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Se acordó de Dios y su pecho se dilató. Apuró el paso. El sol se apiadó al fin de las muchachas que segaban y descendió al poniente, suavizando sus rayos. Las segadoras se echaron de espaldas sobre los almiares para recobrar aliento, para soltar alguna broma picara, para descansar. Las muchachas habían pasado todo el día bajo el sol, junto a los hombres que también sudaban, se habían acalorado y ahora descansaban entre bromas y risas.

El hijo de María oía sus risas y sus bromas, se ruborizaba y ansiaba alejarse de los seres humanos. Intentaba alejar sus pensamientos y le venían a la mente las palabras de Felipe, el pastor fanfarrón.

– No saben lo que sufro -murmuró-; no saben por qué fabrico cruces, ni con quién lucho…

Frente a una cabaña, dos campesinos sacudían de sus barbas y sus cabellos las pajas de trigo y se lavaban. Debían ser dos hermanos, y su anciana madre disponía en una mesita la comida de los pobres y hacía asar mazorcas en las brasas. En el aire flotaba un buen olor.

Los dos campesinos vieron al hijo de María agotado y cubierto de polvo; se apiadaron de él.

– ¡Eh, tú! ¿Adonde vas tan deprisa? -gritaron-. Pareces venir de lejos y, sin embargo, no llevas alforja. Detente para comer un trozo de pan con nosotros.

– Y una mazorca -dijo la madre.

– Y para beber un sorbo de vino. ¡Te coloreará esas mejillas pálidas!

– No tengo hambre, no quiero… ¡Gracias! -respondió, dejándolos atrás.

«Si supieran quién soy -pensó-, se avergonzarían de haberme hablado.»

– Como quieras -le gritó uno de los hermanos-. Sin duda, no somos dignos de ti.

«¡Soy el crucificador!», iba a responder, pero no se atrevió; bajó la cabeza y continuó huyendo.

La noche se abatió como una espada: las colinas no tuvieron tiempo de ponerse rosadas, y la tierra se volvió violeta y en seguida negra. La luz, que había trepado a las copas de los árboles, saltó hacia el cielo y desapareció. La noche sorprendió al hijo de María en la cima de la colina. Un viejo cedro había echado raíces allá en lo alto, donde lo batían los vientos, pero era vigoroso y sus raíces devoraban las piedras. De la llanura ascendía un olor a trigo y a madera quemada. De las cabañas diseminadas aquí y allá subía el humo de la comida de la noche.

El hijo de María tenía hambre y sed y durante unos segundos envidió a los jornaleros que habían acabado su trabaja, volvían a sus casas muertos de fatiga y hambrientos y veían desde lejos el fuego encendido, el humo por encima del techo de la casa y a su mujer que preparaba la comida.

Sintió, de pronto, que estaba más abandonado que los zorros y las lechuzas, los cuales poseen, después de todo, una madriguera o un nido donde los esperan seres cálidos y amados. Pero él no tenía a nadie, ni siquiera a su madre. Se sentó al pie del cedro y se hizo un ovillo: le castañeteaban los dientes.

– Señor, gracias por todo esto -murmuró-: la soledad, el hambre y el frío. Ya no me falta nada.

Apenas pronunció estas palabras debió sentir la injusticia de cuanto padecía. Giró la mirada en torno como una fiera caída en una trampa; sus sienes zumbaban de cólera y de miedo. Se arrodilló, fijó los ojos en el sendero oscuro donde aún se oían los pies descalzos, los cuales subían haciendo a un lado las piedras. Ahora llegaban a la cima. Un sonido ronco brotó de su garganta a pesar suyo. Al oírlo, él mismo se sintió poseído por el terror:

– ¡Acércate, mi señora, no te ocultes! ¡Ya es de noche, nadie te mira, aparece!

Contuvo la respiración y esperó.

Nadie respondió. Las únicas voces de la noche ascendían serenas, dulces, eternas: los grillos, los saltamontes, los pájaros nocturnos con sus gemidos plañideros y, a lo lejos, allá a los lejos, los perros que distinguían en la oscuridad lo que los hombres no pueden ver, y ladraban… Alargó el cuello; estaba seguro de que había alguien bajo el cedro, frente a él. Murmuró entonces en voz baja, como orando: «Mi señora…, mi señora…», para tentar al ser invisible, y esperó.

Ya no tiritaba; su frente y sus axilas estaban bañadas en sudor.

Miraba, miraba y escuchaba. Tan pronto le parecía oír una risotada burlona en la oscuridad como creía que el aire giraba sobre sí mismo y se volvía compacto, que tomaba la forma de un cuerpo para borrarse inmediatamente y desvanecerse…

El hijo de María se consumía y se esforzaba por dar consistencia al aire nocturno. Ya no gritaba ni suplicaba; sólo se consumía. De rodillas bajo el cedro, esperaba con el cuello alargado.

