– ¿Esa es la clase de marido que deseas?
– Me gustaría un esposo que compartiera las tareas de Friarsgate conmigo, pero tendría que amarlo tanto como yo. Y debería entender que conozco muy bien mis tierras y que sé cómo comprar y vender para no causar ninguna pérdida. Creo que no existe un hombre así en este mundo, pero iré a la corte para complacer a mi familia y me comportaré como ellos lo desean.
– ¿Y el amor? -le preguntó Baen.
– ¿Amor? -ella parecía sorprendida por la pregunta.
– ¿No quieres amar al hombre que sea tu esposo, Elizabeth Meredith? -le dijo mientras estudiaba detenidamente el rostro de la muchacha.
– Supongo que debe ser agradable amar al hombre que se elige como marido. Mis hermanas aman a sus esposos, pero ninguna de ellas tiene tantas responsabilidades como yo. Debo elegir un hombre que sea el mejor para Friarsgate, si es que ese ser existe.
Baen MacColl se acercó, tomó su rostro y la besó lenta y suavemente en los labios.
Elizabeth abrió los ojos de par en par y retrocedió de inmediato.
– ¿Por qué has hecho eso?
– Nunca te han besado -fue la respuesta.
– No. Pero no has respondido mi pregunta, Baen.
– Me pareció que necesitabas un beso. Eres muy estricta respecto de tus deberes, Elizabeth Meredith. ¿Alguna vez se te ocurrió que también podías divertirte?
– La diversión es para los niños.
– Te sugiero de todo corazón que aprendas a besar antes de presentarte en sociedad.
– Y tú te ofreces como mi instructor…
– Dicen que beso bien, y tú tienes mucho que aprender en esa materia -le dijo con una amplia sonrisa.
– ¿Qué tiene de malo mi manera de besar?
– Cuando te besé, tus labios no se movieron.
– Tal vez no tenía ganas de ser besada -dijo y se sonrojó muy a su pesar.
– Todas las muchachas quieren que las besen. ¿Lo intentamos de nuevo?
– ¡No!
– Tienes miedo -se burló Baen.
– No. Simplemente no quiero que me vean besando a un perfecto extraño en medio de los rebaños. ¿Qué pensarían de mí los pastores, Baen MacColl?
– Tienes razón. Continuaremos las lecciones por la noche en el salón, cuando tu tío se haya ido a dormir.
– ¡No! -le dijo Elizabeth-. Como todos los escoceses, eres demasiado atrevido.
– Si no aprendes a besar antes de ir al palacio, los caballeros se burlarán de ti.
– Una dama respetable no tiene experiencia en los asuntos carnales -declaró Elizabeth con seriedad.
– Una muchacha de tu edad debe saber besar. Si no me besas esta noche en el salón, me demostrarás que eres una cobarde, Elizabeth Meredith -le dijo clavándole sus ojos grises.
– Muy bien -dijo con impaciencia-. Pero sólo un beso para dejar constancia de mi valentía.
CAPÍTULO 03
Luego de la cena, Elizabeth se escabulló del salón y subió a sus aposentos. No tenía la menor intención de besar al visitante escocés, que era un individuo muy atrevido. ¡Demasiado atrevido, a decir verdad!
El breve contacto con sus labios la había perturbado bastante. Para ella, los besos eran un asunto serio que requería cierto grado de intimidad y aún no se sentía preparada para entregarse a un hombre. "Bueno, es hora de que vayas acostumbrándote a la idea -le decía con impaciencia una voz interior-. Ningún hombre querrá una mujer que no besa ni acaricia".
Estuvo debatiéndose entre volver o no al salón y finalmente decidió permanecer en su alcoba.
A la mañana siguiente se levantó antes que lo usual, se vistió y bajó al salón. Solo había unos pocos criados, que al ver a su ama se apresuraron a servirle el desayuno. Colocaron una escudilla con avena caliente frente a la joven y una copa de sidra. Elizabeth comía despacio, con la mente concentrada en las actividades del día. Cortó una feta de queso, la extendió sobre una rodaja de pan caliente y se lamió los dedos por donde chorreaba la mantequilla derretida. Cuando terminó de comer, fue a sentarse junto al fuego durante unos minutos antes de comenzar las labores.
