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– Sí, sí -murmuró-, has comprendido bien. ¡Sí, lo hago expresamente para que me detestes y busques a otro, para liberarme de ti!

Tomó confianza y añadió:

– ¡Sí, sí, lo hago intencionadamente! ¡Y fabricaré cruces durante toda mi vida para que crucifiquen en ellas a los Mesías que tú elijas!

Después de decir esto, descolgó de la pared la correa con clavos y se la ciñó. Miró el tragaluz. El sol ya estaba alto y el cielo resplandecía, azul y duro como el acero. Debía apresurarse pues la crucifixión debía tener lugar a mediodía, a la hora de calor más intenso.

Se arrodilló, pasó el hombro bajo la cruz y la tomó en sus brazos. Levantó una rodilla, buscó un punto de apoyo; la cruz le pareció muy pesada, tanto que creyó imposible alzarla. Se arrastró hacia la puerta tambaleando. Avanzó dos, tres pasos entre jadeos, y ya estaba por llegar cuando de pronto sus rodillas se doblaron, todo giró a su alrededor y cayó de bruces en el suelo, abrumado por el peso de la cruz.

La casita se conmovió. Oyóse un penetrante grito de mujer; Ja puerta interior se abrió y apareció su madre. Era una mujer esbelta, de piel dorada por el sol y ojos grandes. Ya había pasado su primera juventud y entraba en la amargura difícil y dulzona del otoño. Dos círculos azules rodeaban sus ojos, su boca era firme y bien modelada como la de su hijo, aunque el mentón parecía más robusto y enérgico. Llevaba una pañoleta de lino violáceo; dos largos pendientes de plata, sus únicas joyas, tintineaban en sus oídos.

Al abrir la puerta, apareció tras ella el padre, sentado en la cama, con el torso desnudo, lívido, hinchado, con los ojos desmesuradamente abiertos y fijos. Su mujer acababa de darle de comer aún masticaba penosamente el pan, las aceitunas, las cebollas. Los pelos blancos y rizados del pecho estaban cubiertos de saliva y migas. Junto a él veíase el bastón, célebre, fatídico, que había florecido el día de sus esponsales; ahora era sólo un trozo de madera muerta.

La madre entró, vio a su hijo caído en tierra bajo la cruz, se Clavó las uñas en las mejillas y se quedó mirándolo sin correr a ¡levantarlo. ¡Tantas veces lo habían llevado desvanecido a su casa! ¡Tantas veces lo había visto vagar por los campos, por los rincones solitarios, pasar días sin comer, negarse a trabajar y permanecer horas con los ojos fijos en el vacío, como hechizado e inerte! Sólo cuando le ordenaban una cruz para crucificar a un hombre se ponía a trabajar con la cabeza baja, día y noche como tan poseso. Ya no iba a la sinagoga, no quería volver a Cana ni a ninguna fiesta, y las noches de luna llena su espíritu vacilaba y la pobre madre lo oía delirar y gritar, como si luchara con un demonio.

¡Cuántas veces había ido a arrojarse a los pies del viejo rabino, el hermano de su marido, que tenía el poder de exorcizar a los demonios. Los poseídos llegaban desde los confines del mundo y él los curaba. La antevíspera se había echado una vez más a sus pies, quejumbrosa: «¿Curas a los extranjeros y no quieres curar a mi hijo?» El rabino meneó la cabeza:

– María -respondió-, no es un demonio quien tortura a tu hijo, no es demonio; es Dios. ¿Qué puedo hacer yo?

– ¿No hay entonces remedio? -preguntó la desdichada mujer.

– Te digo que es Dios; no hay remedio.

– ¿Por qué lo atormenta?

El viejo exorcista suspiró sin responder.

– ¿Por qué lo atormenta? -volvió a preguntar la madre.

– Porque lo ama, María -respondió al fin el viejo rabino. La madre lo miró, despavorida; abrió la boca para interrogar, pero el rabino la detuvo-: Tal es la ley de Dios, no preguntes -añadió frunciendo el entrecejo e indicándole con una señal que se fuera.

Hacía años que duraba el mal. María estaba ya al borde de sus fuerzas y, ahora que lo veía caído en el umbral, con un hilillo de sangre en la frente, permaneció inmóvil. Se limitó a gemir desde lo más profundo de su corazón. No gimió por su hijo sino por su propio destino. Había sido muy desdichada en la vida, desdichada con su marido y desdichada con su hijo. Viuda antes de estar casada, era madre sin tener un hijo. Envejecía, sus cabellos blancos aumentaban día tras día, envejecía sin haber conocido la juventud, el calor de un hombre, la dulzura y el orgullo de la mujer casada, la dulzura y el orgullo de la madre. A fuerza de llorar, sus ojos habían acabado por secarse pues había vertido todas las lágrimas que Dios le había otorgado, y ahora se limitaba a mirar a su marido y a su hijo con los ojos secos. Si aún lloraba a veces, lo hacía cuando estaba sola, cuando miraba, en un día de primavera, los campos, y llegaban hasta ella los perfumes de los árboles en flor; pero en tales momentos no lloraba por su marido ni por su hijo sino por su yerma vida.

