Выбрать главу

Los mongoles levantaron el campamento con mayor alegría que antes. Habían derrotado a dos poderosos hechiceros y no habían sufrido más ataques. Poco a poco, iban comprendiendo lo que eso implicaba. Se dedicaron a sus labores hablando unos con otros y, después de una comida frugal, sacaron los pellejos de kumiss.

Everard permaneció con Sandoval cerca del centro del campamento. Dos guardias lo vigilaban. Estaban sentados con los arcos listos a escasos metros, pero no hablaban. De vez en cuando uno de ellos se levantaba para mantener el pequeño fuego. Con el tiempo también se hizo el silencio entre sus compañeros. Incluso aquella correosa hueste se cansaba; los hombres se fueron a dormir, los miembros del puesto avanzado movían los ojos somnolientos, otros fuegos ardieron hasta consumirse mientras las estrellas titilaban en el cielo, un coyote aulló a kilómetros de distancia. Everard protegió a Sandoval contra el frío; las llamas del fuego revelaban escarcha sobre las hojas de artemisa. Se arrebujó en la capa y deseó que al menos sus captores le permitiesen tener la pipa.

Unos pies pisaron la tierra seca. Los guardias de Everard cogieron flechas para los arcos. Toktai entró en la luz, con las cabeza desnuda sobre un manto. Los guardias se inclinaron y retrocedieron hacia las sombras.

Toktai se detuvo. Everard levantó la vista y la volvió a bajar. El Noyon miró a Sandoval un buen rato. Al final, casi con amabilidad, dijo:

—No creo que tu amigo viva hasta la próxima puesta de sol.

Everard soltó un gruñido.

—¿Tienes alguna medicina que pueda ayudarle? —preguntó Toktai—. Hay algunas cosas raras en tus alforjas. —Tengo un remedio contra la infección y otro contra el dolor —dijo Everard mecánicamente—. Pero para un cráneo roto, hay que llevarlo a un médico hábil.

Toktai se sentó y tendió las manos hacia el fuego.

—Lamento no llevar ningún cirujano.

—Podrías dejarnos ir —dijo Everard sin esperanza—. Mi carruaje, el del anterior campamento, podría conseguirle ayuda.

—¡Sabes que no puedo hacer eso! —Rió Toktai. Su pena por el moribundo se apagó—. Después de todo, Eburar, tú empezaste este asunto.

Como era cierto, el patrullero no contestó.

—No te lo echo en cara —añadió Toktai—. De hecho, sigo deseando que seamos amigos. Si no lo quisiera, me detendría durante unos días y te lo sacaría todo por la fuerza.

Everard despertó.

—¡Podrías intentarlo!

—Y creo que tendría éxito, con un hombre que debe llevar medicinas contra el dolor. —La sonrisa de Toktai era lobuna—. Sin embargo, podrías ser útil como rehén. Y aprecio tu valor. Incluso te contaré una idea que se me ha ocurrido. Creo que quizá no pertenezcas a esa rica tierra del sur. Creo que eres un aventurero, miembro de una pequeña banda de brujos. Tienes al rey del sur en tu poder, o esperas tenerlo, y no quieres interferencias. —Toktai escupió al fuego—. Hay viejas historias sobre esas cosas. Al final, un héroe derrota al hechicero. ¿Por qué no yo?

Everard suspiró.

—Descubrirás por qué no, Noyon. —se preguntó si tenía demasiada razón.

—Oh, vamos. —Toktai le dio una palmada en la espalda—. ¿No puedes decirme ni un poquito? No hay odio de sangre entre nosotros. Seamos amigos.

Everard señaló con un pulgar a Sandoval.

—Es un pena —dijo Toktai—, pero seguía resistiéndose a un oficial del Ka Kan. Venga, bebamos juntos, Eburar. Haré que un hombre traiga el pellejo.

El patrullero hizo una mueca.

—¡Ésa no es forma de amansarme!

—Oh, ¿a tu gente no le gusta el kumiss. Me temo que es todo lo que tenemos. Nos bebimos todo el vino hace tiempo.

—Podrías dejarme mi whisky. —Everard volvió a mirar a Sandoval, la noche, y sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo—. ¡Dios, me vendría bien!

—¿Eh?

—Una bebida nuestra. Tengo un poco en las alforjas.

