Se apoyó en la pared y cerró los ojos. Helo aquí que pasa de nuevo ante él, jadeante, cargado con la cruz; el aire vibra en torno de su faz… Del mismo modo debía vibrar en torno de los arcángeles… El joven alza los ojos y el anciano rabino jamás ha visto tanto cielo en los ojos de un hombre. ¿Será él? «Señor, Señor, ¿por qué me torturas? ¿Por qué no respondes?»
Las profecías rasgaban como relámpagos la oscuridad de su espíritu, y tan pronto su viejo cerebro se poblaba de luz como se hundía, desesperado, en las tinieblas. Abríase su vientre y de él salían los patriarcas. Su raza, aquella raza terca que exhibía mil llagas abiertas, reanudaba con él su marcha interminable, guiada por Moisés, el carnero conductor de cuernos vueltos hacia atrás. Había ido desde la tierra de la servidumbre hasta la Tierra de Canaán y ahora iba desde la Tierra de Canaán hasta la Jerusalén futura. Y en este nuevo viaje no abría ya la marcha el patriarca Moisés sino otra figura. El cerebro del rabino estallaba: otra figura conducía el rebaño con una cruz al hombro.
De una zancada alcanzó la puerta de la calle y la abrió. El aire lo fustigó y retomó aliento. El sol se había puesto y las aves se recogían para dormir. Las callejuelas se poblaban de sombras y la tierra se refrescaba. Cerró la puerta, colgó del ceñidor la pesada llave, vaciló un instante pero enseguida se decidió y se encaminó, completamente encorvado, a la casa de María.
María estaba en el pequeño patio de su casa, sentada en un escabel; hilaba. Aún había luz; era verano y la claridad se retiraba lentamente de la superficie de la tierra; diríase que no quería irse. Los hombres y las bestias de carga volvían de los trabajos del campo, las mujeres encendían el fuego para preparar la comida de la noche, y el crepúsculo embalsamaba el bosque abrasado por el calor del día. María hilaba y su espíritu daba vueltas a un lado y a otro junto con el huso; los recuerdos se confundían con los ensueños, su vida estaba hecha a medias de verdades y a medias de leyenda, las humildes tareas cotidianas se repetían durante años y de pronto, como un pavo real tornasolado que nadie esperaba, llegaba el milagro para cubrir su vida de miseria con largas alas de oro.
– Condúceme adonde tú quieras, Señor, haz de mí lo que quieras. Tú has elegido a mi marido, me concediste un hijo, tú me has dado una vida de sufrimiento. Me dices: grita, y yo grito; me dices: cállate, y me callo. ¿Qué soy yo? Un puñado de arcilla al que tus manos dan forma. Haz de mí lo que quieras pero sólo te pido una súplica: ¡Señor, ten piedad de mi hijo!
Una paloma completamente blanca se echó a volar desde el tejado contiguo, batió las alas durante unos momentos por encima de la cabeza de María para ir a posarse luego, después de trazar círculos concéntricos, en los guijarros del patio. Después se puso a andar y a girar en redondo a los pies de María. Desplegaba la cola, echaba el cuello hacia atrás, inclinaba la cabeza, miraba a María y sus ojos redondos chispeaban en la luz del crepúsculo como dos rubíes. La paloma la miraba, le hablaba, debía querer revelarle un secreto. ¡Ah, si pudiera venir el anciano rabino! Conocía el lenguaje de las aves y le explicaría… María miró la paloma y se apiadó de ella. Detuvo el huso, la llamó con mucha ternura, y el ave, feliz, alzó el vuelo y fue a posarse en las rodillas de la mujer. Y allí, como si fueran aquellas rodillas el objeto de su deseo, como si allí residiera todo el secreto, se acurrucó, plegó las alas y permaneció inmóvil.
