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El primero que se acercó fue el principito blanco; se quitó la corona de la cabeza y la colocó humildemente a los pies del bebé; luego el negro se arrastró de rodillas, sacó del pecho un puñado de rubíes y de esmeraldas y los derramó con gran ternura sobre la cabeza del niño; luego el de tez amarilla alargó la mano y depositó a los pies del bebé una brazada de grandes plumas de pavo real para que jugara con ellas… Y el bebé miraba a los tres, les sonreía pero no alargaba sus manitas para tomar los regalos. De pronto los tres desaparecieron y se adelantó un pastor vestido con pieles de cordero; llevaba en las dos manos un cuenco de leche caliente. Cuando el bebé lo vio, se puso a bailar sobre las rodillas de su madre, inclinó la cabeza sobre el cuenco y comenzó a beber la leche, dichoso e insaciable…

Apoyada en el marco de la puerta, la madre recordaba el sueño infinito. Suspiró. ¡Cuántas esperanzas había hecho nacer en ella aquel hijo único, cuántas predicciones habían formulado las adivinadoras, cómo lo miraba el propio rabino, cómo abría el Anciano las Escrituras y leía a los profetas sobre la cabeza del bebé, cómo buscaba en su pecho, en sus ojos, en sus pies el signo revelador! Pero a medida que el tiempo pasaba, sus esperanzas se desvanecían; su hijo tomaba el mal camino, un camino que lo alejaba cada vez más de los caminos de los hombres…

Se anudó el pañuelo, echó el cerrojo de la puerta y también pe dirigió hacia la colina, para ver la crucifixión, para pasar el tiempo…

IV

La madre caminaba, caminaba, tenía prisa por sumergirse, por perderse en la multitud. Delante de ella, oía ajas mujeres que gritaban; tras éstas avanzaban los hombres furiosos, que llevaban puñales ocultos en las camisas, sucios, desgreñados, con los pies descalzos, jadeantes, y tras éstos iban ancianos; cerraban la marcha los cojos, los ciegos, los enfermos. La tierra retumbaba bajo las pisadas de los hombres, se alzaban nubes de polvo, el aire apestaba y el sol comenzaba a quemar.

Una vieja se volvió, vio a María y soltó una blasfemia; dos vecinas apartaron la cabeza y escupieron para conjurar la mala suerte y una joven casada se recogió estremeciéndose el vestido para que no lo tocara la madre del crucificador. María suspiró y se cubrió casi todo el rostro con el pañuelo violeta; veíanse sólo su boca cerrada, amarga, y sus ojos almendrados desbordantes de angustia. Avanzaba sola, tropezando contra las piedras; tenía prisa por esconderse, por perderse entre la multitud. A su alrededor elevábanse los cuchicheos, pero María endurecía su corazón y continuaba avanzando. «Mi hijo, mi hijo querido -pensaba-, mi hijo querido, ¡adonde ha llegado!» Mordía el borde del pañuelo para no estallar en sollozos.

Llegó adonde estaba reunido el grueso de la multitud, dejó atrás a los hombres y fue a refugiarse entre las mujeres. Se había puesto la mano sobre la boca de modo que sólo se veían sus ojos; ninguna vecina me reconocerá, se dijo a sí misma, y se tranquilizó.

De pronto un rumor ascendió, a sus espaldas. Los hombres avanzaban precipitadamente, apartaban a las mujeres para abrirse paso, se acercaban al cuartel donde el zelote estaba prisionero, tenían prisa por echar abajo la puerta y liberarlo. María se apartó, se ocultó bajo el umbral de una puerta y miró.

En medio de las largas barbas untadas con aceite, de los largos cabellos grasientos, de las bocas que despedían espuma, el viejo rabino, encaramado en los hombros de un coloso de aspecto feroz, agitaba los brazos hacia el cielo y gritaba. ¿Qué gritaba? María aguzó el oído y escuchó:

– Tened confianza en el pueblo de Israel, hijos míos, avanzad todos juntos. No tengáis miedo. Roma no es más que humo.!Dios va a soplar y se disipará! ¡Acordaos de los macabeos, recordad cómo arrojaron a los griegos, amos del universo, y se mofaron de ellos! ¡Del mismo modo arrojaremos nosotros a los romanos y nos mofaremos de ellos! ¡No hay más que un Señor de los Reinos, y es nuestro Dios!

Poseído por Dios, el viejo rabino brincaba y danzaba sobre pos anchos hombros del coloso, ya no tenía fuerzas para correr, había envejecido, lo habían minado los ayunos, las prosternaciones y las grandes esperanzas. El gigantesco montañés lo había tomado sobre sí y lo llevaba corriendo ante el pueblo. Lo agitaba ¡en el aire como una bandera.

– ¡Eh, Barrabás! -gritaba el pueblo-. ¡Se te caerá! Pero Barrabás, despreocupado, sacudía y zarandeaba al viejo sobre sus hombros y continuaba su camino.

Llamaban a Dios a gritos. Por encima de sus cabezas, el aire le abrasó, surgieron llamas que confundieron el cielo con la tierra y los cerebros de los hombres vacilaron. Aquel mundo hecho de piedras, de hierbas y de carne se enrareció, se hizo transparente y, tras él, apareció el otro mundo, compuesto de llamas y de ángeles.

Judas, todo fuego, alargó los brazos, arrancó al viejo rabino de los hombros de Barrabás, lo puso a horcajadas sobre sus propios hombros y comenzó a bramar: «¡Hoy, no mañana, hoy!» El rabino también se inflamó y comenzó a cantar con su voz gastada y expirante el salmo victorioso. Todo el pueblo coreó el himno:

«Las naciones me sitiaron. ¡Pero el nombre de Dios las dispersó! Las naciones me cercaron. ¡Pero el nombre de Dios las dispersó! Me envolvieron como un enjambre de avispas. ¡Pero el nombre de Dios las dispersó!»

Pero mientras cantaban y dispersaban con su espíritu a las naciones, vieron alzarse ante ellos, en el corazón de Nazaret, el macizo edificio cuadrado con sus cuatro ángulos, sus cuatro torres, sus cuatro águilas gigantescas de bronce: era la fortaleza del enemigo, el cuartel.

En cada uno de sus rincones habitaba el demonio. En lo alto de las torres ondeaban las enseñas amarillas y negras de Roma, con sus águilas; más abajo estaba el centurión sangriento de Nazaret, Rufo, con sus ejércitos; más abajo aún estaban los caballos, los perros, los camellos, los esclavos; más abajo aún, sepultado en el fondo de un foso profundo, con los cabellos crecidos, privado de vino, de mujer, estaba el zelote, el rebelde. Bastaba que éste sacudiera la cabeza para que todo el edificio maldito, los hombres, los caballos, los esclavos, las torres, todo se desmoronara. De tal modo Dios esconde siempre en el fondo de los cimientos del mal la voz débil y menospreciada de la justicia.

Aquel zelote era el último descendiente de la ilustre raza de los macabeos; el Dios de Israel había extendido la mano sobre él y no dejaba perecer aquella cepa sagrada. El viejo rey Herodes, el perverso y condenable traidor, había untado con pez a cuarenta jóvenes y los había hecho arder como antorchas en la noche porque habían demolido el águila de oro que aquel rey de Judea había plantado en el frontón, jamás mancillado hasta entonces, del Templo. Los conjurados eran cuarenta y uno. Sólo cuarenta habían sido apresados, y su jefe había escapado. El Dios de Israel lo había tomado por la cabellera y lo había salvado; era aún adolescente imberbe aquel zelote, el bisnieto de los macabeos.