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– ¿Lo recuerdas? ¿Qué recuerdas, en nombre de Dios?

– Lo que decía el rayo.

El rabino se sobresaltó y exclamó, alzando los brazos al cielo:

– ¡El Dios de Israel es grande! Precisamente he venido para eso, María, para interrogarte otra vez… Porque hoy crucificaron a una de nuestras esperanzas y mi corazón…

– Lo sé, anciano -repitió María-. Esta misma noche, mientras hilaba, volví a ver el rayo; sentí entonces que por primera vez el trueno se apaciguaba en mí y pude oír, tras el trueno, una voz serena, límpida, la voz de Dios: «¡Te saludo, María!»

El rabino se desplomó en un escabel, se llevó las manos a las sienes y se abismó en sus reflexiones. Al cabo de un rato, alzó la cabeza.

– ¿Nada más, María? Inclínate bien sobre el fondo de ti misma e intenta oír. De las palabras que hayan de salir de tus labios puede depender el destino de Israel.

María se espantó al escuchar al rabino. Su espíritu volvió a aferrarse al trueno y su pecho tembló.

– No -murmuró al fin, agotada-. No, padre… Dijo otras cosas, muchas otras cosas, pero no puedo, lo intento, pero no puedo oírlas.

El rabino posó la mano en la cabeza de la mujer, sobre sus grandes ojos.

– Ayuna y ora, María -dijo:-. No disperses tu espíritu en las cosas cotidianas. A veces un halo incandescente, tan brillante como el rayo, se mueve alrededor de tu cara. Es cierta esa luz. No se… Ayuna, ora y oirás… «Te saludo, María», el mensaje de Dios comienza bondadosamente; esfuérzate por oír lo que sigue.

Para ocultar su turbación, María se acercó al aparador donde se guardaban los cántaros; descolgó una copa de bronce, la llenó de agua fresca, tomó un puñado de dátiles y se inclinó para alcanzárselos al anciano.

– No tengo hambre ni sed, María; te lo agradezco. Siéntate, que debo hablarte.

María tomó el escabel más bajo, se sentó a los pies del rabino, volvió la cabeza y esperó.

El viejo sopesaba una a una las palabras en su mente. Lo que quería decir era difícil, pues se trataba de una esperanza tan intangible y tenue como una tela de araña, y no lograba hallar palabras tan intangibles y tenues que no dieran demasiado peso a la esperanza y la convirtieran en certeza. Tampoco quería asustar a la madre.

– María -acabó por decir-, aquí en esta casa, ronda, como un león del desierto, un misterio… María, tú no eres como las otras mujeres… ¿no lo sientes acaso?

– No, no lo siento -murmuró María-. Soy como las otras mujeres: me agradan todos los trabajos y las alegrías de las mujeres; me gusta lavar, cocinar, ir a la fuente, charlar cordialmente con mis vecinas y sentarme de noche en el umbral de la puerta para ver pasar a los transeúntes. Y mi corazón, como el de todas las mujeres, rebosa de pena, padre.

– No eres como las otras mujeres, María -repitió el rabino con voz solemne, al tiempo que alzaba la mano, como para impedir toda réplica-. Y tu hijo…

El rabino se detuvo. Había llegado al punto más difícil y no hallaba las palabras adecuadas. Alzó la vista para mirar el cielo y aguzó el oído. Algunas aves se reunían en los árboles para dormir al paso que otras se despertaban, la rueda giraba y el día se hundía bajo los pies de los hombres.

El rabino suspiró. ¡Cómo desaparecían los días uno tras otro, con qué cólera un día empujaba a otro! El día nace, la noche cae, el sol y la luna siguen su curso, los niños se transforman en hombres, los cabellos negros se blanquean, el mar corroe la tierra, las montañas se desmoronan… ¡y Aquél, el Esperado, no aparece!

– ¿Mi hijo? -dijo María con un temblor en la voz-, ¿mi hijo, padre?

– No es como los otros hijos, María -respondió resueltamente el rabino.

