– Una sola vez -repitió-. Crecí sin saber quién era mi padre hasta que mi madre me lo contó en su lecho de muerte. Además dijo que en cuanto ella ya no estuviera, debía ir a verlo y quedarme con él. Mi padrastro no me quería.
– ¿Y cuántos años tenías en ese momento?
– Doce.
– Dado que estás aquí, descuento que tu padre te adoptó y se hizo cargo de tu educación. -Elizabeth pensó cómo era ella a los doce años: todo piernas y brazos, peleando constantemente con Philippa cuando estaba en casa. No sabía nada del mundo a esa edad, mientras que Baen era casi huérfano. Qué extraña era la vida.
– El señor de Grayhaven es un buen padre -la tranquilizó Baen.
– ¿Y tienes hermanos y hermanas? ¿Les molestó que fueras a vivir con ellos?
– No. En pocos días nos sentíamos como si siempre hubiésemos vivido juntos. Yo soy diez años mayor que Jamie y Gilbert es aun más joven. Mi madrastra estaba muy ocupada con nosotros tres. Meg era una buena niña. Era la única hija de mi padre, nacida de su primer matrimonio. Ellen, nuestra madrastra, era su tercera esposa y mis hermanos varones eran sus hijos.
– ¿Y qué pasó con la segunda esposa? -preguntó intrigada Elizabeth.
– Mi padre la estranguló cuando la encontró con otro hombre -dijo Baen sin rodeos-. Había sido deshonrado pero, al matar a la culpable, su honor volvió a quedar intacto.
– ¡Por Dios! -exclamó lord Cambridge, que había estado escuchando la conversación-. Qué deliciosamente salvaje, querido. ¿Y tú eres como tu padre?
– Soy su viva imagen, salvo por los ojos. Los suyos son verdes. Los míos son grises como los de mi madre. Pero poseo el mismo sentido del honor, milord.
– Supongo que no te despegarás nunca de tu esposa -acotó Elizabeth.
– No tengo esposa, señorita. Le debo toda mi lealtad a mi padre por haber sido tan generoso conmigo. ¿Cómo podré devolverle ese gesto? El no tenía por qué adoptarme y lo hizo. Y yo conseguí tener una familia. Y gracias a mi buena madre, que Dios la tenga en su santa gloria, ya casi he olvidado por completo los horribles maltratos que recibí en mi infancia.
– ¿Por qué tu padre quiere más ovejas? -le preguntó Elizabeth.
– Le sugerí que deberíamos mejorar nuestros rebaños. Si obtenemos una lana de mejor calidad, ganaremos más dinero. Cuanto más próspero sea Grayhaven, mis hermanos conseguirán mejores esposas. Jamie, por supuesto, algún día será el heredero, pero Gilly necesita un poco más de dinero para estar en una buena posición.
Elizabeth asintió. Entendía perfectamente lo que Baen le explicaba aunque nunca había escuchado que los hombres tuvieran problemas similares a los de las mujeres para conseguir una buena pareja.
– Mañana visitaremos algunos de los rebaños y así podrás ver mis animales. Son muy distintos de tus ovejas de cara negra de las Tierras Altas. Su lana es más delicada. Cualquiera de las tres razas que te voy a mostrar te serán de suma utilidad.
– Me gustaría que me enseñara todo lo posible sobre la crianza de las ovejas.
– Muy bien. Te haré trabajar junto a uno de mis mejores pastores. Y, para eso, debes tener un perro que sólo responda a tu llamado. En alguno de los establos hay unos cachorros Shetland que te puedo regalar. Dudo que ya estén entrenados. Pero cuando el tiempo mejore, trabajarás con el perro y las ovejas que te llevarás a Grayhaven.
– Gracias, señorita.
– Si yo te tuteo, tú también debes hacerlo. Desde ahora, llámame Elizabeth.
– ¿Siempre has usado un nombre tan formal? Elizabeth sonrió.
– De niña me llamaban Bessie, pero no me parece un nombre apropiado para la dama de Friarsgate.
– No, tienes razón. Salta a la vista que has dejado de ser Bessie. -Luego le sonrió y, por un momento, Elizabeth se sintió deslumbrada-. Tu nombre te sienta muy bien.
– Sí, creo que es el adecuado.
