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Sintió miedo y cerró los ojos. Oía que el tiempo caía como agua desde su coronilla, descendía a través de su garganta, su pecho, sus lomos, sus piernas e iba a perderse bajo sus pies.

Oyó pisadas en el patio y abrió los ojos; era María. Lo había visto sumergido en sus pensamientos y había ido a sentarse a sus pies. Jesús posó la mano en sus cabellos, en aquellos cabellos que fueran negros como el azabache y que eran ahora completamente blancos. Sintió de pronto una ternura indecible: «Envejeció entre mis manos -pensó-, envejeció entre mis manos…» Se inclinó hacia ella y le dijo:

– ¿Cuántas veces, amada María, las golondrinas volvieron desde el día bendito en que franqueé el umbral de esta casa y tomé posesión de ella como su dueño y señor? ¿Lo recuerdas? ¿Cuántos años pasaron desde que abrí tu seno, María, y me adueñé de ti? ¿Cuántas veces hemos sembrado, hemos segado y hemos recolectado juntos las aceitunas? Tus cabellos blanquearon, María, delicada esposa, y también blanquearon los de la animosa Marta.

– Sí, amado; nuestros cabellos blanquearon -respondió María-. Los años pasan… Plantamos esta parra que ahora nos abriga el año en que vino el maldito giboso que te había hechizado y te hizo desvanecer. ¿Lo recuerdas? ¿Cuántos años hace que comemos sus uvas?

El negrito se deslizó sin ruido desde la terraza, pegado a la pared, y se detuvo ante ellos. María se levantó y abandonó el patio. No le agradaba aquel extraño criado, que no crecía ni envejecía. No era un hombre, sino un espíritu, un espíritu maligno que había entrado en aquella casa y ya no quería irse. Tampoco le agradaban sus ojos burlones y truhanescos, ni las muchas conversaciones en voz baja que sostenía de noche con Jesús.

El negrito se acercó y miró a Jesús con ojos llenos de zumba; brillaban sus dientes blancos y puntiagudos.

– Jesús de Nazaret -dijo en voz queda-, se acerca el fin.

– ¿Qué fin?

El negrito se llevó un dedo a los labios y repitió:

– Se acerca el fin -se sentó en cuclillas frente a Jesús y lo miró, riendo.

– ¿Nos vas a abandonar?

Jesús sintió súbitamente una alegría y un alivio extraños.

– Sí, es el fin. ¿Por qué sonríes, Jesús de Nazaret?

– Buen viaje, negrito. Conseguí lo que quería y ya no te necesito.

– ¿Así te separas de mí, ingrato? ¿Así pagas todos mis afanes para proporcionarte durante tantos años las alegrías que ambicionabas?

– Si tenías la intención de ahogarme, como a una abeja, en la miel, has perdido el tiempo, negrito. Comí miel hasta hartarme, pero no hundí en ella mis alas.

– ¿Qué alas, iluminado?

– Mi alma.

El negrito soltó una risa malévola y preguntó:

– ¿Crees que tienes un alma, desdichado?

– Sí. Y no necesita de ningún ángel de la guarda ni de ningún negrito. Es libre.

El Ángel de la guarda crispó el rostro y aulló:

– ¡Rebelde! -arrancó una piedra del suelo y la trituró entre sus manos, reduciéndola a partículas de polvo, que esparció al viento.

– Muy bien -dijo-, ya veremos -y se encaminó hacia la puerta lanzando juramentos.

Resonaron gritos salvajes, gemidos y lamentaciones, oyóse un relincho de caballos y el camino real quedó cubierto de rebaños humanos que corrían y gritaban:

– Jerusalén está en llamas! ¡Entraron en Jerusalén! ¡Estamos perdidos!

Los romanos la sitiaban desde hacía meses, pero Israel colocaba sus esperanzas en Jehová. Israel confiaba en su Dios: la ciudad santa no podía arder, la ciudad santa nada tenía que temer. En cada una de sus puertas había un ángel empuñando una espada.

Las mujeres salieron a la calle aullando y arrancándose los cabellos. Los hombres se rasgaban las vestiduras y clamaban a Dios, conjurándole a que apareciera. Jesús se levantó, tomó a Marta y María de la mano, las hizo entrar en la casa y echó el cerrojo de la puerta.

