Выбрать главу

Un jinete se volvió, la vio, levantó la lanza y le hizo señas de que se alejara. La madre se detuvo, se encorvó y vio, por debajo del vientre de los caballos, a su hijo arrodillado que, descargando golpes redoblados con la maza, afirmaba la cruz entre las piedras.

– ¡Hijo mío! -gritó-. ¡Jesús!

El grito de la madre era tan desgarrador que cubrió el tumulto producido por los hombres, los caballos y los perros que ladraban, hambrientos. El hijo se volvió, vio a su madre, su rostro se ensombreció y continuó golpeando con más furor que antes.

Subidos a las escalas de soga, los gitanos habían logrado colocar el cuerpo del zelote en la cruz y lo habían atado a ella con cuerdas para que no resbalara. Cogieron entonces los clavos para clavarle las manos. Gruesas gotas de sangre, calientes, fueron a salpicar el rostro del hijo de María, quien se sintió poseído por el terror, soltó la maza y fue a colocarse tras los caballos. Estaba ahora junto a la madre del condenado. Temblaba, percibía el ruido de carnes que se desgarran. Toda su sangre se agolpó en los huecos de sus manos, sus venas se hinchaban, latían violentamente como si quisieran estallar. Sentía en cada palma una gota, redonda como la cabeza de un clavo que le provocaba dolor. Volvió a oírse el grito de la madre:

– ¡Hijo mío! ¡Jesús!

Un gemido profundo y sordo estalló sobre la cruz, y una voz salvaje que parecía surgida de las entrañas de la tierra, y no de las entrañas del hombre, gritó:

– ¡Adonay!

El pueblo oyó aquello y su corazón se desgarró. ¿Era Adonay quien había gritado? ¿O la tierra? ¿O el crucificado cuando le clavaban el primer clavo? Todo era uno: crucificaban a todos, al pueblo, la tierra, el zelote, y el pueblo, la tierra y el zelote rugían. Manó sangre, salpicó a los caballos y una gruesa gota cayó sobre los labios del hijo de María, caliente, salada; el crucificador vaciló sobre sus pies, pero su madre tuvo tiempo de cogerlo en sus brazos y no cayó.

– ¡Hijo mío! -murmuró otra vez-. ¡Jesús!

Pero el hombre joven mantenía los ojos cerrados y sentía en sus manos, en sus pies, en su corazón, dolores insoportables.

La anciana madre, inmóvil, miraba cómo su hijo se retorcía sobre los dos trozos de madera en forma de cruz, se mordía los labios y callaba; pero al oír a sus espaldas al hijo del carpintero y a la madre de éste, ascendió en ella la cólera y se volvió. Ahí estaba el judío apóstata que había construido la cruz para su hijo, ahí estaba la madre que lo había parido. Se sintió invadida por la angustia y pensó que era injusto que semejantes hijos, que semejantes traidores vivieran mientras su hijo se debatía y gritaba en la cruz. Extendió las dos manos hacia el hijo del carpintero, se acercó y se detuvo frente a él. Esté alzó los ojos y la vio: lívida, salvaje, implacable. La vio y bajó la cabeza. Los labios de la mujer se movieron:

– ¡Te maldigo -dijo con voz salvaje y ronca-, te maldigo, hijo del carpintero! ¡Como tú has crucificado, te deseo que seas crucificado un día!

Se volvió hacia la madre:

– ¡Te deseo que sientas, María, el dolor que yo siento!

Luego apartó el rostro y volvió a fijar la mirada en su hijo.

Magdalena abrazaba el pie de la cruz, tocaba los pies del zelote y lo compadecía. Sus cabellos y sus brazos estaban cubiertos de sangre.

Los gitanos rasgaban ahora con los puñales las ropas del crucificado para repartírselas. Echaron a suertes y se distribuyeron los harapos. Quedaba el pañuelo con que el zelote llevara envuelta la cabeza, manchado con gruesas gotas de sangre.

– Se lo daremos al hijo del carpintero -dijeron-. El pobre ha realizado una buena faena.

Lo hallaron sentado al sol y temblando convulsivamente. Le arrojaron aquel trapo ensangrentado.

– Es tu parte, artesano -dijo uno de ellos-. ¡Hasta la próxima!

El otro gitano rió:

– ¡Hasta tu propia crucifixión, artesano! -dijo, golpeándole amistosamente la espalda.