Él joven se había levantado y se enjugaba la sangre con el borde de su vestido. Se volvió, vio a su madre que lo miraba Severamente, y se irritó. Conocía de sobra aquella mirada que no le perdonaba nada, aquellos labios apretados, amargos. Pero ya no podía soportarlos, también él estaba harto de aquella casa con tus ancianos paralíticos, sus madres inconsolables y sus serviles consejos cotidianos: ¡come, trabaja, cásate! ¡Come, trabaja, cásate! La madre abrió los labios apretados: -Jesús -le dijo en tono de reproche-, ¿con quién has suelto a pelearte tan temprano?

El hijo se mordió los labios, temiendo que se le escapara una palabra dura. Abrió la puerta y entró el sol; junto con él, se introdujo un viento cargado de polvo, ardiente, procedente del desierto. Se secó el sudor y la sangre de su frente, volvió a colocar el hombro bajo la cruz y la levantó sin pronunciar palabra alguna.

La madre se cogió los cabellos, que se le habían soltado y le ponían sobre los hombros, volvió a meterlos bajo el pañuelo y avanzó unos pasos hacia su hijo. Pero cuando lo vio bañado por la luz, sintió un estremecimiento: ¡cómo cambiaba su rostro a cada instante, como el agua de un río! Cada día le parecía verlo por primera vez, cada día descubría en sus ojos, en su frente, en su boca, una luz desconocida, una sonrisa, ya alegre, ya llena de angustia, un resplandor voraz que le lamía la frente, el mentón, el cuello y lo corroía. Y aquel día ardían en sus ojos grandes llamas negras.

Por un momento estuvo a punto de gritarle, espantada: «¿Quién eres?», pero se contuvo.

– ¡Hijo mío! -dijo. Sus labios temblaban; permaneció callada y esperó ansiosa por comprobar si aquel hombre era en verdad su hijo. ¿Se volvería para verla, para hablarle? Sin embargo, no se volvió; realizó un movimiento brusco para sujetar la cruz pobre el hombro y traspuso el umbral sin tambalearse.

Apoyada en el marco de la puerta, la madre lo miraba avanzar por la calle con paso ligero y subir la loma. ¡Dios mío!, ¿de dónde había sacado tanta fuerza? Ya no cargaba una cruz sino que era transportado por dos alas.

– Señor, Dios mío -murmuró la madre conturbada-, ¿quién es? ¿De quién es hijo? No se parece a su padre, no se parece a nadie, cambia todos los días. No es una sola persona, sino varias personas… Me mareo.

Se acordó de una noche en que lo tenía apretado contra ella, en el pequeño patio, junto al pozo. Era verano y la parra estaba cargada de racimos. Le daba el pecho y de pronto se quedó dormida. Durante unos instantes vio un sueño infinito. Le pareció que en el cielo había un ángel que llevaba colgada de la mano una estrella, como si fuera un farol. Avanzaba e iluminaba la tierra. Y se había abierto un camino en la oscuridad, con muchas curvas, que brillaba incandescente, como un foco de luz. Se deslizaba hacia ella y comenzaba a extinguirse a sus pies… Y cuando miraba fascinada aquel espectáculo, preguntándose de dónde podría arrancar aquel camino y por qué iba a acabar a sus pies, levantó los ojos y he aquí lo que vio: la estrella se había detenido sobre su cabeza y, en el extremo del camino iluminado por ella, aparecieron tres jinetes en cuyas cabezas resplandecían tres coronas de oro. Se detuvieron un instante, miraron el cielo y, al ver que la estrella se detenía, espolearon sus caballos y galoparon hacia ella. La madre distinguía ahora con claridad sus rostros. El jinete que iba en el medio era como un rosal blanco, un adolescente imberbe de cabellos rubios; a su derecha marchaba un hombre de tez amarilla que lucía una barga negra y puntiaguda y tenía ojos rasgados; a su izquierda iba un negro de cabellos completamente blancos y rizados, con anillos de bronce en las orejas y dientes resplandecientes. Antes de que la madre tuviera tiempo de distinguirlos y cubrir los ojos de su hijo para que no los deslumbrara la luz enceguecedora, los tres caballeros ya estaban junto a ella, ya habían saltado a tierra, se habían arrodillado ante ella y el niño había soltado el pecho manteniéndose en pie sobre las rodillas de su madre.