Thomas Bolton observó el diálogo en silencio. ¡Qué lástima que Baen MacColl fuera un hijo bastardo! Un hombre sin propiedades y que ni siquiera llevaba el nombre de su padre para distinguirlo. Era una verdadera lástima. Pese a que Elizabeth parecía gustar del joven y él de ella, pese a que tenían mucho en común, Baen no era el hombre para su sobrina. Seguramente, en la corte encontrarían un joven para quien Friarsgate significara una gran oportunidad, como había ocurrido con el difunto padre de Elizabeth, sir Owein Meredith.
Pero ella no estaba interesada en casarse con un noble ni en servir en la corte. Su pasión por Friarsgate era aun más poderosa que la de su madre, porque había elegido expresamente hacerse cargo de la administración de las tierras. Debía existir algún hombre en la corte que supiera valorar a una muchacha como ella. Era hermosa, rica y, además, inteligente.
No obstante, había un problema. Elizabeth era astuta e intuitiva. Sabía todo lo que debía saber sobre Friarsgate, y no iba a resignar su autonomía por nadie. Rosamund era igual, sólo que Owein lo entendió y, poco a poco, compartieron las responsabilidades. Con Elizabeth era diferente. Lord Cambridge suspiró. Temía que fuera demasiado tarde para casar a su sobrina. Y si así fuera, ¿qué sería de Friarsgate?
La tormenta fue la última de ese invierno. Los días se alargaban y el sol era más cálido. La nieve comenzaba a derretirse. De los techos se desprendían trozos de hielo que podían lastimar a los paseantes desatentos. El agua del deshielo corría por pequeños arroyos en los bordes de los establos. Los corderos se iban aventurando a salir a la luz del sol, protegiéndose al abrigo de sus madres.
– ¿Qué raza te gusta más? -preguntó una tarde Elizabeth a Baen mientras caminaban junto a un cerco embarrado.
– Creo que la Cheviot, aunque también los Shropshire son animales muy bellos.
– Te venderé un poco de cada una. No voy a frustrar tu deseo de tener diferentes razas para mezclar con tus ovejas de cara negra de los Tierras Altas.
Elizabeth suspiró mientras caminaba con sus botas sobre el barro.
– ¿Por qué insisten tanto en que vayas a la corte? -le preguntó Baen de pronto.
– Porque es el sitio donde mi madre conoció a mi padre y mis hermanas a sus maridos. Mamá fue al palacio cuando era una niña y su matrimonio con mi padre lo arregló el rey Enrique VIL Al poco tiempo mis padres se enamoraron. Ella ya se había casado dos veces: a los tres años con un primo que murió de niño, y a los seis con un caballero mayor que, antes de morir, le enseñó a labrarse un porvenir. ¿Por qué era la heredera de Friarsgate?
– Porque fue la única sobreviviente de su familia.
– ¿Y tus hermanas?
– Philippa fue por primera vez a la corte cuando tenía diez años y la invitaron a volver cuando cumpliera doce para trabajar al servicio de la reina. Y así fue como se convirtió en una criatura de la corte. Cuando el joven con quien estaba prometida la dejó porque prefirió ser sacerdote, el tío Thomas le encontró un marido. Y también Banon halló a su Neville en la corte. Todos dicen que debo casarme para que Friarsgate tenga una nueva generación de herederos y herederas. No tengo tiempo para un marido, y mucho menos para los niños. Pero me llevarán a la corte y me temo que me encontrarán un marido. Mi hermana, la condesa, ya debe de estar buscando el candidato apropiado -concluyó con una mueca.
El joven rió pero luego dijo:
– Tú sabes que ellos tienen razón. Elizabeth Meredith, posees una finca magnífica y se nota que la adoras. Pero, algún día, como todo ser humano, no estarás sobre esta tierra. Y entonces, ¿quién se hará cargo de Friarsgate?
– Lo sé. Pero la idea de tener a un tonto perfumado como marido no me agrada en lo más mínimo.
– ¿Tus cuñados son tontos perfumados?
– No. Pero Crispin administra sus propiedades y Philippa está muy feliz así, porque le queda tiempo libre para ir a la corte y asegurar el futuro de sus hijos. Y Robert Neville está más que satisfecho de que Banon controle todo en Otterly. Él prefiere salir a cazar o a pescar y Banon lo ayuda a gozar tan plenamente de la vida que no le importa que ella sea la que maneje todo.