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El joven noble se inclinó, dio una moneda de plata a la vieja y entró. El hijo de María entró tras él.

En el patio y en fila uno tras otro, cuatro mercaderes estaban sentados en el suelo al modo orientaclass="underline" dos viejos con las uñas y las cejas teñidas y dos jóvenes con barbas y bigotes de ébano. Los cuatro tenían la mirada clavada en la pequeña puerta cerrada del cuarto de María. De allí partía de vez en cuando un susurro, una risa, un chirrido de las tablas del piso… y los adoradores interrumpían la conversación que habían entablado en voz baja y cambiaban nerviosamente de posición. El beduino se demoraba una eternidad. Hacía mucho que había entrado y, en el patio, todos, jóvenes y viejos, estaban ansiosos. El joven señor indio se sentó en el sitio que le correspondía y, tras él, lo hizo el hijo de María.

Un inmenso granado cargado de frutos se alzaba en el centro del patio y a ambos lados de la puerta erguíanse dos sólidos cipreses, uno macho y recto como una espada, y el otro hembra con sus ramas extendidas y desplegadas. Del granado colgaba una jaula de mimbre con una perdiz pardilla, que revoloteaba a derecha e izquierda, picoteaba, golpeaba los barrotes y chillaba.

Los adoradores sacaban de los ceñidores dátiles que se llevaban a la boca, mordían nueces moscadas para perfumar el aliento y hablaban entre sí para entretenerse. Se volvieron, saludaron al joven señor y miraron luego con menosprecio al hijo de María, pobremente vestido. El primer anciano suspiró y dijo:

– No hay martirio más grande que el mío: estoy frente al Paraíso y la puerta está cerrada.

Un hombre joven que lucía aros de oro en los tobillos, se echó a reír:

– Transporto especias desde el Eufrates hasta la orilla del mar. ¿Veis aquella perdiz de patas rojas? Pues bien, daría un cargamento de canela y pimienta para comprar a María; la metería en una jaula de oro y me la llevaría. ¡Haced pronto lo que tengáis que hacer, alegres compañeros, porque ésta será la última vez que la veáis!

– Te lo agradezco, muchacho -dijo entonces otro viejo de barba perfumada, de manos finas con dedos alargados-, te lo agradezco porque lo que acabas de decir realzará el sabor de sus besos.

El joven señor había bajado los ojos de tupidas pestañas; balanceó luego lentamente el torso al tiempo que sus labios se movían, como si orara. Antes de entrar en el Paraíso, se había sumergido en la beatitud eterna. Oía los chillidos de la perdiz, las respiraciones entrecortadas y los crujidos del otro lado de la puerta, así como a la vieja que, en la puerta, colocaba en el braserillo los cangrejos vivos, que saltaban…

«He aquí el Paraíso -pensó, agitado-, he aquí el sueño espeso que llamamos vida y que soñamos como el Paraíso. No hay otro Paraíso. Ahora puedo levantarme y partir; ya no necesito ninguna otra alegría…»

Un hombre de talla gigantesca y turbante verde, que estaba delante de él, le tocó la rodilla y se echó a reír.

– Príncipe indio -le dijo-, ¿qué dice tu Dios de todo esto?

El joven señor abrió los ojos:

– ¿De qué?

– De lo qué tienes ante ti, de los hombres, las mujeres, los cangrejos, el amor…

– Que todo es un sueño, hermano.

– Entonces, hay que andar con cuidado, compañeros -dijo el viejo de barba blanca, que ahora desgranaba un gran rosario de cuentas de ámbar-, ¡no sea cosa que nos despertemos!

La puerta se abrió y el beduino salió de la habitación andando con paso lento. Tenía los ojos abotagados y se relamía. El viejo a quien le correspondía pasar se puso en pie de un salto, ágil como un joven de veinte años.

– ¡Anda, anciano y apresúrate! ¡Apiádate de nosotros! -gritaron los otros tres.

El viejo ya avanzaba quitándose el ceñidor… ¡no era aquel momento para hablar! Cerró bruscamente la puerta tras él.

