Lauren Weisberger
La última noche en Los Ángeles
Título originaclass="underline" Last Night at Chateau Marmont
© Lauren Weisberger, 2010
© por la traducción, Claudia Conde, 2011
Para Dana, mi hermana y mejor amiga, siempre
1 El hombre del piano
Cuando por fin el tren entró chirriando en la estación de metro de Franklin Street, Brooke tenía tanta ansiedad que estaba a punto de vomitar. Consultó el reloj por décima vez en otros tantos minutos e intentó convencerse de que no era el fin del mundo; Nola, su mejor amiga, iba a perdonarla, ¡tenía que hacerlo!, aunque su retraso fuera inexcusable. Se abrió paso hacia la salida entre la muchedumbre de viajeros de hora punta, conteniendo instintivamente la respiración entre tantos cuerpos ajenos, y se dejó empujar en dirección a la escalera. Moviéndose ya en modo automático, Brooke y sus compañeros de viaje sacaron a la vez los móviles de sus respectivos bolsos y chaquetas, se colocaron silenciosamente en línea recta y, como zombis, empezaron a subir en militar coreografía por el lado derecho de la escalera de hormigón, mientras miraban fijamente la pantalla diminuta sobre la palma de la mano.
– ¡Mierda! -oyó que exclamaba una señora con sobrepeso, más adelante en la fila, y en seguida supo por qué. La lluvia la golpeó con fuerza y sin previo aviso, nada más coronar la escalera. Lo que apenas veinte minutos antes había sido una tarde de marzo un poco fría pero decente, se había convertido en un infierno helado y borrascoso, con un viento que imprimía a la lluvia la fuerza de un látigo y volvía de todo punto imposible el propósito de no mojarse.
– ¡Maldición! -añadió ella a la cacofonía de exabruptos que lanzaban los transeúntes a su alrededor, mientras se esforzaban por sacar los paraguas de los maletines o cubrirse la cabeza con periódicos. Como después del trabajo había pasado por su casa para cambiarse, Brooke no tenía nada más que un bolsito de mano plateado (monísimo, eso sí) para protegerse del diluvio. «¡Adiós peinado! -pensó, mientras echaba a correr para cubrir las tres manzanas que la separaban del restaurante-. ¡Cuánto te voy a echar de menos, maquillaje! ¡Ha sido un placer haberos conocido, preciosas botas nuevas de ante que os comisteis la mitad de mi salario semanal!»
Estaba completamente empapada cuando llegó a Sotto, el pequeño restaurante de barrio sin mayores pretensiones donde Nola y ella se encontraban dos o tres veces al mes. La pasta no era la mejor de la ciudad (probablemente ni siquiera era la mejor de la manzana) y el local no tenía nada de particular, pero Sotto tenía otros atractivos bastante más importantes: jarras de vino a un precio razonable, un tiramisú sublime y un jefe de sala italiano de buena planta, que sólo porque Brooke y Nola eran antiguas clientas les reservaba siempre la mesa más íntima del fondo.
– Hola, Luca -saludó Brooke al dueño del restaurante, mientras se sacudía de los hombros la levita de lana, intentando no salpicar agua por todas partes-. ¿Ha llegado ya?
Luca tapó de inmediato el auricular del teléfono con la mano y señaló con un lápiz por encima del hombro.
– Como siempre. ¿Qué ocasión celebras con un vestido tan sexy, cara mia? ¿Quieres secarte antes?
Brooke se alisó con las dos manos el ajustado vestido negro de punto, de manga corta, y rezó para que Luca no se equivocara y el vestido fuera realmente sexy y le sentara bien. Había acabado por considerarlo el «uniforme de las actuaciones», porque combinado con zapatos de tacón, sandalias o botas, según el tiempo que hiciera, se lo ponía prácticamente para todas las actuaciones de Julian.
– Ya llego demasiado tarde. ¿Está enfadada y quejumbrosa? -preguntó, mientras se apretaba el pelo a puñados, para salvarlo del encrespamiento inminente.
