Los pequeños y duros caballos mongoles trotaban al frente; golpeteo de cascos, chirriar de arreos. Mirando hacia atrás, Everard vio la fila como una masa compacta; las lanzas subían y bajaban, debajo de ellas se agitaban estandartes, plumas y capas, y aún por debajo estaban los cascos sobre caras oscuras de ojos rasgados y unos petos grotescamente pintados, visibles aquí y allá. Nadie hablaba, y no podía leer los rostros.
Sentía la mente embotada. Le habían dejado las manos libres, pero le habían atado los talones a los estribos y las cuerdas le cortaban. También le habían desnudado —una precaución razonable, ¿quién sabe que instrumentos podía ocultar entre la ropa?— y el traje mongol que le habían dado a cambio de su ropa era ridículamente pequeño. Tuvieron que abrir las costuras para ponerle la túnica.
El proyector y el escúter se encontraban en la colina. Toktai no iba a arriesgarse con esos instrumentos de poder. Tuvo que gritar a varios de sus aterrados guerreros antes de que aceptasen traer los extraños caballos, con sillas y equipo, sin jinete, entre las yeguas.
Se oyeron unos cascos rápidos. Uno de los arqueros que rodeaban a Everard gruñó y apartó un poco el caballo. Li Tai-Tsun se acercó.
El patrullero le dirigió una mirada apagada.
—¿Bien? —dijo.
—Me temo que vuestro amigo no volverá a despertar —contestó el chino—. Le he puesto un poco más cómodo.
Pero está tendido atado sobre una litera improvisada entre dos caballos, inconsciente… Sí, una conmoción, cuando le golpearon la pasada noche. Un hospital de la Patrulla podría curarlo con rapidez. Pero la base de la Patrulla más cercana está en Cambaluc y no me imagino a Toktai dejándome volver al escúter para usar la radio. John Sandoval va a morir aquí, seiscientos cincuenta años antes de su nacimiento.
Everard miró los fríos ojos marrones, interesados, no del todo compasivos, pero extraños para él. Sabía que no tenía sentido; los argumentos que eran lógicos en su propia cultura de nada servían hoy; pero había que intentarlo.
—¿Al menos no podéis hacerle comprender a Toktai la ruina que va a traer sobre sí mismo y toda su gente por esto?
Li se acarició la doble barba.
—Es evidente, señor, que vuestra nación conoce artes que nos son desconocidas —dijo—. Pero ¿qué importa? Los bárbaros… —le dedicó al guardia mongol de Everard una breve mirada, pero evidentemente éste no entendía el chino sung que empleaba— conquistaron muchos reinos superiores a ellos en todo menos en habilidad guerrera. Ahora sabemos que faltasteis a la verdad cuando hablasteis de un imperio hostil cerca de estas tierras. ¿Por qué iba a intentar vuestro rey asustarnos con falsedades si no nos temiese?
Everard habló con cuidado:
—A nuestro glorioso emperador no le gusta derramar sangre. Pero si se ve obligado, os destruirá…
—Por favor. —Li parecía dolido. Agitó una mano fina, como si alejara un insecto—. Decidle a Toktai lo que queráis y no interferiré. No me entristecería volver a casa; vine sólo por orden imperial. Pero nosotros dos, hablando en confianza, será mejor que no insultemos nuestras respectivas inteligencias. ¿No entendéis, eminente señor, que no hay daño posible con el que podáis amenazar a estos hombres? Desprecian la muerte; incluso la tortura más lenta acabará matándolos; incluso la más deshonrosa mutilación nada es para un hombre dispuesto a morderse la lengua y morir. Toktai considera una vergüenza eterna regresar en este momento y ve una buena oportunidad de gloria eterna e incontables riquezas si continúa.
