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– Yo no dije más que una sola cosa, no traje más que un mensaje: «Amor.» Amor…, y nada más.

– Dijiste «Amor» y liberaste a todos los ángeles y todos los demonios que duermen en el seno del hombre. No es, como pareces creer, una palabra sencilla y apacible. Encierra mucha sangre, encierra ejércitos que se matan unos a otros y ciudades que arden. Encierra ríos de sangre y ríos de lágrimas. El rostro de la tierra ha cambiado. Puedes desgañitarte y gritar cuanto quieras: «¡Yo no quise decir esto! ¡Esto no es amor! ¡No os matéis! ¡Todos somos hermanos, deteneos!» Pero no por ello creas que van a detenerse, desdichado. ¡La rueda está en movimiento!

– Ríes como un demonio.

– Río como un apóstol. Seré tu apóstol, lo quieras o no. Te fabricaré una vida y fabricaré tu enseñanza, tu crucifixión y tu resurrección según yo las entienda. No te engendró José, el carpintero de Nazaret, sino yo, Pablo de Tarso, en Cilicia.

– ¡No quiero! ¡No quiero!

– ¿Quién te pide tu opinión? No necesito tu permiso. No tienes derecho a mezclarte en mi trabajo.

Jesús se desplomó en la escalinata del patio. Hundió la cabeza en las rodillas, desesperado. ¿Cómo luchar con semejante demonio?

– ¿Cómo podrías salvar tú al mundo, maestro Lázaro? -Pablo había avanzado hasta colocarse sobre Jesús, que estaba encogido en el suelo, y le hablaba con desprecio-. ¿Qué gran ejemplo le das para que sobrepase su propia naturaleza y para que a su alma le crezcan alas? Si el mundo quiere salvarse, ¡habrá de seguirme a mí, a mí!

Miró a su alrededor. El patio estaba desierto y el negrito, acurrucado en un rincón, ponía los ojos en blanco y aullaba como un perro atado. Las mujeres se habían escondido y los vecinos se habían ido. Pero Pablo, como si viera extenderse el patio hasta el infinito y convertirse en una gran explanada llena de gente, saltó a la escalinata y comenzó a predicar a la multitud invisible:

– Hermanos, alzad los ojos y mirad. De un lado está el maestro Lázaro y del otro yo, el servidor de Cristo. Elegid. Si seguís al maestro Lázaro, arrastraréis una vida pobre y monótona bajo el yugo, viviréis y moriréis como viven y mueren los carneros, que dejan tras ellos algo de lana, algunos balidos y mucho estiércol. Si me seguís a mí, tendréis el amor, la lucha, la guerra, pues ¡nosotros salimos a la conquista del mundo! Elegid:

de un lado está Cristo, hijo de Dios, la salvación del mundo, y del otro, el maestro Lázaro.

Estaba inflamado. Paseó sus redondos ojos de águila por la multitud invisible que lo rodeaba. Su sangre hervía. Luego, el patio se hundió y desaparecieron el negrito y el maestro Lázaro.

Se oyó resonar una voz en el aire:

– Apóstol de las naciones, alma grande que amasas la mentira con tu sangre y tus lágrimas y la conviertes en verdad, marcha a la cabeza, condúcenos. ¿Hasta dónde llegaremos?

Pablo abrió los brazos como para abrazar al mundo entero y gritó:

– Hasta donde pueda llegar la mirada del hombre; ¡más lejos aún, hasta donde pueda llegar el corazón del hombre! El mundo es grande, ¡alabado sea Dios! Más allá de la tierra de Israel se extienden Egipto, Siria, Fenicia, Oriente, Grecia y las grandes islas reales Chipre, Rodas y Creta. Más allá está Roma, y más lejos aún viven los bárbaros de largas trenzas rubias que empuñan hachas de doble filo… ¡Qué alegría sentimos al ponernos en marcha al alba para ser castigados por los vientos de la montaña o del mar, al llevar en nuestras manos la cruz, al plantarla entre las piedras y en los corazones y al salir a la conquista del mundo! ¡Qué alegría sentiremos cuando nos silben, nos golpeen, nos arrojen en un foso y nos maten por Cristo!

Se calmó y la multitud invisible se borró en el aire; se volvió y vio que Jesús, apoyado ahora contra la pared, lo escuchaba espantado.

