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Hermana mía -murmuró-, hermana mía… -y la miró compasivamente.

Dejó a sus espaldas la mariposa, que ahora se calentaba al sol, y reanudó la marcha. En seguida escuchó el ruido amortiguado de los pies descalzos sobre la tierra húmeda.

Al principio, cuando partió de Nazaret, el ruido de las pisadas parecía proceder de muy lejos y resultaba apenas perceptible. Pero poco a poco fueron acercándose aquellos pies descalzos, y pronto, según pensaba el hijo de María estremeciéndose, pronto lo alcanzarían. «Dios mío, Dios mío -murmuró-, haz que llegue rápido al monasterio, antes de que ella tenga tiempo de lanzarse sobre mí.»

El sol dominaba ahora la planicie, acariciaba a los pájaros, los animales, los hombres. Un rumor confuso ascendió de la tierra; las cabras y los carneros se desparramaron por el collado, el pastorcillo se puso a tocar el caramillo y el mundo se apaciguó. Pronto, cuando llegara al gran álamo que se alzaba a su izquierda, vería la alegre aldea que amaba: Canaán. Cuando aún era un adolescente imberbe y Dios no había clavado todavía las zarpas en él, ¡cuántas veces había ido a Cana con su madre para participar en fiestas bulliciosas! ¡Cuántas veces había admirado a las muchachas de los villorrios de los alrededores, que bailaban bajo aquel álamo de espeso follaje y golpeaban alegremente la tierra con los pies! Pero cuando tenía veinte años, un día en que estaba de pie, angustiado, bajo el álamo, con una rosa en la mano…

Se estremeció. De pronto la vio, la de los miles de besos secretos de nuevo ante él. Escondidos en su pecho el sol y la luna, a derecha e izquierda; y el día y la noche ascendían y descendían tras el corpiño transparente de su vestido…

– ¡Déjame! ¡Déjame! Estoy consagrado a Dios y voy a hablar con él en el desierto -gritó. Echó a correr. Dejó atrás el álamo, y Cana se extendió ante él con sus casas bajas enjalbegadas y sus terrazas cuadradas doradas por las espigas de maíz y las gruesas calabazas que se secaban al sol. Sentadas en el reborde de las terrazas con las piernas colgantes, las niñitas atravesaban con hilos de algodón pimientos escarlata, haciendo guirnaldas para decorar las casas.

Pasó con los ojos bajos ante aquella celada de Satán y apuró el paso para no ver a nadie, para que nadie le viera. Los pies descalzos golpeaban ahora violentamente la tierra y también ellos aceleraban la marcha.

El sol había ascendido y cubría ya el mundo. Las segadoras balanceaban las hoces, cantaban y segaban. Los puñados de espigas se transformaban pronto en brazadas, en gavillas, en almiares que se alzaban como torres en las eras. «¡Buena cosecha!», deseaba presurosamente el hijo de María a los amos y proseguía su camino. Cana había desaparecido tras los olivos y las sombras se recogían al pie de los árboles; era cerca de mediodía. Y mientras el hijo de María gustaba la alegría de ver el mundo y mantenía su espíritu fijo en Dios, un olor sabroso de pan recién sacado del horno llegó a sus fosas nasales; sintió repentinamente que tenía hambre y todo su cuerpo se estremeció de alegría. ¡Cuántos años hacía que tenía hambre sin haber experimentado nunca la santa apetencia del pan! Pero ahora…

Sus narices olfateaban el aire con avidez; siguiendo aquel olor, saltó un foso, franqueó un vallado, entró en un viñedo y distinguió bajo un olivo achaparrado de tronco hueco una pequeña cabaña. El humo subía y formaba volutas por encima del techo de paja. Una vieja de movimientos vivos y nariz puntiaguda estaba ocupada en los quehaceres domésticos. Junto a ella, un perro negro con manchas amarillas había posado las patas delanteras en el horno y abría sus anchas fauces, hambrientas, llenas de dientes. Oyó pasos en el viñedo y se abalanzó ladrando sobre el intruso. La vieja se volvió sorprendida y vio al joven. Sus ojillos sin pestañas brillaron. Le regocijaba ver aparecer un hombre en su soledad. Se detuvo con la pala en la mano.

– Llegas en buen momento -le dijo-. ¿Tienes hambre? ¿De dónde vienes?

– De Nazaret.