Everard suspiró. Su propia humillante captura había sido el punto de inflexión. Los mongoles casi se habían rendido ante el espectáculo de truenos. Muchos se habían arrastrado y gemido (y a partir de ahora serían más agresivos para borrar el recuerdo). Toktai cargó contra la fuente de su miedo tan lleno de horror como de desafío; unos pocos hombres y caballos habían podido llegar. Li era en parte responsable de ello: estudioso, escéptico, familiarizado con los engaños y los espectáculos pirotécnicos, el chino había animado a Toktai a atacar antes de que uno de los truenos cayese demasiado cerca.
Lo cierto es, hijo, que nos equivocamos con esta gente. Deberíamos haber traído a un Especialista que tuviese una comprensión intuitiva de los matices de esta cultura. Pero no, dimos por supuesto que unos cuantos datos serían suficientes. ¿Ahora qué? Una expedición de ayuda de la Patrulla podría presentarse pasado un tiempo, pero Jack estará muerto dentro de un día o dos… —Everard miró la cara pétrea del guerrero que tenía a su izquierda—. Muy probablemente yo también lo estaré. Todavía siguen nerviosos. Probablemente se desharán pronto de mí.
E incluso en el caso (¡muy improbable!) de sobrevivir para ser res catado de aquel embrollo por otro equipo de la Patrulla… sería difícil enfrentarse a sus compañeros. Se suponía que un agente No asignado, con todos los privilegios especiales de su rango, debía manejar las situaciones sin ayuda. Sin llevar a la muerte a hombres valiosos.
—Así que os aconsejo con toda sinceridad que no intentéis más engaños.
—¿Qué? —Everard se volvió hacia Li.
—¿No comprendéis —dijo el chino— que los guías nativos han huido? ¿Que ahora vais a ocupar su lugar? Esperamos encontrarnos pronto con otras tribus, establecer comunicación…
Everard bajó la cabeza, que le palpitaba. La luz del sol le atravesaba los ojos. No estaba asombrado por el rápido progreso de los mongoles en variedades lingüísticas distintas. Si no eras demasiado quisquilloso con la gramática, bastaban unas horas para aprender un número limitado de palabras y gestos básicos; después podías pasar días o semanas aprendiendo a hablar con la escolta contratada.
—… y volver a obtener guías zona a zona, como hicimos antes —siguió diciendo Li—. Cualquier indicación falsa quedaría pronto en evidencia. Toktai la castigaría de forma muy poco civilizada. Por otra parte, un servicio leal tendría su recompensa. Podréis esperar ascender a lo alto de la corte provincial tras la conquista.
Everard no se movió. El alarde inintencionado fue como una explosión en su cabeza.
Había dado por supuesto que la Patrulla enviaría otro equipo. Evidentemente, algo iba a evitar que Toktai regresase. Pero ¿era eso tan evidente? ¿Por qué habría sido ordenada la interferencia si no hubiese —de alguna forma paradójica que la lógica del siglo XX no podía expresar—una incertidumbre, un debilidad del continuo en ese punto ?
¡Maldición! ¡Quizá la expedición mongol iba a tener éxito! Quizá todo el futuro del kanato americano que Sandoval no se atrevió del todo a soñar… era el futuro real.
Había caprichos y discontinuidades en el espacio-tiempo. Las líneas del mundo podían plegarse y morderse a sí mismas, de forma que las cosas y los acontecimientos pareciesen no tener causa, como una ondulación sin sentido pronto perdida y olvidada. Como un Manse Everard, varado en el pasado con un John Sandoval muerto, venido de un futuro que nunca existió como agente de una Patrulla del Tiempo que nunca fue.
7
A la puesta de sol, el ritmo despiadado había llevado a la expedición hasta una zona de artemisa y árbol de la grasa. Las colinas eran altas y marrones; los cascos levantaban polvo; los arbustos, de un verde plateado, eran escasos y endulzaban el aire cuando los rozaban, pero poco más.
Everard ayudó a colocar a Sandoval en el suelo. Los ojos del navajo estaban cerrados, su rostro hundido y caliente. En ocasiones se agitaba y murmuraba un poco. Everard le echó agua sobre los labios agrietados escurriendo un trapo empapado, pero no podía hacer nada más.