El contacto con las piedras había desollado sus rodillas. Se apoyó en el tronco del cedro y cerró los ojos. Entonces, con gran calma y sin lanzar grito alguno, la vio con sus ojos interiores. No se había presentado tal como él la esperaba. Esperaba a la madre trágica que levantara las dos manos sobre su cabeza y lo maldijera. ¡Pero no!

Suavemente y temblando abrió los ojos: un cuerpo salvaje de mujer resplandecía ante él, revestido de pies a cabeza de una rara armadura de gruesas escamas de bronce. Pero su cabeza no era humana, sino de águila con ojos amarillos y pico corvo, en el que llevaba un trozo de carne. Miraba imperturbable, implacablemente, al hijo de María.

No te has presentado tal como te esperaba -murmuró-. No eres la Madre… Por piedad, dime quién eres.

Interrogaba, esperaba, volvía a interrogar. Únicamente los ojos amarillos y redondos brillaban en la oscuridad.

Y repentinamente el hijo de María comprendió:

– ¡ La Maldición! -gritó, y cayó de bruces en tierra.

VII

El cielo refulgía por encima de su cabeza y la tierra lo hería con sus piedras y zarzas. Había extendido los brazos y se debatía como si la tierra entera fuera una cruz y él lanzara alaridos tendido sobre ella, crucificado.

La oscuridad avanzaba en el cielo con su gran cortejo y su pequeño cortejo: las estrellas y las aves nocturnas. Por doquiera los perros, esclavizados por los hombres, ladraban en las eras y guardaban la hacienda de los amos. Hacía frío y tiritaba. A veces el sueño lo vencía durante unos instantes, lo paseaba por los aires, entre paisajes cálidos y lejanos, pero enseguida volvía a arrojarlo a tierra, sobre las piedras.

Hacia medianoche oyó alegres cascabeles que resonaban en la colina y, tras los cascabeles, la canción quejumbrosa de un camellero. Oyó conversaciones, alguien lanzó un suspiro y ascendió una voz de mujer clara y fresca en la noche, pero pronto volvió a reinar el silencio en la ruta. Montada en un camello de silla de oro, con el rostro devastado por las lágrimas, con los afeites descompuestos en las mejillas, transformados en una especie de barro, Magdalena viajaba a medianoche.

Ricos mercaderes habían acudido desde los cuatro puntos cardinales y no la habían hallado ni en el pozo ni en su casa. Habían enviado en su busca a su camellero con un camello enjaezado de oro para traerla rápidamente. Su camino había sido muy largo y poblado de peligros, pero llevaban grabado en su mente un cuerpo que estaba en Magdala y se sentían valerosos. No la habían encontrado, así que habían enviado a su camellero y ahora estaban sentados en fila en el patio de Magdalena. Esperaban con los ojos cerrados.

Poco a poco los cascabeles desaparecían en la noche, se suavizaban; el hijo de María los oía ahora como si fueran una risa delicada, un chorro de agua en un jardín profundo que lo llamaba tiernamente por su nombre. Y así, suave, voluptuosamente, arrullado por el cascabel que tintineaba, el hijo de María volvió a quedarse dormido.

Tuvo un sueño: el mundo se le apareció como una pradera verde y florecida, y Dios como un pastorcillo moreno con dos cuernos vueltos hacia atrás, tiernos, nuevos. Estaba sentado junto a una fuente y tocaba el caramillo. El hijo de María no había oído jamás una música tan dulce, tan fascinante. Dios, el pastorcillo, tocaba, y terrón a terrón, la tierra se estremecía, se agitaba, ondulaba, cobraba vida y de pronto la pradera se pobló de gacelas graciosas adornadas con sus cornamentas. Dios se inclinó, miró el agua, y la fuente se llenó de peces. Alzó los ojos, miró los árboles, y las hojas de éstos se arrollaron sobre sí mismas, se transformaron en aves que se echaron a cantar. El sonido del caramillo se hizo más violento, y dos insectos, del tamaño de hombres, surgieron de la tierra y comenzaron al punto a abrazarse sobre la hierba nueva. Rodaban de una punta a otra de la pradera, se acoplaban, se separaban, volvían a acoplarse, reían impúdicamente, se mofaban del pastor y silbaban. El pastor apartó el caramillo de sus labios y miró a la pareja insolente y obscena. De pronto fue incapaz de continuar resistiendo y, con un ademán seco, rompió el caramillo aplastándolo con el pie al tiempo que las gacelas, las aves, los árboles, el agua y la pareja unida desaparecían…