía desde sus pies hasta sus rodillas, sus muslos, su corazón, su garganta… Alargó la mano, tocó las trenzas de la mujer y buscó en la oscuridad su rostro, su cuello, su pecho… La mujer se rendía, llena de esperanza y de sumisión, y callaba. Temblaba y el sudor bañaba todo su cuerpo.

Con voz débil y tierna, desbordante de compasión, el hombre dijo:

– ¿Quién eres?

La mujer temblaba y callaba. Jesús lamentó haberla interrogado: había olvidado una vez más las palabras del Ángel. ¿Le importaba acaso conocer su nombre, saber de dónde venía, cuál era la forma, el color y la belleza o fealdad de su rostro? Era el rostro femenino de la tierra; su pecho estaba oprimido, en ella se ahogaban una multitud de hijos e hijas que no lograban ver la luz del día y había ido en busca del hombre para que éste los hiciera nacer. El corazón de Jesús se desbordó de compasión.

– Soy Rut -murmuró la mujer, trémula.

– ¿Rut? ¿Qué Rut?

– Marta.

XXXII

Transcurrían los días, los meses y los años, y los hijos y las hijas se multiplicaban en la casa del maestro Lázaro, pues Marta y María rivalizaban en fecundidad. El hombre luchaba bien con el pino, el roble verde y el ciprés, abatiéndolos y labrando su madera para convertirla en instrumentos al servicio del hombre, o bien en los campos con los vientos, los topos y las ortigas. Volvía agotado al crepúsculo y se sentaba en el patio; sus mujeres iban a lavarle los pies y las pantorrillas, encendían el fuego, ponían la mesa y le abrían los brazos. Y el maestro Lázaro, que labraba la madera para liberar las cunas que ella encerraba, que trabajaba la tierra para hacer brotar las uvas y las espigas, araba igualmente a sus mujeres y liberaba a Dios, que estaba en ellas.