– ¡Por Cristo y no por ti, maestro Lázaro! ¡Por el verdadero, por el mío!

Jesús no pudo contenerse ya y estalló en sollozos. El negrito se acercó a él y le dijo en voz muy baja:

– Jesús de Nazaret, lloras… ¿Por qué lloras?

– ¿Acaso es posible, compañero secreto -murmuró Jesús-, comprender cuál es el único medio de salvar el mundo sin echarse a llorar?

Pablo bajó de la escalinata; los pocos pelos de su cráneo humeaban. Se quitó las sandalias, las sacudió para quitarles el polvo y se dirigió hacia la puerta.

– Sacudí de mis sandalias el polvo de tu casa. ¡Adiós! -dijo a Jesús, que permanecía en pie, entristecido, en el centro del patio-. ¡Come bien, bebe bien, copula bien, maestro Lázaro! ¡Te deseo una vejez feliz! Y te aconsejo que no te mezcles en mis asuntos, porque de lo contrario estarás perdido. ¿Oyes, maestro Lázaro? ¡Perdido! De todos modos, celebro haberte conocido: me liberé. Eso es lo que quería, liberarme de ti, y lo logré. Ahora soy libre y nadie me molesta. ¡Adiós!

Descorrió el cerrojo y de un salto salió al camino que lleva a Jerusalén.

– Se apresura; se arremangó y corre como un lobo hambriento. Devorará el mundo… -dijo el negrito, arrojándole una mirada feroz desde la puerta.

Se volvió para distraer a Jesús a fuerza de zalamerías y conjurar así al espíritu peligroso que había caído del cielo para tentarle. Pero Jesús ya había franqueado el umbral; de píe, en medio de la calle, miraba con angustia y pasión al salvaje apóstol que se alejaba corriendo. Ascendían desde el fondo de su ser recuerdos y pasiones terribles, que creía sepultadas para siempre.

El negrito se asustó y lo cogió del brazo:

– Jesús -le dijo en voz baja, como si le impartiera una orden-, Jesús de Nazaret, estás perturbado. ¿Por qué lo miras? ¡Entra!

Pero Jesús, pálido y silencioso, sacudió nerviosamente el cuerpo y se deshizo de la mano del Ángel.

– ¡Entra! -repitió el otro, colérico-. Escucha lo que te digo. Sabes de sobra quién soy.

– ¡Déjame! -rugió Jesús, con la mirada clavada aún en Pablo, que desaparecía por el extremo de la calle.

– ¿Quieres ir con él?

– ¡Déjame! -volvió a rugir Jesús. Sus dientes rechinaban furiosamente.

– ¡María! ¡María! -gritó el negrito. Aferraba a Jesús por la cintura, para impedirle escapar.

Las dos mujeres lo oyeron y acudieron, seguidas por el tropel de niños. Las puertas de las casas cercanas se abrieron y aparecieron los vecinos, que rodearon a Jesús. Estaba en el centro de la calle, pálido como una sábana. De pronto sus ojos se cerraron y suave, delicadamente, rodó por tierra.

Sintió que lo levantaban, lo tendían en un lecho, le frotaban las sienes con agua de azahar y le hacían oler vinagre aromático. Abrió los ojos, vio a sus dos mujeres y sonrió. Vio al negrito y lo cogió de la mano.

– Agárrame fuerte -le dijo-; no me dejes partir. Estoy bien aquí.

XXXIII

Jesús estaba sentado en el patio bajo la vieja parra. La larga barba blanca caía sobre su pecho descubierto. Era el día de Pascua. Se había lavado, se había puesto ropas limpias y había perfumado sus cabellos, su barba y sus sobacos. La puerta estaba cerrada y no había nadie cerca de él. Sus mujeres, sus hijos y sus nietos jugaban y reían en la casa, y el negrito, encaramado en el tejado desde el alba, miraba hacia Jerusalén, silencioso y sombrío.

Jesús se miró las manos; eran ahora manos gruesas y deformadas con prominentes venas azules y secas; en el dorso de cada mano, las viejas heridas misteriosas habían comenzado a borrarse y desaparecer. Meneó la cabeza blanca y reluciente y suspiró:

– ¡Qué rápido han pasado los años! ¡Cómo he envejecido! También envejecieron mis mujeres, así como los árboles de este patio, las puertas y las ventanas de esta casa, las piedras que piso…