—¿Fuegos artificiales? Tendrán que ser espectaculares. Los chinos conocen la pólvora. Incluso tienen cohetes militares.
—Sí, pequeños. Lo sé. Pero cuando reuní el material para el viaje, incluí algunas cosas muy avanzadas, por si el primer intento fallaba.
Un pinar cubría la colina. Everard aterrizó el escúter entre los pinos y comenzó a descargar las cajas del voluminoso compartimento de equipaje. Sandoval lo ayudó, sin hablar. Los caballos, entrenados por la Patrulla, bajaron con tranquilidad de las estructuras que los habían llevado y empezaron a pacer.
Después de un rato, el indio rompió el silencio.
—No conozco eso. ¿Qué estás montando?
Everard acarició la pequeña máquina que había dispuesto.
—Está adaptado a partir de un sistema de control climático empleado en la era de los Siglos Fríos del futuro. Es un distribuidor potencial. Puede producir los rayos más aterradores que hayas visto, acompañados de truenos.
—Vaya… la gran debilidad de los mongoles. —De pronto Sandoval sonrió—. Tú ganas. Bien podemos relajarnos y disfrutar de esto.
—¿Preparas la cena, mientras monto esto? Por supuesto, nada de fuego. No queremos humo común… Oh, sí, también tengo un proyector de espejismos. Si te cambias de ropa y te pones un casco o algo, para que no te reconozcan, podré proyectar una imagen de dos kilómetros de alto, aterradora.
—¿Y un sistema de amplificación? Los cantos navajos resultan alarmantes si no sabes que sólo son un yeibichai o algo así.
—¡Oído cocina!
El día se apagaba. Bajo los pinos se hizo la oscuridad; el aire era frío. Finalmente Everard devoró un bocadillo y observó con los binoculares cómo la vanguardia mongola examinaba el lugar que había predicho. Otros acudieron presurosos con la caza diaria y empezaron a cocinar. El resto del grupo llegó con la puesta de sol, se situó con eficacia y comió. Toktai realmente avanzaba a marchas forzadas, aprovechando cada momento de luz solar. Mientras se hacía la oscuridad, Everard vio que había centinelas apostados con los arcos listos. Él no podía mantenerse con ánimo por mucho que lo intentase. Iba a asustar a hombres que habían hecho estremecerse la tierra.
Las primeras estrellas empezaron a relucir sobre los picos nevados. Era hora de empezar a trabajar.
—¿Has atado los caballos, Jack? Podrían asustarse. ¡Estoy seguro de que eso sucederá con los caballos de los mongoles! Vale, allá vamos. —Everard le dio al interruptor principal y se colocó cerca de los controles, débilmente iluminados, del aparato.
Primero se produjo un pálido resplandor azul entre cielo y tierra. Luego comenzaron los rayos, lengua tras lengua dividida saltando, los árboles destrozados, las montañas estremeciéndose por el ruido. Everard lanzó rayos esféricos, esferas de llamas que giraban y corveteaban dejando un rastro de chispas, volaban hacia al campamento y explotaban justo encima de él hasta que el cielo estuvo al rojo vivo.
Sordo y casi cegado, Everard se las arregló para proyectar una lámina de ionización fluorescente. Como la aurora boreal, las grandes bandas se retorcieron, de rojo sangre y blanco óseo, siseando bajo el repetido estampido de los truenos. Sandoval se adelantó. Se había quitado los pantalones y untado el cuerpo con arcilla formando dibujos arcaicos; al final no se había cubierto la cara, sino que se la había embarrado y la retorcía en una mueca que lo hacía irreconocible incluso para Everard. La máquina escaneó y alteró su imagen. Lo que se situó frente a la aurora era más alto que una montaña. Se movió en una danza cambiante, de horizonte a horizonte y de vuelta al cielo, y gimió y ladró en un falsete más intenso que el trueno.
Everard estaba acurrucado bajo las luces brillantes, con los dedos rígidos sobre los controles. Experimentaba un terror primitivo propio; la danza despertaba en él sentimientos que había olvidado.
