—¡Ahhh! —Miró como un búho—. Eso ha estado bien. Bueno, será mejor que ahora me vaya a dormir. Hombres, devolvedle su licor.
A Everard se le agarrotó la garganta. Pero se las arregló para decir: —Sí, gracias, me apetece un poco más. Me alegra que hayas comprendido que no puedes soportarlo.
—¿A qué te refieres? —Toktai lo miró con furia—. Nunca es demasiado. ¡No para un mongol! —Volvió a beber. El primer guardián recibió la otra cantimplora y dio un trago rápido antes de que fuese demasiado tarde.
Everard respiró profundamente. Podría salir bien después de todo. Podría.
Toktai estaba acostumbrado a correrse juergas. No hay duda de que él o sus hombres podían aguantar kumiss, vino, cerveza, hidromiel, kvass, esa cerveza suave mal llamada vino de arroz, cualquier bebida de su época. Sabrían cuándo habían tomado demasiado, dirían buenas noches y se irían en fila india al dormitorio. El problema era que ninguna sustancia simplemente fermentada superaba los veinticuatro grados —los productos de desecho detenían el proceso— y la mayor parte de lo que se fermentaba en el siglo XIII estaba muy por debajo del cinco por ciento de alcohol, y además iba acompañado de un buen montón de material nutriente.
El whisky escocés era algo muy diferente. Si intentabas beberlo como si fuera cerveza, o incluso vino, tenías problemas. Perdías el juicio antes de notar su ausencia, y la conciencia le seguía poco después.
Everard alargó la mano hacia la cantimplora, en posesión de uno de los guardias.
—¡Dámela! —exigió—. ¡Vas a bebértelo todo!
El guerrero sonrió y tomó otro trago largo antes de pasársela a su compañero. Everard se puso en pie y fingió intentar cogerla. Un guardia le golpeó en el estómago. Cayó de espaldas. Los mongoles rieron, apoyándose el uno en el otro. Un chiste tan bueno exigía otro trago.
Cuando Toktai cayó, sólo Everard se dio cuenta. El Noyon pasó de estar con las piernas cruzadas a posición tendida. El fuego alumbraba lo suficiente para que se viera la tonta sonrisa de su cara. Everard se quedó sentado completamente tenso.
El final de uno de los guardias vino pocos minutos después. Se tambaleó, se puso a cuatro patas y empezó a vomitar la cena. El otro se volvió, parpadeando, buscando la espada.
—¿Qué passa?—gruñó—. ¿Qué has hecho? ¿Veneno?
Everard entró en acción.
Había saltado por encima del fuego y caído sobre Toktai antes de que el último guardia comprendiese lo que pasaba. El mongol avanzó, gritando. Everard encontró la espada de Toktai. Salió reluciendo de la vaina mientras se ponía en pie. El guerrero blandía su propia hoja. A Everard no le gustaba la idea de matar a un hombre casi indefenso. Se acercó, apañó el arma de un movimiento y le golpeó con el puño. El mongol cayó de rodillas, tuvo náuseas y se quedó dormido.
Everard se alejó. Los hombres se movían en la oscuridad, gritando. Oyó el golpe de los cascos cuando uno de los guardias montados acudió a investigar. Alguien cogió una tea de un fuego casi extinguido y la agitó hasta que se encendió. Everard se echó al suelo.
Un guerrero pasó a su lado, sin verlo, entre los arbustos. Everard se deslizó hacia una zona aún más oscura.
Un grito detrás y una ristra de maldiciones le indicaron que alguien había encontrado al Noyon.
Everard se puso en pie y comenzó a correr.
A los caballos les habían puesto maniotas y los habían dejado sueltos, sin vigilancia, como era habitual. Formaban una masa oscura sobre la pradera de un gris blanquecino bajo el cielo lleno de estrellas relucientes. Everard vio que uno de los vigilantes mongoles galopaba hacia él. Una voz preguntó:
—¿Qué sucede?
Respondió con voz aguda:
—¡Ataque al campamento! —Sólo era para ganar tiempo, para evitar que el jinete le reconociese y disparase una flecha. Se agachó, dejándose ver sólo como una forma baja y cubierta. El mongol se detuvo entre una nube de polvo. Everard saltó.
