– ¡Buenos días, jovencito! -lo saludó fingiendo que acababa de entrar en el salón-. ¿Dormiste bien? He notado que estas noches serenas de invierno propician el sueño, ¿verdad? -Ahuyentó con la mano al criado que se aprestaba a servirle el desayuno.
– ¡No, no! Ya comí. -Luego volvió a dirigirse al escocés y le preguntó-: ¿Qué tareas le ha asignado hoy mi adorable sobrina?
– Parece que saldremos a inspeccionar los rebaños de las praderas más alejadas. ¿Desea cabalgar con nosotros, milord?
– ¡Oh, no, mi querido, de ninguna manera! Esta época del año es muy traicionera. Sientes que el sol te calienta la espalda, pero la humedad te penetra hasta los huesos. No es conveniente que un hombre de mi edad ande cabalgando con este clima.
– Pero viajará al sur bajo la lluvia.
– ¡Ay, no me lo recuerdes! -replicó con un estremecimiento-. Solo por Rosamund o por sus hijas me aventuro a emprender semejante viaje. Por suerte, llegaremos a la corte a principios de mayo, un mes siempre delicioso y el preferido del rey. Todos los días se organizan juegos, entretenimientos y fiestas. Y nos quedaremos en Greenwich, un sitio encantador. Nunca has estado en el sur, ¿verdad, muchacho?
– Friarsgate es lo más al sur que he llegado.
– Señor MacColl, el ama desea reunirse de inmediato con usted en la perrera -anunció Albert.
– ¿En la perrera? -preguntó lord Cambridge intrigado.
– Elizabeth dijo que me daría uno de sus cachorros Shetland. Supongo que querrá mostrármelos primero. Con su permiso, milord -se despidió y abandonó el salón.
Encontró a la joven rodeada de varios perros de distintas razas, que obviamente adoraban a su ama. Tenía en brazos un cachorro bastante grande de un sedoso pelaje blanco y negro.
– ¿Te gusta? Es el más grandote de la camada de Flora, la perra de Tam, y él ya ha empezado a adiestrarlo. ¿Qué nombre le pondrás?
– Nunca tuve un perro. Creo que lo llamaré Friar [1], por Friarsgate y porque la forma de la cabeza me recuerda a los frailes peregrinos. -Extendió el brazo y dejó que el perrito le oliera la mano. Luego lo acarició y dijo-: Seremos muy buenos amigos, Friar.
– Lo llevaremos con nosotros hoy -afirmó Elizabeth-. ¡Vámonos! Los caballos nos están esperando.
– Pero es muy pequeño para correr con los caballos -protestó Baen.
– Lo sé. Puedes colocarlo en tu montura. Tiene que acostumbrarse a ti, a tu olor y al sonido de tu voz. Tam seguirá entrenándolo y cuando Friar haya aprendido los rudimentos básicos, le enseñarás a obedecerte.
Mientras cabalgaban, Baen no pudo dejar de percibir la armonía existente entre la joven y sus tierras y animales. Los caballos avanzaban con cuidado por terrenos ora blandos y pantanosos, ora duros y cubiertos de escarcha, según cómo les diera el sol. Los corrales estaban repletos de criaturas lanudas que balaban sin cesar. Baen decidió que las mejores ovejas eran las Shropshire y las Cheviot, pues eran animales resistentes, capaces de sobrevivir con relativa facilidad a los crudos inviernos de las Tierras Altas.
Le divertía escuchar los suaves ronquidos del cachorrito que llevaba en la montura. Al principio Friar había protestado porque lo habían separado de su madre y de sus hermanos, pero al rato se tranquilizó y después de andar unos kilómetros cerró los ojos y se quedó dormido. Elizabeth y el joven se detuvieron para inspeccionar una manada de ovejas. Friar correteaba alrededor de la pareja y les ladraba a los pies hasta que, de pronto, instintivamente, se puso a mordisquear las patas de una oveja como si quisiera arrearla.
