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– Ni que lo digas… Además oíamos a alguien más gritar desde el otro lado de la calle, de manera que Jackie y yo fuimos a echar un vistazo. El señor Daly estaba tirando el resto de las cosas de Rosie por la ventana y toda la calle empezaba a asomarse para comprobar qué ocurría… Te seré sincero: a mí me parecía divertidísimo.

Sonreía. Y yo no pude evitar sonreír también.

– Habría pagado por verlo.

– Te aseguro que sí. Parecía una pelea de gatos. La señora Daly te llamó matón y mamá llamó a Rosie golfa y añadió: «De tal palo tal astilla». La señora Daly por poco estalla de rabia.

– Vaya, yo habría apostado por mamá, por la ventaja del peso.

– Que no te escuche decir eso.

– Podría haberse sentado sobre la señora Daly hasta que ésta se rindiera.

Nos reíamos a carcajada limpia en la oscuridad, como un par de críos.

– Pero la señora Daly iba armada -apuntó Kevin-, con esas uñas que tiene…

– ¡Joder! ¿Sigue teniéndolas?

– Más largas aún. Es una… ¿cómo lo llaman?

– ¿Un rastrillo humano?

– ¡No! Una estrella ninja humana.

– ¿Y quién ganó?

– Podría decirse que mamá. Empujó a la señora Daly hasta el descansillo y cerró la puerta de un portazo. La señora Daly continuó gritando, dándole patadas a la puerta y toda la mandanga, pero al final se rindió. Entonces empezó a discutir con el señor Daly por haber tirado por la ventana las cosas de Rosie. Los vecinos prácticamente vendían entradas para ver el espectáculo. Era infinitamente más entretenido que Dallas.

En nuestro antiguo dormitorio, papá tuvo un ataque de tos que hizo que la cama retumbara contra la pared. Nos quedamos inmóviles, escuchando. Luego recuperó la respiración a base de largos resuellos.

– En cualquier caso -continuó Kevin casi en un murmullo-, la cosa prácticamente acabó ahí. Fue el rumor de moda durante dos semanas, pero luego todo el mundo se olvidó de ello. Mamá y la señora Daly no se hablaron durante unos cuantos años; papá y el señor Daly de hecho nunca se habían hablado, así que en ese aspecto no cambió nada. Mamá armaba el número cada Navidad cuando no enviabas una postal, pero…

Pero corrían los años ochenta del siglo xx y la emigración era una de las tres principales salidas profesionales, junto con el despacho «de papá» y el paro. Seguramente mi madre había previsto que al menos uno de nosotros acabara con un billete de ferry sólo de ida.

– ¿Nunca pensó que podían encontrarme muerto en una cuneta?

Kevin resopló.

– ¡Qué va! Decía que, si alguien resultaba herido, desde luego no sería nuestro Francis. No llamamos a la policía ni informamos de tu desaparición ni nada por el estilo, pero no fue porque… No fue porque no nos importaras… Simplemente nos figuramos que…

El colchón se movió con su encogimiento de hombros.

– Que Rosie y yo nos habíamos escapado juntos.

– Sí. Bueno, todo el mundo sabía que vosotros dos estabais coladitos el uno por el otro. Y todo el mundo sabía la opinión que el señor Daly tenía sobre eso. De manera que ¿por qué no? ¿Me entiendes?

– Claro -contesté-. ¿Por qué no?

– Además, estaba la nota. Creo que eso fue lo que hizo que a la señora Daly le saltaran los fusibles: alguien andaba merodeando por el número dieciséis y encontró aquella nota. La nota de Rosie. No sé si Jackie te lo explicó…

– La leí -aclaré.

Kevin volvió la cabeza hacia mí.

– ¿Sí? ¿La viste?

– Sí.

Esperó, pero yo no añadí más información.

– ¿Cuándo…? ¿La leíste antes de que se marchara? ¿Te la enseñó?

– Después. Aquella noche, de madrugada.

– Y entonces… ¿qué ocurrió? ¿La dejó para ti? ¿No para su familia?

– Eso creí yo. Habíamos planeado encontrarnos esa noche, pero no apareció y encontré la nota. Creí que iba dirigida a mí.

