El criado se retiró deprisa para cumplir con las órdenes de su amo.
– En la corte, no podrás usar botas. En cambio, te serán muy útiles para el largo viaje -le explicó Thomas Bolton-. No puedes caminar como corresponde si no usas el calzado apropiado, el que deberás lucir en la corte.
– Me hacen doler los pies -se quejó Elizabeth.
– En nombre de la moda, las damas deben sufrir múltiples tormentos.
– Me pregunto si a los cisnes les duelen los pies -murmuró apesadumbrada.
Thomas Bolton rió.
– Me temo que tu madre ha descuidado esta parte de tu educación. Pero, adorada niña, irás a la corte y serás una sensación. Lo juro, aunque sea la última vez que ayude a tu familia.
Nancy trajo los zapatos y se los calzó a su ama.
Elizabeth se puso de pie.
– ¡Me quedan chicos, me aprietan! -se quejó.
– Por favor, muéstramelos. -Thomas Bolton le ordenó a Nancy-: Niña, tráigale a su señora, de inmediato, un par de medias de seda. Los zapatos elegantes no se usan con esas horribles medias de lana. -Lord Cambridge suspiró y agregó-: Necesito hablar con Maybel.
Nancy volvió a salir y regresó enseguida con un par de medias de seda y de ligas para sostenerlas. Enrolló las medias de lana de su ama y las reemplazó por esas finas medias. Luego ayudó a Elizabeth a calzarse de nuevo los zapatos. La joven se levantó, se tambaleó ligeramente y miró a su tío.
– Trata de caminar nuevamente -le dijo lord Cambridge.
Ella obedeció. Esta vez se movió con más cuidado, con lentitud. Su único propósito era llegar al otro extremo del salón. Los zapatos no eran tan cómodos como las botas, pero tampoco eran tan molestos como cuando llevaba las medias de tana. Dio la vuelta y miró de nuevo a lord Cambridge.
– Estuvo un poco mejor, mi ángel, pero todavía tenemos por delante un duro trabajo.
Así fue como durante una hora Elizabeth caminó a través del salón con sus medias de seda y sus zapatos de la corte hasta que Thomas Bolton se sintió satisfecho y la autorizó a tomar asiento. La joven se desplomó en una silla junto al fuego y se deshizo de los zapatos.
– Tío, no quiero ir a la corte. No me importa ser soltera para siempre.
Baen MacColl pensó que eso sería una verdadera pena. Una mujer tan encantadora como Elizabeth Meredith no debía morir virgen. ¿Por qué esa belleza no tenía marido ni hijos? ¿Tendría algún problema que aún no había advertido? ¿Por qué su familia no se había ocupado antes de su futuro?
Elizabeth llamó a Nancy.
– Dame mis botas y mis medias de lana. Y lleva esto a mi alcoba. Ahora tengo que trabajar.
– ¿Hoy? ¿Con esta tormenta de nieve? -se alarmó lord Cambridge.
– Hoy es el día del mes en que me dedico a hacer las cuentas. Nacieron muchos corderos y debo registrarlos en mi libro de contabilidad. Ayer los conté mientras los guardábamos en los establos para protegerlos de la tormenta -explicó, mientras se levantaba de la silla, con los pies ya descansados. Luego se volvió hacia Baen MacColl-: Señor, lamento que no pueda hacer otra cosa que sentarse junto al fuego. Como puede observar, la tormenta recién está empezando a rugir. -Luego se retiró del salón.
– ¿Sabes jugar al ajedrez, querido? -le preguntó esperanzado lord Cambridge.
– Sí, milord. Fue lo primero que me enseñó mi padre cuando fui a vivir con él -respondió el escocés-. Dígame dónde está la mesa y la traeré enseguida.
Cuando William Smythe entró en el salón, encontró a su amo y a Baen MacColl sumamente entretenidos con el juego. Los miró y sonrió. El espíritu cortesano de Thomas Bolton había resurgido luego de mucho tiempo. El secretario se paró a su lado y le dijo:
– Te está ganando, milord. Estoy sorprendido.
– Recién empezamos a jugar, Will. Como la mayoría de los jóvenes, este muchacho juega apurado, y cuando uno se apura comete errores. -Con un lento movimiento, le comió el caballo y lo colocó a un lado del tablero con una pequeña sonrisa.