Sopesó de nuevo sus palabras, y añadió:

– A veces, de noche, cuando está solo y cree que nadie le ve, se percibe un resplandor en torno de su rostro, en medio de la oscuridad. Yo, y que Dios me perdone, abrí un pequeño agujero en lo alto de la pared; me encaramó allí para verle, para acechar lo que hace. ¿Por qué? Porque, te confieso, estoy completamente confuso; mi sabiduría de nada sirve, abro y cierro las Escrituras y no puedo comprender qué es tu hijo, quién es… Lo espío a escondidas y distingo en la oscuridad una luz, María, que le chupa, le devora el rostro. Esa es la razón por la cual día tras día palidece y se consume. Esto no se debe a ninguna enfermedad, a la oración ni al ayuno, no… Lo que lo corroe es esa luz…

María lanzó un suspiro: «Desgraciada la madre cuyo hijo no sea como los otros…», pensó, aunque nada dijo.

El anciano se inclinó entonces sobre María y bajó la voz; los labios le ardían:

– Te saludo, María -le dijo-, Dios es todopoderoso; sus designios son impenetrables y quizá tu hijo…

Pero la pobre madre lanzó un grito:

– ¡Apiádate de mí, padre! ¿Un profeta? ¡No, no! ¡Si Dios ha escrito eso, suplico que lo borre! Quiero que sea un hombre como los demás, que no esté ni por encima ni por debajo de los otros, quiero que sea como los demás. Quiero que también él fabrique, como antes su padre, amasaderas, cunas, carretas, utensilios para las casas y no, como ahora, cruces para crucificar a los hombres. Deseo que se case con una buena mujer, de familia honorable y poseedora de una dote, que le agrade mantener su casa, que tenga hijos, que salgamos todos juntos a pasear los sábados, la abuela, los hijos, los nietos, y que en la calle la gente nos salude.

El rabino se apoyó realizando un esfuerzo en el cayado sacerdotal y se levantó.

– María -dijo severamente-, si Dios escuchara a las madres, envejeceríamos en un pantano de bienestar y seguridad. Cuando estés sola, piensa en lo que hemos hablado.

Se volvió hacia su hermano para saludarlo. Este, con la lengua colgante y los ojos azules, ahora serenos, clavaba la mirada en el vacío e intentaba hablar. María sacudió la cabeza:

– Lucha desde esta mañana -dijo-, y aún no se ha liberado. -Se acercó a él y enjugó la saliva que salía de su boca contraída.

En el momento en que el rabino tendía la mano para saludar a María, la puerta se abrió furtivamente y el hijo apareció en el umbral. Su rostro resplandecía en la oscuridad y el pañuelo ensangrentado se le había pegado a los cabellos. Había caído la noche y no se veían sus pies, cubiertos de polvo y de arañazos, ni las gruesas lágrimas que marcaban aún surcos en sus mejillas.

Traspuso el umbral y echó una mirada distraída a su alrededor; vio al rabino y a su madre y, en la penumbra, cerca del muro, los ojos vidriosos de su padre.

María hizo ademán de encender la lámpara, pero el rabino la detuvo.

– Espera -murmuró-. Le hablaré. Dándose ánimos se acercó al joven.

– Jesús -dijo tiernamente en voz baja para que la madre no oyera-, Jesús, hijo mío, ¿hasta cuándo vas a resistirte a Él? Oyóse entonces un grito salvaje y la casita se conmovió. -¡Hasta que muera!

Y súbitamente, como si se hubiera agotado toda su fuerza, se desplomó en tierra. Junto a la pared jadeaba, sin aliento. El anciano rabino iba a seguir hablándole y se inclinó sobre él, pero de pronto dio un salto atrás. Como si se hubiera acercado a una gran hoguera, acababa de quemarse el rostro. «Dios lo rodea -pensó-; Dios no permite que nadie se le acerque. ¡Debo partir!»

El rabino se fue pensativo. La puerta se cerró y, cual si acechara una fiera en la oscuridad, María no se atrevía a encender la luz. Permanecía en pie en medio de la casa y escuchaba a su marido que emitía sonidos guturales, y a su hijo, caído en tierra, que respiraba penosamente, con terror, como si se asfixiara, como si lo asfixiaran. ¿Quién? La pobre madre, con las uñas clavadas en las mejillas, preguntaba a Dios una y otra vez, quejándose, gritando: «Soy madre, ¿no te apiadas de mí?» Pero nadie respondía.

Y mientras, inmóvil y silenciosa, María escuchaba la vibración de todas las venas de su cuerpo, se oyó un grito salvaje y triunfaclass="underline" la lengua del paralítico se había soltado y, sílaba por sílaba, la palabra entera acabó por salir de la boca contraída, resonando en toda la casa: ¡A-do-nay! Apenas la hubo pronunciado, el viejo cayó dormido como una masa de plomo.