V

– ¡Venid conmigo, hijos míos! -gritaba el anciano rabino, abriendo los brazos para reunir al rebaño de hombres y mujeres, consternado y desesperado-. ¡Seguidme! ¡Tened valor! ¡He de revelaros un gran secreto!

Se echaron a correr por las estrechas callejuelas. Los jinetes los perseguían. La sangre iba a correr de nuevo. Las mujeres lanzaban aullidos y atrancaban las puertas. El anciano rabino cayó dos veces en la carrera y volvió a toser y a escupir sangre. Judas y Barrabás lo cogieron en sus brazos. Llegaron jadeantes como una jauría y se refugiaron en la sinagoga. Se amontonaron en el interior, llenaron también el patio y echaron el cerrojo de la puerta de la calle.

Esperaban, suspendidos de los labios del rabino. ¿Qué secreto podía revelarles el anciano, entre tantos sinsabores, para apaciguar sus corazones? Hacía años que iban de desgracia en desgracia, de crucifixión en crucifixión. Los enviados de Dios no cesaban de surgir en Jerusalén, en el Jordán, en el desierto, o de bajar de las montañas vestidos con harapos, encadenados y lanzando espuma por la boca… pero todos eran crucificados.

Alzóse un murmullo de cólera; las palmas que ornaban los muros, las estrellas de cinco puntas y los manuscritos sagrados colocados sobre el pupitre con sus palabras escritas en gruesas letras -Pueblo Elegido, Tierra Prometida, Reino de los Cielos, Mesías- ya no les consolaban. La esperanza había durado demasiado y comenzaba a transformarse en desesperación. Dios no tiene prisa, pero el hombre sí, y ya no podían esperar más. Las imágenes de sus esperanzas, que cubrían las dos paredes de la sinagoga, ya no podían siquiera infundirles ánimo. Un día, el rabino, leyendo a Ezequiel, había entrado en éxtasis divino; se había puesto a gritar, a llorar, a bailar pero sin que ello lo calmara. Las palabras del profeta se habían convertido en carne de su carne; tomó entonces pinceles y colores y, encerrado en la sinagoga y poseído por una cólera santa, comenzó a desplegar sus visiones en la pared, para calmarse: un desierto sin fin, cráneos y esqueletos, montañas de esqueletos humanos bajo el cielo escarlata como hierro candente; una mano gigantesca salía del centro del cielo, tomaba al profeta Ezequiel por la nuca y lo mantenía suspendido en el aire. Pero la visión desbordaba aquella pared y cubría también la otra: Ezequiel estaba ahora de pie, hundido hasta las rodillas en los esqueletos, y de su boca verdosa, de sus labios entreabiertos salía una cinta que llevaba esta inscripción en letras de color púrpura: «¡Pueblo de Israel, pueblo de Israel, el Mesías ha llegado!» Los esqueletos se alineaban, los cráneos se alzaban, con dientes y cubiertos de fango, y la mano terrible salía del cielo para mostrar en su palma, completamente nueva, resplandeciente y hecha por entero de esmeraldas y de rubíes, la Nueva Jerusalén.

El pueblo miraba las pinturas, meneaba la cabeza y murmuraba. El viejo rabino montó en cólera:

– ¿Por qué murmuráis? -les gritó-. ¿No creéis en el Dios de nuestros padres? Otro de los nuestros ha sido crucificado. El Redentor se ha acercado un paso más. Esto es lo que significa la crucifixión de hoy, hombres de poca fe.

Tomó un manuscrito del pupitre y lo desenrolló con ademán febril. El sol penetraba por la ventana abierta y una cigüeña descendió del cielo y fue a posarse en el tejado de la casa de enfrente, como si también ella deseara oír. Gozosa, triunfal, la voz surgió de aquel pecho devastado:

– ¡Haced resonar en Sión la trompeta de la victoria! ¡Proclamad en Jerusalén el mensaje de alegría! Gritad: Jehová ha llegado al seno de su pueblo! ¡Álzate, Jerusalén, arriba los corazones! Mira: ¡del oriente al poniente el Señor aguijonea a sus hijos! Las montañas se han aplanado, las colinas han desaparecido y todos los árboles están cargados de aromas. Jerusalén, ponte tus ornamentos de gloria! ¡Felicidad al pueblo de Israel por los siglos de los siglos!

– ¿Cuándo? ¿Cuándo? -dijo una voz. Todo el mundo se volvió. Un viejecillo arrugado, semejante a un higo seco, se levantaba sobre la punta de sus pies y gritaba-: ¿Cuándo, cuándo, anciano?