Cuando finalmente me convencí de que hablaba en serio, de que no iba a escapar conmigo, porque ya se había escapado, me eché la mochila al hombro y comencé a andar. Era lunes por la mañana, cerca del amanecer; la ciudad estaba helada y desierta, salvo por mí, el barrendero y unos cuantos obreros del turno de noche que se dirigían a sus hogares agotados bajo la tenue y gélida luz. El reloj del Trinity College anunciaba que el primer ferry partía de Dun Laoghaire.

Acabé en una casa okupa cerca de la calle Baggot donde un puñado de roqueros malolientes vivían con un chucho bizco llamado Keith Moon y un alijo impresionante de hachís. Los conocía superficialmente, de haber tropezado con ellos en unos cuantos conciertos; todos pensaron que alguno de ellos me había invitado a quedarme allí por una temporada. Uno de ellos tenía una hermana limpia que vivía en un piso en Ranelagh y nos dejaba utilizar su dirección para registrarnos en el paro si le gustaba nuestro aspecto, y resultó ser que yo le gusté mucho. Cuando anoté su dirección en mi inscripción a la academia de policía era prácticamente cierto que vivía allí. Fue. un alivio que me aceptaran y tener que partir a Templemore a realizar mi formación. Había empezado a insinuar algo de matrimonio.

La muy zorra de Rosie… La creí, creí cada palabra que me dijo. Rosie no era de las que se andaba con rodeos; abría la boca y hablaba sin tapujos, a la cara, aunque doliera. Era uno de los motivos por los que la amaba. Tras vivir con una familia como la mía, alguien que no juega a intrigar resulta de lo más intrigante. De manera que cuando dijo «Juro que regresaré algún día» me lo creí durante veintidós años. Todo el tiempo que pasé durmiendo con la hermana del roquero apestoso, todo el tiempo en que salí con chicas batalladoras, guapas y temporales que se merecían a alguien mejor, todo el tiempo que estuve casado con Olivia y fingí pertenecer a Dalkey estuve esperando a que Rosie Daly traspusiera mi puerta.

– ¿Y ahora? -preguntó Kevin-. ¿Qué crees que ocurrirá después de hoy?

– No lo sé -respondí-. Sinceramente, no tengo ni puñetera idea de lo que le pasa a Rosie por la cabeza.

Kevin comentó en un murmullo:

– Shay cree que está muerta, ya lo sabes. Y Jackie también.

– Sí -contesté-. Parece que eso es lo que piensan.

Lo escuché inspirar con fuerza, como si se estuviera preparando para decir algo. Al cabo de un instante soltó el aire.

– ¿Qué? -pregunté.

Sacudió la cabeza.

– ¿Qué, Kev?

– Nada.

Esperé.

– Sólo que… ¡Ay! No sé… -Se removió inquieto en la cama-. Shay se tomó fatal tu huida.

– Pues ni que fuéramos amigos del alma…

– Ya sé que os peleabais todo el tiempo. Pero en el fondo… Me refiero a que seguís siendo hermanos, ¿sabes?

Aquello no sólo era una chorrada evidente (mi primer recuerdo es despertarme con Shay intentando meterme un lápiz en el oído), sino que Kevin estaba recurriendo a esa chorrada evidente para distraerme de lo que verdaderamente quería decir. Casi conseguí sacárselo; sigo preguntándome qué habría ocurrido de haberlo hecho. Pero antes de lograrlo, la puerta del vestíbulo se cerró con un clic, un sonido ligero y deliberado: Shay había entrado.

Kevin y yo yacimos en silencio, escuchando. Pasos cautelosos, una pausa breve en el descansillo, al otro lado de la puerta, y luego el ascenso por el siguiente tramo de escaleras; el clic de otra puerta y las tablas del suelo crujiendo sobre nuestras cabezas.

– Kev -dije.

Kevin se hizo el dormido. Al cabo de un rato su boca se abrió y empezó a resoplar.

Shay aún tardó un rato en dejar de moverse con sigilo por su piso. Cuando la casa quedó sumida en el silencio dejé transcurrir quince minutos, me senté con cuidado (Jesús, refulgiendo en aquel rincón, me lanzó una miradita con la que me insinuó que tenía calados a los de mi calaña) y miré por la ventana. Había empezado a llover. Todas las luces de Faithful Place estaban apagadas, salvo una que proyectaba vetas de color amarillo húmedo sobre los adoquines desde encima de mi cabeza.