Agarró las riendas del pony antes de ser reconocido. Luego el guardián gritó y desenvainó una espada. Atacó hacia abajo. Pero Everard estaba en el lado izquierdo. El golpe desde arriba fue torpe, fácil de evitar. Everard atacó a su vez y sintió la hoja penetrar en la carne. El caballo se encabritó alarmado. El jinete cayó de la silla. Se giró y atacó una vez más, aullando. Everard ya tenía un pie en el estribo. El mongol se digirió hacia él, con la sangre manando, más oscura que la noche, de una pierna herida. Everard montó y golpeó la grupa del caballo con la espada.
Se dirigió hacia la manada. Otro jinete intentó interceptarlo. Everard se agachó. Una flecha pasó por donde había estado. El pony robado cabeceó, luchando contra el peso desconocido. Everard necesitaba un minuto para controlarlo. El arquero podría haberle alcanzado entonces, acercándose y luchando cuerpo a cuerpo. Pero el hábito le en vio al galope, disparando. En la oscuridad falló. Antes de que pudiera volver, Everard se había internado en la noche.
El patrullero cogió un lazo de la silla y penetró en la asustadiza manada. Atrapó al animal más cercano, que lo aceptó con bendita sumisión. Inclinándose, cortó las maniotas con la espada y se alejó con la montura de refresco. Salió al otro lado de la manada y se dirigió al norte.
Una persecución en serio es una larga persecución —se dijo Everard sin necesidad—. Pero me acabarán atrapando si no los pierdo. Veamos, si recuerdo el terreno, el campo de lava está al noreste de aquí.
Dio un vistazo atrás. Nadie lo seguía todavía. Necesitaban un rato para organizarse. Sin embargo…
Rayos delgados saltaron desde arriba. El aire hendido resonó tras ellos. Sintió un escalofrío, más profundo que el frío de la noche. Pero redujo el ritmo. Ya no había razón para apresurarse. Ése debía de ser Manse Everard…
… que había llegado al vehículo de la Patrulla y había volado con él al sur en el espacio y hacia atrás en el tiempo, a ese mismo instante.
Eso es ir justo —pensó. La doctrina de la Patrulla veía con malos ojos ayudarse de esa forma a uno mismo. Había demasiado peligro de producir un bucle causal cerrado o de entremezclar el pasado y el futuro—. Pero en este caso, me saldré con la mía. Ni siquiera me reprenderán. Porque es para salvar a John Sandoval y no a mí mismo. Yo ya me he liberado. Podría evitar la persecución en las montañas, que yo conozco y los mongoles no. El salto en el tiempo es solo para salvar la vida de mi amigo.
Además —con creciente amargura—, ¿qué ha sido toda esta misión sino el futuro regresando para crear su propio pasado? Sin nosotros, los mongoles podrían haber conquistado América, y entonces ninguno de nosotros habría existido.
El cielo era enorme, de un negro cristalino; raramente se veían tantas estrellas. La Osa Mayor resplandecía sobre la tierra blanca; el sonido de los cascos rompía el silencio. Everard nunca se había sentido tan solo.
—¿Y qué hago aquí? —preguntó en voz alta.
La respuesta le llegó, y se tranquilizó un poco, se ajustó al ritmo de lo caballos y empezó a devorar kilómetros. Quería terminar aquello. Pero lo que debía hacer resultó menos terrible de lo que había temido.
Toktai y Li Tai-Tsung nunca regresaron a casa. Pero no fue porque perecieran en el mar o en los bosques. Fue porque un hechicero llegó del cielo y mató con truenos a sus caballos, y destrozó y quemó las naves en la boca del río. Ningún marinero chino se aventuraría en aquellas aguas traicioneras con el barco tosco que pudiesen construir allí; ningún mongol creería posible regresar a casa a pie. Es más, probablemente era imposible. La expedición permanecería allí, sus miembros se emparentarían con los indios, vivirían sus vidas. Chinook, tlingit, nootka, todas las tribus potlatch, con sus grandes canoas marineras, sus casitas, los trabajos en cobre, las pieles, la ropa y su altanería… bien, un Noyon mongol, incluso un estudioso confuciano, podía tener una vida menos feliz y útil que la de crear un modo de existencia para una raza así.