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Durante la fiesta, una de las amigas de Fern se inclinó hacia su marido y le susurró algo al oído, que hizo que la mirase de una manera que parecía decir: «¿En serio?» La chica asintió con la cabeza y Brooke se preguntó de qué estaría hablando, hasta que el hombre se materializó a su lado, le tendió la mano y le preguntó si quería bailar. Era el baile de la compasión. Lo sabía bien, porque muchas veces, en las bodas a las que habían asistido, le había pedido a Julian que invitara a bailar a las mujeres solas, pensando que estaba haciendo una buena obra. Ahora que sabía cómo se sentía la beneficiaria de ese tipo de caridad, se prometió no volver a hacerlo nunca. Agradeció profusamente la invitación, pero la rechazó, aduciendo que necesitaba ir a buscar una aspirina para el dolor de cabeza. Esta vez, cuando se dirigió hacia sus lavabos preferidos, en el pasillo, no sabía con certeza si iba a poder reunir fuerzas para salir de nuevo.

Miró la hora. Eran las diez menos cuarto. Se prometió que si los Alter aún no se habían marchado a las once, pediría un taxi. Se adentró por el pasillo, que por ser bastante ventoso estaba desierto. Miró rápidamente el teléfono móvil y vio que no tenía llamadas perdidas ni mensajes de texto, aunque para entonces Julian ya habría tenido tiempo de llegar a casa. Se preguntó qué estaría haciendo, si ya habría ido a buscar a Walter a casa del chico que lo sacaba a pasear y si estaría arrellanado con el perro en el sofá. O quizá hubiera ido directamente al estudio. Brooke no quería volver todavía a la fiesta, de modo que se quedó un rato más en el pasillo, yendo y viniendo. Primero miró el Facebook en el teléfono y después buscó el número de una compañía local de taxis, por si acaso. Cuando se le acabaron las excusas y las distracciones, guardó el móvil en el bolso, se abrazó el torso con los brazos desnudos y se encaminó en dirección a la música.

En ese momento, sintió que una mano se apoyaba sobre su hombro, y antes de volverse o de que él dijera una sola palabra, supo que era Julian.

– ¿Rook?

Su tono era interrogante e incierto. No estaba seguro de la reacción de ella.

Brooke no se volvió en seguida (casi tenía miedo de equivocarse y que no fuera él), pero cuando lo hizo, el aluvión de emociones se precipitó sobre ella como un camión por la autopista. Allí estaba Julian, delante de ella, con su único traje formal, y una sonrisa tímida y nerviosa que parecía decirle: «Por favor, abrázame.» Y pese a todo lo que había pasado y a la distancia que los había separado durante las últimas semanas, Brooke no habría querido hacer ninguna otra cosa. No podía negarlo: por reflejo y por instinto, entraba en éxtasis cada vez que lo veía.

Tras caer rendida en sus brazos, no pudo hablar durante casi treinta segundos. Su tacto era tibio, su olor era perfecto y la abrazaba con tanta fuerza, que ella se puso a llorar.

– Espero que sean lágrimas de felicidad.

Brooke se las secó con las manos, sin importarle que se le corriera el rímel.

– De felicidad, de alivio y de un millón de cosas más -respondió.

Cuando finalmente se separaron, notó que Julian llevaba puestas las Converse con el traje. Él siguió su mirada hasta las zapatillas.

– Se me olvidó guardar zapatos formales en la maleta -dijo, encogiéndose de hombros. Después se señaló la cabeza, que tampoco llevaba la kipá propia de las ceremonias judías-. Y además, tengo el pelo hecho un desastre.

Brooke se le acercó y volvió a besarlo. ¡Era tan agradable y tan normal! Habría querido enfadarse, pero estaba tremendamente contenta de verlo.

– A nadie le importará. Todos se alegrarán de verte y nada más.

– Ven, vamos a buscar a Trent y Fern. Después, tú y yo hablaremos.