– ¿Tienes hambre? -volvió a preguntar la vieja, y se echó a reír-. Tus narices se agitan como las de un perro de presa.

– Tengo hambre, abuela; perdóname.

La vieja era dura de oído y no oyó.

– ¿Cómo? -dijo-. Habla más fuerte.

– Tengo hambre; perdóname, abuela:

– …¿Que te perdone? ¿Por qué? No es vergonzoso sentir hambre, muchacho, del mismo modo que no lo es sentir sed o amor. Dios nos da todo eso. Vaya, acércate; no tengas vergüenza.

Se echó a reír, descubriendo su precioso y único diente.

– Aquí -dijo- encontrarás pan y agua. El amor, más lejos: en Magdala.

Cogió una hogaza que había colocado, junto con otras, en una mesita cercana al horno.

– Toma, éste es el pan que apartamos de cada hornada. Lo llamamos el pan de la cigarra y lo reservamos para los viajeros. No es mío, es tuyo. Córtalo y come.

El hijo de María se sentó al pie del viejo olivo y comenzó a comer, calmado. ¡Qué sabroso era aquel pan, qué deliciosa era el agua fresca y qué tiernas eran las dos aceitunas, con huesos pequeñitos, carnosas como manzanas, que la vieja le había ofrecido para comer con el pan! Masticaba tranquilamente, comía, sentía que en él el cuerpo y el alma se confundían para transformarse en una sola cosa y para recibir al mismo tiempo el pan, las aceitunas y el agua. Tanto el cuerpo como el alma se sentían felices y se alimentaban. Apoyada en el horno, la vieja lo contemplaba.

– Tenías hambre -le dijo riendo-. Come, eres joven. Tienes aún por delante un largo camino. Come para recobrar las fuerzas, para poder resistir.

Le cortó otro trozo de pan y le dio otras dos aceitunas. La vieja volvió a anudarse presurosamente el pañuelo, que se le había caído de la cabeza y dejaba ver su cráneo calvo.

– ¿Adonde te diriges, hijo mío? -preguntó.

– Al desierto.

– ¿Dónde? ¡Habla fuerte!

– Al desierto.

La vieja contrajo su boca desdentada y su mirada se volvió agresiva.

– ¿Al monasterio? -gritó con inesperada cólera-. ¿Por qué? ¿Qué vas a buscar allí? ¿No tienes piedad de tu juventud?

El hombre joven permaneció en silencio. La vieja sacudió la cabeza y silbó como una serpiente.

– ¿Vas en busca de Dios? -preguntó en tono sarcástico.

La voz del hombre joven se dejó oír muy débil…

– Sí.

La vieja dio un puntapié al perro que se le había metido entre las piernas y se acercó al joven.

– ¡Ah, desgraciado! -gritó-. ¿No sabes que Dios no está en los monasterios, sino en las casas de los hombres? Dios está presente allí donde hay un hombre y una mujer, donde hay niños, preocupaciones, una cocina, disputas, reconciliaciones. No escuches lo que dicen los eunucos, pues para ellos las uvas están demasiado verdes, tenlo por seguro… El verdadero Dios es el Dios de que te hablo, el de las casas y no el de los monasterios. A ése hay que adorar. ¡El otro es para los eunucos y los perezosos!

La vieja continuó hablando, y cuanto más hablaba más se acaloraba. Hablaba, chillaba, hasta que, una vez que hubo descargado la bilis, se calmó. Puso la mano en el hombro del hijo de María:

– Perdóname, muchacho -dijo-, pero yo tenía un hijo, robusto como tú… Un buen día su cerebro se perturbó; abrió la puerta y partió. Fue al Monasterio del desierto, al Monasterio de los Curadores… ¡Malditos sean, ojalá no se curen en su vida! Y lo perdí. Ahora meto la masa en el horno y saco el pan, pero no tengo a quién dar de comer. No tengo hijos ni nietos. Soy como un árbol muerto.

Se calló por unos instantes, se enjugó los ojos y prosiguió:

– Durante años supliqué a Dios. Gritaba: ¿Por qué he nacido? Tenía un hijo, ¿por qué me lo has quitado? ¡Gritaba y gritaba, pero El no se dignaba oírme! Una sola vez, en el monte del profeta Elías, vi a medianoche abrirse el cielo y oí una voz retumbante que decía: «¡Grita hasta quedarte ronca si así lo deseas!» Luego el cielo se cerró y desde entonces no volví a gritar.