– ¿Por qué lloráis? -les preguntó compasivamente-. ¿Por qué oponéis resistencia a la voluntad de Dios? Escuchad lo que os diré y no os asustéis: el Tiempo es una llama, amadas mujeres; el Tiempo es una llama. Dios tiene unas parrillas en las que cada año pone a asar un cordero pascual. Este año el cordero pascual es Jerusalén. El año próximo será Roma, el año siguiente…

– Calla, maestro -aulló María-. Olvidas que somos mujeres y que no tenemos fuerzas para soportar…

– Perdóname, María -dijo Jesús-; lo había olvidado. El corazón olvida, el corazón es implacable cuando va cuesta arriba…

Cuando así hablaban, oyóse un ruido de pasos en la calle, de respiraciones jadeantes y de bastones que golpeaban violentamente a la puerta.

El negrito se precipitó hacia ella, cogió el cerrojo y miró a Jesús con una sonrisa burlona:

– ¿Abro? -preguntó, conteniendo apenas la risa-. Son tus antiguos compañeros, Jesús de Nazaret.

– ¿Mis antiguos compañeros?

– ¡Mira! -dijo el negrito y abrió la puerta de par en par.

Jesús vio aparecer en el umbral un montón de viejitos que parecían soldados entre sí de tan juntos que estaban; se arrastraron hasta el patio, informes, irreconocibles y apoyándose unos en otros.

Jesús avanzó un paso y se detuvo. Iba a tenderles la mano para darles la bienvenida, pero de pronto una amargura intolerable ahogó su alma; una amargura, una exasperación y una piedad intolerable. Apretó los puños y esperó. Hasta él llegaba una espesa hediondez, un olor de carbón, de cabellos quemados y de heridas abiertas. El negrito se subió al banco de piedra y se puso a mirarlos riendo.

Jesús avanzó otro paso y se volvió hacia el anciano que se arrastraba a la cabeza del grupo.

– Ven aquí tú, que conduces a los otros -le dijo-. El tiempo te ha transformado en ruinas y no te reconozco. Mi corazón late aceleradamente, pero no reconozco esas carnes flácidas ni esos ojos legañosos.

– ¿No me reconoces, maestro?

– ¡Pedro! ¿Eres tú la piedra sobre la que antaño, en la locura de mi juventud, quería construir mi Iglesia? ¡En qué estado te hallas, hijo de Jonás! ¡Ya no eres una piedra, sino una esponja agujereada!

– Los años, maestro…

– ¿Cómo los años? La culpa no la tienen los años. Mientras el alma está en pie, mantiene derecho al cuerpo y no permite que los años lo quebranten. ¡Lo que cayó es tu alma, Pedro; es tu alma!

– He sufrido mucho en la vida, maestro… Me casé, tuve hijos, padecí, vi arder Jerusalén, soy un hombre…, y eso me quebrantó…

– Eres un hombre, y eso te quebrantó… -murmuró Jesús, desbordante de piedad-. Querido Pedro, según está el mundo hay que ser a la vez Dios y demonio para resistir.

Se volvió hacia el siguiente, cuyo rostro asomaba tras el hombro de Pedro:

– ¿Y tú? -dijo-. Te han cortado la nariz, no tienes ni un pelo en ese rostro lleno de agujeros. ¿Cómo quieres que te reconozca? Habla, pues, viejo compañero; exclama: «¡Rabí!» Acaso recuerde quién eres.

Aquel guiñapo humano gritó con todas sus fuerzas:

– ¡Rabí! -luego bajó la cabeza y calló.

– ¡Santiago! ¡El hijo mayor de Zebedeo, el varón aguerrido y robusto!

– Esto es lo que queda de él, maestro -dijo Santiago, resoplando-. Una tempestad terrible me dejó tal como me ves; el fondo de la barca se hendió, la quilla se abrió y el mástil se rompió. Soy un náufrago que vuelve al puerto.

– ¿A qué puerto?

– Tú eres el puerto, maestro.

– ¿Qué quieres que te haga? No soy un astillero y no puedo calafatearte. Lo que te diré es duro, pero justo: ahora no te queda otro puerto, Santiago, que el fondo del mar. Dos y dos son cuatro, como decía tu padre, Zebedeo.

Sintió pena y exasperación. Se volvió hacia otro viejo achaparrado.