María sintió su peso delicado y sonrió. «Ah, si Dios pudiera descender siempre tan delicadamente sobre el hombre», pensó. Y al pensar esto, se acordó de la mañana en que había subido junto con José, cuando aún eran novios, a la cima habitada por el profeta Elías, al monte Carmelo, la montaña acariciada por las nubes, para rogar al ardiente profeta que intercediera ante Dios a fin de que éste les concediera un hijo, que le consagrarían. Debían casarse aquella misma noche y habían partido antes de despuntar el día para recibir la bendición del profeta inflamado que halla alegría en el rayo. El cielo estaba perfectamente puro, el otoño se presentaba muy suave, el hormiguero humano había recogido los frutos, el mosto fermentaba en las vasijas y los higos se secaban formando rosarios, suspendidos de las vigas; María tenía quince años y el novio ya tenía la barba gris pero empuñaba entre sus dedos robustos el fatídico bastón que iba a florecer.
Al mediodía alcanzaron la cima santa; se echaron de hinojos y tocaron con la punta de los dedos el granito puntiagudo y manchado de sangre. Temblaban. Una chispa surgió riel granito y quemó el dedo de María. José abrió la boca para gritar, para invocar al amo salvaje de aquella cima, pero no tuvo tiempo de hacerlo. Procedentes de los cimientos del cielo, las nubes se abalanzaron, cargadas de cólera y de granizo, y giraron impetuosamente como una tromba rugiente sobre el peñasco. Y cuando José se precipitaba para coger a su novia, para ir a refugiarse con ella en alguna gruta, Dios lanzó un rayo terrible; el cielo y la tierra se confundieron y María cayó de espaldas y se desvaneció. Cuando volvió en sí, cuando abrió los ojos y miró a su alrededor, vio a José echado de bruces sobre el negro granito, inmóvil.
María adelantó la mano y acarició delicadamente a la paloma posada sobre sus rodillas. «Aquel día Dios se abatió salvajemente -murmuró-, me habló salvajemente… ¿Qué me dijo?»
El rabino la había interrogado a menudo sobre el particular, turbado por los prodigios continuos que la rodeaban.
– Intenta acordarte, María. A veces Dios habla a los hombres por medio del rayo. Esfuérzate por recordar y acaso entonces podamos descubrir el destino de tu hijo.
– Era un trueno, anciano, que bajaba rodando desde lo alto del cielo como un carro tirado por bueyes.
– ¿Y tras el trueno, María?
– Sí, tienes razón, anciano; tras el trueno hablaba Dios, pero no pude distinguir ni una palabra clara… Perdóname.
Acariciaba a la paloma y se esforzaba, después de treinta años, por recordar aquel rayo y por entender las palabras confusas…
Cerró los ojos. En el hueco de su mano sentía el cuerpecito caliente de la paloma y los latidos de su corazón. Y de repente, sin saber cómo, sin comprender por qué, tuvo la certeza de que el rayo y la paloma eran una misma cosa, de que el latido de aquel corazón y el trueno eran un solo ser: Dios. María lanzó un grito y se irguió precipitadamente llena de espanto. Por primera vez oía ahora claramente las palabras ocultas en el trueno, en el zureo de la paloma: «Te saludo, María… Te saludo, María…» Con seguridad Dios había debido gritarle aquello: «Te saludo, María…»
Se volvió y vio a su marido apoyado contra la pared; continuaba abriendo y cerrando la boca. Había caído la noche y aún luchaba y sudaba. María pasó frente a él sin dirigirle la palabra y se detuvo en el umbral de la puerta de la calle, para ver si llegaba su hijo. Este se había envuelto la cabeza en el pañuelo ensangrentado del crucificado y había partido hacia la llanura… ¿Adonde? ¿Por qué se retrasaba? ¿Pasaría de nuevo la noche en el campo?
La madre permaneció de pie en el umbral. Vio acercarse al anciano rabino, que avanzaba sin aliento y apoyándose pesadamente en el cayado sacerdotal. A cada lado de sus sienes flotaban mechas blancas, agitadas suavemente por la brisa nocturna que comenzaba a descender desde el Carmelo.
María se hizo a un lado respetuosamente. Entró el rabino, tomó la mano de su hermano y la acarició, sin hablarle. ¿Qué hubiera podido decirle? Su espíritu estaba sumergido en aguas oscuras. El rabino se volvió hacia María y dijo:
– Tus ojos brillan, María, ¿qué te ocurre? ¿Te ha visitado de nuevo el Señor? -Padre, lo recuerdo… -contestó María, incapaz de contenerse.