El escocés rió.
– Buena jugada, milord -dijo Baen, y le hizo una reverencia con la cabeza.
"Sí, el inteligente muchacho -pensó William Smythe- va a permitir que milord gane la partida aunque claramente él juega mucho mejor. Qué diplomático de su parte considerando que no es más que un hombre de las Tierras Altas". Luego se retiró. Tenía deberes que atender pese al mal tiempo y los haría mucho más rápido si su amo estaba entretenido.
En el pequeño cuarto que usaba como escritorio, Elizabeth leyó la misiva que le había enviado el amo de Grayhaven. Le contaba que poseía dos buenos rebaños de ovejas de cara negra de las Tierras Altas, cuya lana era buena pero no lo suficiente como para exportarla a Holanda. Un amigo, lord Adam Leslie, le había dicho que en Friarsgate criaban varias clases de ovejas y que la lana que producían era de excelente calidad. Y como él quería mejorar sus rebaños, se preguntaba si lady Friarsgate estaría interesada en venderle algunas ovejas.
Elizabeth se reclinó en la silla para estudiar la propuesta. Sus Shropshire, Hampshire y Cheviot producían una lana de altísima calidad. Pero la lana azul de Friarsgate se basaba en dos secretos: el procedimiento de tintura y las ovejas Merino. Su madre las había conocido gracias a la reina Catalina y, con su ayuda, había importado varias ovejas y un carnero de esa raza. La lana de esos animales era gruesa, blanca como la nieve e increíblemente suave.
"Ahora están naciendo corderos -pensó Elizabeth-. Así que, si vendo algunos, no me perjudicará en lo más mínimo. Shropshire, Hampshire o Cheviot, pero no Merino. Hay pocas tierras en Inglaterra que tengan ovejas como las mías. Además, los escoceses son capaces de comérselas y usar sus pulmones para preparar unos repugnantes embutidos".
Dejó a un lado el pergamino. Aún faltaban muchas semanas para que pudieran trasladar las ovejas al norte. Habría que esperar a que estuviera bien entrada la primavera. Y ella exigiría que sus pastores y perros las acompañaran durante todo el trayecto. A Baen MacColl no le quedaría otra opción que permanecer en Friarsgate hasta que pudiera regresar junto con las ovejas. Hablaría con él de ese tema a la tarde. ¡Maldición! No quería ir a la corte. ¿Cómo iba a prosperar Friarsgate sin ella? Edmund ya era anciano y ella no había elegido a nadie para que lo secundara. De todas formas, él tampoco lo habría permitido. Pero cuando regresara a casa, después de su estadía en la corte, deberían discutir seriamente ese asunto.
Nevó sin cesar durante tres días. Y luego salió el sol. Baen MacColl insistió en ayudar a los peones a remover la nieve y despejar los caminos de la casa hacia los establos. No podía permanecer ocioso y no lo arredraba el trabajo duro. Elizabeth le había ofrecido permanecer en Friarsgate hasta que pudiera regresar al norte con las ovejas que ella le vendería.
– Su padre deberá entregar el dinero de las ovejas a los pastores -dijo Elizabeth.
– ¿No teme que le robe los animales y asesine a sus hombres? -bromeó Baen.
– Usted llegó aquí recomendado por los Leslie. Y yo confío en ellos. Por otra parte, mi padrastro es el señor Hepburn de Claven's Carn. Si usted llegara a estafarme, Logan y los rudos hombres de su clan saldrían a buscarlo, señor.
El joven sonrió entrecerrando sus ojos grises.
– Sospecho que usted también acompañará a sus ovejas, señorita Elizabeth.
– Sí, es cierto. Yo soy la responsable de Friarsgate, señor.
– ¿Por qué no me tutea? Puede llamarme Baen.
– ¿Tu madre estaba enamorada de tu padre? -le preguntó Elizabeth con curiosidad.
– Solo se vieron una vez.
– ¿Una sola vez? -Elizabeth se sonrojó ante esa revelación. Significaba que la madre de Baen se había acostado con el amo de Grayhaven sin siquiera conocerlo. Elizabeth no osaba siquiera imaginar a un hombre acostado en su cama…