—Bien… —Toktai vaciló—. Muy bien. Ven y la tomaremos.

Los guardias siguieron al jefe y al prisionero, por entre los matorrales y los guerreros dormidos, hasta una pila de materiales diversos también protegida por guardias. Uno de estos últimos encendió una llama para dar luz a Everard. Los músculos de la espalda del patrullero se pusieron tensos —había flechas apuntándole, tensadas hasta la pluma— pero se agachó y repasó sus cosas, con cuidado de no moverse demasiado deprisa. Cuando tuvo las dos cantimploras de whisky, volvió a su sitio.

Toktai se sentó al otro lado del fuego. Observó cómo Everard se servía un trago en la tapa de la cantimplora y se lo bebía.

—Huele raro —dijo.

—Pruébalo. —El patrullero le pasó la cantimplora.

Fue un impulso de absoluta soledad. Toktai no era tan mal tipo. No según sus propios términos. Y cuando estás sentado al lado de tu compañero moribundo, beberías con el mismísimo diablo, sólo para evitar tener que pensar. El mongol olisqueó dubitativo, miró a Everard, hizo una pausa y luego se llevó la cantimplora a los labios con un gesto de arrojo.

—¡Uuuuuuuuuu!

Everard se movió para atrapar la cantimplora antes de que se perdiese mucho líquido. Toktai boqueaba y escupía. Un guardia tensó una flecha, el otro saltó para colocar una mano sobre el hombro de Everard. La espada en alto, brillaba.

—¡No es veneno! —exclamó el patrullero—. Sólo es demasiado fuerte para él. Mirad, yo beberé un poco más.

Toktai hizo retroceder a los guardias con un gesto y miró con ojos acuosos.

—¿Con qué fabricáis eso? —logró decir, tosiendo—. ¿Con sangre de dragón?

—Cebada. —Everard no se sentía con ganas de explicar el proceso de destilación. Se sirvió otro trago—. Adelante, bebe tu leche de yegua.

Toktai chasqueó los labios.

—Te calienta, ¿no? Como la pimienta. —Alargó una mano mugrienta—. Dame un poco más. Everard se quedó quieto unos segundos.

—¿Bien? —gruñó Toktai.

El patrullero negó con la cabeza.

—Ya te lo he dicho, es demasiado fuerte para los mongoles.

—¿Qué? Tú, hijo de un turco con cara de leche…

—Entonces es cosa tuya. Te lo advierto, pongo a tus hombres por testigos de que mañana estarás enfermo.

Toktai bebió un buen trago, eructó y le devolvió la cantimplora.

—Tonterías. Simplemente la primera vez no estaba preparado. ¡Bebe!

Everard se tomó su tiempo. Toktai se impacientó.

—Date prisa. No, dame la otra.

—Muy bien. Eres el jefe. Pero te lo ruego, no intentes igualarme trago a trago. No puedes.

—¿Qué quieres decir con que no puedo? Vaya, en Karakorum emborraché a veinte hombres hasta dejarlos inconscientes. Y no eran chinos sin entrañas: todos mongoles. —Toktai bebió un trago más.

Everard sorbió con cuidado. Pero de todas formas apenas notaba otro efecto que un ardor en el gaznate. Estaba demasiado tenso. De pronto entrevió lo que podía ser una salida.

—Venga, la noche es fría —dijo, y le ofreció la cantimplora al guardia más cercano—. Tomad un poco para manteneros calientes.

Toktai levantó la vista, algo atontado.

—Buena bebida —fue su objeción—. Demasiado buena para… —Se controló y cortó las palabras. El Imperio mongol podía ser cruel y absolutista, pero los oficiales compartían en igualdad con sus hombres.

El guerrero agarró el recipiente, dedicándole a su jefe una mirada de resentimiento, y lo inclinó sobre la boca.

—Calma —dijo Everard—. Es fuerte.

—Nada es fuerte para mí. —Toktai se metió una dosis más—. Sobrio como un bonzo. —Agitó el dedo—. Ése es el problema de ser un mongol. Eres tan duro que no puedes emborracharte.

—¿Te quejas o presumes? —preguntó Everard. El primer guerrero chasqueó la lengua, recuperó la postura de alerta y le pasó la botella a su compañero. Toktai volvió a beber de la otra cantimplora.