Había algo tranquilizador en la forma en que lo dijo. Había ido allí, había tomado el mando y ella se alegró de poder ir tras él. La condujo por el pasillo, donde varios invitados a la boda se quedaron boquiabiertos (entre ellos Isaac y su novia, como observó Brooke complacida) y, después, directamente a la carpa. La orquesta estaba haciendo una pausa, mientras los invitados tomaban el postre, por lo que era imposible que pasaran inadvertidos. Cuando entraron, el cambio en el recinto fue palpable. Todos se volvieron para mirarlos y se pusieron a cuchichear, y una niña de diez u once años incluso señaló a Julian con el dedo y le gritó su nombre a su madre. Brooke oyó a su suegra, antes de verla.

– ¡Julian! -exclamó Elizabeth, que pareció salir de pronto de la nada-. ¿Cómo vienes vestido así?

Brooke meneó la cabeza. Esa mujer nunca dejaría de sorprenderla.

– Hola, mamá. ¿Dónde están…?

El doctor Alter apareció sólo un segundo después que su esposa.

– Julian, ¿dónde demonios estabas? ¡Te has perdido la cena previa a la boda de tu primo, has dejado sola a la pobre Brooke durante todo el fin de semana y ahora te presentas así! ¿Qué diablos te pasa?

Brooke se preparó para una discusión, pero Julian simplemente contestó:

– Me alegro mucho de verte, papá. Y a ti también, mamá. Pero ahora tendréis que disculparme.

Y a continuación, se fue directamente hacia Trent y Fern, que estaban haciendo la ronda por todas las mesas. Brooke sintió que cientos de ojos se clavaban en ellos, mientras se acercaban a la feliz pareja.

– Trent -dijo Julian en voz baja, mientras apoyaba la mano en la espalda de su primo.

La expresión de Trent, cuando se volvió, fue primero de asombro y después de alegría. Los dos primos se abrazaron. Brooke vio que Fern le sonreía y supo que no era preciso preocuparse. Era evidente que no estaba enfadada por la repentina aparición de Julian.

– ¡Ante todo, mi enhorabuena a los dos! -dijo Julian, dándole otra palmada en la espalda a Trent, antes de inclinarse para besar a Fern en la mejilla.

– Gracias, primo -dijo Trent, claramente feliz de verlo.

– Fern, estás preciosa. No sé qué habrá hecho este tipo para merecerte, pero ha tenido mucha suerte.

– Gracias, Julian -dijo Fern con una sonrisa. Después, alargó el brazo y cogió a Brooke de la mano-. Este fin de semana, por fin he podido compartir algún tiempo con Brooke, y yo también diría que tú has tenido mucha suerte.

Brooke le apretó la mano a Fern, mientras Julian le sonreía.

– Yo también lo diría -dijo-. Escuchad los dos. Siento mucho haberme perdido la boda.

Trent hizo un gesto para quitar importancia a su comentario.

– No te preocupes. Nos alegramos de que hayas venido.

– No, no, tenía que haber estado aquí todo el fin de semana. Lo siento mucho.

Por un momento, pareció como si Julian fuera a llorar. Fern se puso de puntillas para darle un abrazo y dijo:

– No ha sido nada que no pueda solucionar un par de entradas de primera fila para tu próximo concierto en Los Ángeles, ¿no es así, Trent?

Todos se echaron a reír, y Brooke vio que Julian le daba a Trent una hoja de papel doblada.

– Es mi discurso para el brindis. Lamento no haber estado aquí anoche para leerlo.

– Podrías leerlo ahora -dijo Trent.

Julian pareció estupefacto.

– ¿Quieres que lea el discurso ahora?

– Es lo que has preparado para el brindis, ¿no?

Julian asintió.

– Entonces creo que hablo por los dos cuando te digo que nos encantaría oírlo. Si no te importa, claro…

– ¡Claro que no me importa! -exclamó Julian.

Casi de inmediato, alguien apareció a su lado con un micrófono. Tras algún entrechocar de vasos y un par de siseos para que los presentes guardaran silencio, el recinto se aquietó. Julian carraspeó, cogió el micrófono y pareció relajarse al instante. Brooke se preguntó si toda la carpa estaría pensando lo muy natural que resultaba su marido con un micrófono en la mano: totalmente a sus anchas y absolutamente adorable. Sintió que la invadía el orgullo.