Todos miraban al beduino con envidia y nadie osaba hablar. Sentían que navegaba muy lejos, en aguas profundas y, en efecto, no se volvió ni siquiera para mirarles. Marchaba por el patio con paso vacilante. Llegó a la puerta de la calle donde estuvo a puntó de tropezar con el braserillo; luego se perdió en las callejuelas tortuosas. Entonces, para alejar la fijación de su mente, el hombre grueso con el turbante verde se puso a hablar, sin ton ni son, dé leones, de mares cálidos y de islas remotas hechas de coral…

Transcurrió el tiempo; cada poco oíase el murmullo producido por las cuentas de ámbar del rosario al chocar unas con otras suave, delicadamente. Los ojos habían vuelto a clavarse en la puerta. El viejo tardaba, tardaba mucho en salir…

El joven indio se levantó, feliz. Todos se volvieron sorprendidos. ¿Por qué se había levantado? ¿No iba a estrecharla entre sus brazos? ¿Partía? Su rostro resplandecía y sus mejillas se habían hundido ligeramente. Se ajustó el manto, se llevó la mano al corazón y luego a los labios, saludó y su sombra traspuso tranquilamente el umbral…

– Se despertó… -dijo el joven que llevaba anillos de oro en los tobillos. Estaba por echarse a reír, aunque todos se sintieron repentinamente invadidos por un pavor extraño y se pusieron precipitadamente a hablar de los mercados de esclavos de Alejandría y Damasco, de pérdidas y de ganancias… Pero pronto volvieron a sus chistes impúdicos sobre mujeres y adolescentes. Sacaban la lengua y se relamían.

– ¡Señor! ¡Señor! -murmuró el hijo de María-. ¿Dónde me has hecho caer? ¿En qué patio? ¡Me obligas a formar fila detrás de estos hombres! ¡Esta es la vergüenza mayor, Señor! ¡Dame fuerzas para soportarla!

El hambre se apoderó de los adoradores; uno de ellos llamó a la vieja, la cual distribuyó entre los cuatro hombres pan, cangrejos y tortas de garbanzos; también llevó un gran cántaro de vino de dátiles. Se sentaron al modo oriental en torno de los alimentos y comenzaron a mover las mandíbulas. Uno de ellos sintió deseos de bromear y arrojó un grueso caparazón de cangrejo contra la puerta, gritando:

– ¡Eh! ¡Eh! ¡Apresúrate, anciano! ¡Acaba de una vez!

Todos se echaron a reír.

– ¡Señor! ¡Señor! -volvió a murmurar el hijo de María-. ¡Dame fuerzas para soportar esto hasta que llegue mi turno!

El viejo de barba perfumada se volvió y se apiadó de éclass="underline"

– ¡Eh, muchacho! ¿no tienes hambre ni sed? Acércate; come un bocado con nosotros para cobrar fuerzas.

– Sí, para cobrar fuerzas, desdichado -dijo riendo el gigante de turbante verde-, y para que cuando llegue tu turno no hagas quedar mal a los hombres.

El hijo de María enrojeció hasta la raíz del cabello, bajó la cabeza y calló.

– Este es otro que sueña -dijo el viejo sacudiendo la barba que se había llenado de migas de pan y de trozos de cangrejos-. Os juro que sueña, por san Belcebú. Acordaos de lo que os digo: ¡se va a levantar como el otro y se va a ir!

El hijo de María se sintió invadido por el terror y miró a su alrededor. ¿Tendría razón el indio y todo aquello, los patios, los granados, los braserillos, las perdices, los hombres, no serían más que un sueño? ¿No es aria soñando aún al pie del cedro?

Se volvió como si buscara socorro y entonces vio en la puerta de la calle de pie junto al ciprés macho, vestida con la armadura de bronce, inmóvil, a su compañera de cabeza de águila y, al mirarla, se sintió por primera vez aliviado y tranquilo.

El viejo salió jadeando del cuarto de Magdalena y el hombre del turbante verde entró. Transcurrieron algunas horas y luego le tocó el turno al joven de aros de oro y, por último, al viejo, del rosario de ámbar. El hijo de María permaneció solo esperando en el patio.

El sol declinaba y dos nubes que navegaban por el alto cielo se detuvieron, cargadas de oro. Una leve bruma dorada cayó sobre los árboles, sobre los rostros de los hombres y sobre la tierra.