¡Maldición! Si esto no los hace retroceder…
Recuperó la serenidad. Incluso miró el reloj. Llevaban media hora… que pasaran otros quince minutos antes de que acabara el espectáculo… Estaba claro que se quedarían en el campamento hasta el amanecer en lugar de salir a ciegas; tenían la suficiente disciplina. Así que lo mantendrían todo tranquilo durante varias horas más, y luego administrarían el último golpe a sus nervios con un único rayo que destrozaría un árbol que tenían justo al lado… Everard le hizo una señal a Sandoval para que volviese. El indio se sentó, jadeando más de lo que parecía razonable.
Cuando el ruido se hubo apagado, Everard dijo:
—Buen espectáculo, Jack. —Su propia voz le sonó diminuta y extraña.
—No había hecho nada así desde hacía años —murmuró Sandoval. Encendió una cerilla, que produjo un ruido inesperado en el silencio. La breve llama mostró sus labios convertidos en líneas. Luego agitó la cerilla y sólo quedó encendida la punta del cigarrillo.
»Ninguno de mis conocidos en la reserva se tomaba estas cosas en serio —dijo al cabo de un momento—. Algunos de los ancianos querían que los jóvenes aprendiésemos para mantener viva la tradición, para recordarnos que todavía éramos un pueblo. Pero, en general, nuestra intención era ganar unas monedas bailando para los turistas.
Hizo una pausa mayor. Everard apagó por completo el proyector. En la oscuridad subsiguiente, el cigarrillo de Sandoval creció y se redujo, una pequeña Algol roja.
—¡Turistas! —dijo al fin.
Después de unos minutos más:
—Esta noche he bailado con un propósito. Significaba algo. Nunca me había sentido así.
Everard guardó silencio. Hasta que uno de los caballos, que se habían puesto nerviosos durante el espectáculo, relinchó.
Everard levantó la vista. Sólo veía oscuridad.
—¿Has oído algo, Jack?
El rayo de la linterna le dio de lleno.
Por un instante lo miró cegado. Luego se puso en pie de un salto, maldiciendo y buscando el aturdidor. De detrás de uno de los árboles salió corriendo una sombra. Le golpeó en las costillas. Cayó hacia atrás. La pistola de rayos fue a parar a su mano. Disparó a ciegas.
La linterna barrió la escena una vez más. Everard vio a Sandoval. El navajo no llevaba armas. Desarmado, esquivó una hoja mongol. El espadachín corrió tras él. Sandoval recurrió al judo de la Patrulla. Se apoyó sobre una rodilla. De pie, el mongol atacó, falló y corrió directamente hacia el bloqueo de los hombros. Sandoval se puso en pie con el impacto. Con la mano golpeó la barbilla del mongol. La cabeza fue hacia atrás. Sandoval golpeó con la mano en la nuez de Adán, arrancó la espada de manos de su propietario y se dio la vuelta para detener un golpe.
Un voz gritaba por encima de los quejidos del mongol, dando órdenes. Everard se apartó. Había derribado a un atacante de un disparo. Debía de haber otros entre él y el escúter. Se dio la vuelta para enfrentarse a ellos. Un lazo le pasó alrededor de los hombros. Una mano experta lo apretó. Cayó. Cuatro hombres se arrojaron encima de él. Vio media docenas de astas de lanza golpear la cabeza de Sandoval; no había tiempo para otra cosa que no fuese luchar. Dos veces se puso en pie, pero había perdido el arma, y la pistola se le había caído de la cartuchera; los hombrecillos eran también muy buenos en el estilo de lucha yawara. Consiguieron reducirlo y le golpearon con puños, botas y astas. No llegó a perder la conciencia del todo, pero al fin dejó de preocuparse.
6
Toktai llegó al campamento antes del amanecer. Los primeros rayos del sol le mostraron a sus tropas moviéndose entre cadáveres esparcidos por un amplio valle. La tierra estaba haciéndose cada vez más llana y árida, las montañas, a la derecha, eran cada vez más lejanas y los escasos picos visibles fantasmales sobre el cielo pálido.