– Va por la mitad de una jarra y todavía no ha soltado el móvil. Lo mejor es que vayas directamente.
Después de intercambiar un triple beso en las mejillas (ella se había resistido al principio a los tres besos, pero Luca había insistido), Brooke inspiró profundamente y se encaminó hacia su mesa. Nola estaba bien instalada en el asiento alargado, con la chaqueta del traje sastre abandonada sobre el respaldo. El jersey sin mangas, de cachemira azul marino, hacía resaltar la firmeza de sus brazos y contrastaba agradablemente con el precioso tono bronceado de su piel. La melena larga hasta los hombros, con un corte escalado, era a la vez elegante y sexy; los reflejos rubios resplandecían a la luz tenue del restaurante, y el maquillaje tenía el aspecto fresco del rocío. Nadie diría, mirándola, que Nola acababa de pasar doce horas en una mesa de transacciones de valores, con unos auriculares puestos y gritando a un micrófono.
Brooke y Nola no se habían conocido hasta el segundo semestre de su último curso en Cornell, aunque Brooke (lo mismo que el resto del alumnado) se había fijado más de una vez en Nola y sentía por ella terror y fascinación a partes iguales. A diferencia de las otras estudiantes con sus capuchas y botas UGG, Nola, delgada como una modelo, prefería las botas de tacón y los blazers, y nunca jamás se recogía el pelo en una coleta. Había estudiado en colegios privados de Nueva York, Londres, Hong Kong y Dubai, ciudades donde había trabajado su padre, especialista en banca de inversiones, y en todas ellas había disfrutado de la obligada libertad de ser la hija única de unos padres extremadamente ocupados.
Nadie sabía muy bien por qué había acabado en Cornell, en lugar de Cambridge, Georgetown o la Sorbona, pero no había que ser muy perspicaz para darse cuenta de que el ambiente de la universidad no le parecía nada del otro jueves. Mientras las otras chicas se apuntaban a las fraternidades, se reunían para comer en el Ivy Room o se emborrachaban en los diversos bares de Collegetown, Nola se mantenía aparte. Se sabían algunas cosas de su vida (su conocido affaire con el profesor de arqueología o las frecuentes apariciones en el campus de hombres guapos y misteriosos que en seguida desaparecían); pero, por lo demás, Nola asistía a las clases, sacaba solamente dieces y se volvía corriendo a Manhattan en cuanto podía, los viernes por la tarde. Cuando emparejaron a las dos chicas para que cada una comentara los relatos de la otra en un curso optativo de escritura creativa, Brooke se sintió tan intimidada que apenas podía hablar. Nola, como siempre, no pareció particularmente complacida ni molesta; pero cuando una semana después le devolvió a Brooke su primer escrito (un relato breve sobre una chica que se esforzaba por adaptarse a su misión con los Cuerpos de Paz en el Congo), había añadido al texto un montón de comentarios reflexivos y de sugerencias inteligentes. En la última página, después de largas y graves disquisiciones, había garabateado: «¿Has considerado una escena de cama en el Congo?» Al leerlo, Brooke se rió tanto y tan fuerte, que tuvo que salir del aula para calmarse.
Después de clase, Nola la invitó a una cafetería diminuta en el sótano de uno de los edificios de la universidad, que nunca frecuentaban las amigas de Brooke; dos semanas más tarde, ya iban juntas a Nueva York los fines de semana. Incluso después de todos esos años, Nola seguía siendo fabulosa hasta lo indecible, pero a Brooke la ayudaba saber que su amiga lagrimeaba cada vez que veía en las noticias a soldados que volvían de la guerra, o que su obsesión era poseer algún día una mansión en una zona residencial con una valla inmaculadamente blanca, aunque con la boca pequeña dijera que despreciaba ese tipo de vida, o que sentía un miedo patológico por los chuchos pequeños y ladradores (con la sola excepción de Walter, el perrito de Brooke).