– ¡Cobarde!
Dio un respingo al escuchar que alguien le hablaba al oído. Volteó y se encontró con Baen MacColl, quien, antes de que ella tuviera tiempo de reaccionar, la besó.
– ¡Sinvergüenza! -atinó a gritar, sorprendida.
– Relájate y bésame. Tienes labios demasiado dulces y apetecibles, Elizabeth Meredith; no puedo resistir la tentación de saborearlos.
Él se inclinó con la intención de besaría y la estrechó entre sus brazos. Ella se relajó y apretó su boca contra la de Baen.
– Eso es, pequeña -la alentó MacColl.
"¿Qué estoy haciendo?" -pensó Elizabeth, presa de una súbita debilidad. El contacto con los labios de Baen era sencillamente embriagador. Suspiró y, soltándose con brusquedad del dulce abrazo, volvió a reclinarse en la silla.
– ¡Cómo te atreves! -exclamó ruborizada.
Baen lanzó una risita, se arrodilló para mirarla directamente a los ojos y, tomándole la mano, inquirió:
– ¿Acaso te ha disgustado?
Los intensos ojos grises del escocés le provocaron un leve vértigo.
– Bueno, en realidad, no… -musitó Elizabeth tratando desesperadamente de recobrar la compostura. Sentía la cálida opresión de la mano de Baen.
– Entonces te agradó -replicó el escocés con una mirada brillante y algo perversa.
– ¡No debiste besarme! -fue la indignada respuesta. ¿Qué más podía decir en su defensa después de haberlo besado con tanto descaro?
– Es cierto, pero lo hice.
– ¿Siempre haces lo que se te da la gana? -preguntó con voz trémula. El recuerdo de sus labios ardientes aún le cosquilleaba en la boca.
– No, pero no pude resistirme a tus encantos. Eres muy hermosa, Elizabeth Meredith -y con el dedo índice le acarició la barbilla.
– ¿Estuve mejor esta vez?
– ¡Sí, mucho mejor!
– Perfecto. Entonces, ya aprendí y no tendremos que volver a besarnos.
Baen se puso de pie y lanzó una carcajada.
– ¿Crees que eso es todo?
– ¿Qué más hay que saber?
– Debes aprender a acariciar y a ser acariciada… -murmuró con voz galante.
– Cierra la boca y siéntate a la mesa de una buena vez, Baen MacColl. Ordenaré a los sirvientes que te traigan el desayuno. Hoy tenemos mucho trabajo. En cuanto a lo otro, más vale que lo olvides. El beso fue bastante intenso y no soy tonta. Los besos llevan a las caricias y las caricias al apareamiento. No permitiré que mi virtud sea mancillada por ningún hombre, y menos aún por un villano escocés de las Tierras Altas. Cuando estés listo para salir a cabalgar, dile a Albert que me avise -se levantó de la silla y abandonó la estancia.
Baen MacColl sonrió y se sentó a la mesa para desayunar. ¿Qué diablos le pasaba? ¿Por qué se comportaba como un idiota? La muchacha no era como él; era una respetable heredera. Sin embargo, no podía reprimir el deseo de tocar su rubia cabellera, tan suave y limpia. Toda ella era limpia y fresca. Olía a tréboles y a pasto recién cortado; su delicioso aroma lo había aturdido al estrecharla en sus brazos. En adelante controlaría sus impulsos.
Thomas Bolton, que había observado la escena desde un ángulo oscuro del salón, estuvo a punto de intervenir. Pero no fue necesario, ya que la joven había manejado perfectamente al ardiente e impulsivo escocés sin ayuda de nadie. "Elizabeth sabrá defender su honor cuando tenga que enfrentar situaciones similares en la corte" -pensó lord Cambridge, complacido. Su sobrina no se dejaba turbar fácilmente por las atenciones de un caballero y eso lo llenaba de felicidad. Aunque, a decir verdad, el señor MacColl no parecía un caballero sino un hombre desvergonzado, como había señalado Elizabeth.