– ¡Ah, va a ser un excelente pastor! -exclamó Elizabeth-. Apenas acaba de empezar sus lecciones y mira lo bien que se desempeña. -Se echó a reír cuando la oveja se quejó ruidosamente del molesto cachorrito que la obligaba a moverse. Luego se arrodilló junto al animal y hundió los dedos en la lana ensortijada.
– Mira qué pelaje más grueso, Baen. Cuando la esquilen tendrás una buena cantidad de lana.
El joven se arrodilló junto a ella para examinar la lana. Sus manos se rozaron y Elizabeth, turbada, se puso de pie.
– Es cierto, es un animal muy fino -opinó Baen y tomó a Friar en sus brazos-. Cállate, pequeño. Veo que cumplirás muy bien con tus deberes.
Ella se dirigió al sitio donde estaba su caballo. La mano le ardía en el preciso lugar donde él la había tocado. Sintió un fuerte vahído y sacudió la cabeza para recomponerse antes de subir a la silla de montar.
– Se está haciendo tarde, Baen, y nos espera una larga cabalgata hasta llegar a la finca.
Cuando llegaron a los establos, la joven se apeó del caballo y se encaminó a la casa a toda prisa. Mientras tanto, Baen devolvió el cachorro a la perrera y lo colocó junto a su madre para que gozara de su merecida cena. Luego buscó a Elizabeth, pero ya había entrado en la casa. Se dirigió al salón y comprobó con cierta desilusión que tampoco estaba allí.
– ¡Mi querido muchacho! -saludó lord Cambridge haciéndole señas con la mano. William Smythe estaba a su lado-. ¿Cómo te fue con las ovejas? ¿Ya tienes tu perrito?
– Sí, un cachorro muy simpático al que bauticé Friar. Tam le enseñará los rudimentos básicos y luego aprenderemos a trabajar juntos. Y usted, milord, ¿tuvo un día productivo?
– Fue una jornada larga y tediosa. Ya está listo el guardarropa de Elizabeth, incluidos los zapatos y las joyas. Solo nos resta esperar hasta abril para partir rumbo a la corte.
– ¿Y no piensa regresar antes a sus tierras?
– No. Están construyendo un ala nueva en Otterly y recién la terminarán para el verano. Las hijas de mi heredera son muy revoltosas. Friarsgate no ofrece las mismas comodidades que mi casa, pero es un lugar deliciosamente pacífico. No obstante, el querido William tendrá que regresar antes a fin de supervisar la mudanza de mis muebles y pertenencias a la nueva morada, que, por suerte, no tendrá comunicación con el cuerpo principal del edificio. Ya no quiero que me invadan, muchacho. Espero pasar los últimos años de mi vida aislado en el ala oeste de mi casa.
– Lo entiendo muy bien -rió Baen-. La residencia de mi padre no es muy espaciosa y cuando llega algún huésped parece achicarse, como decía mi madrastra. Mis hermanos y yo somos hombres grandes y ninguno se ha casado todavía.
Nancy, la doncella, entró en el salón para comunicarles que a su ama le dolía la cabeza y no cenaría con ellos.
– No me sorprende que se sienta mal después de haber pasado todo el día en medio de esa espantosa humedad -opinó lord Cambridge-. Y Elizabeth se empecina en no cubrirse la cabeza. Un día caerá muerta, se lo he dicho mil veces, pero ella no entra en razón. Es de lo más testaruda. De todos modos, disfrutaremos juntos de una agradable cena y luego te venceré al ajedrez. Al parecer, juegas cada vez peor.
– Trataré de ser un digno oponente esta noche, milord -replicó Baen MacColl. Al ver una leve sonrisa en el rostro de William Smythe, se percató de que el secretario de lord Cambridge era plenamente consciente del engaño, aunque prefería mantenerlo en secreto. "Bueno pensó MacColl-Thomas Bolton es un sujeto un tanto estrafalario pero es divertido y bondadoso. Sé que le rompería el corazón si le ganara. Además, ¡le gusta tanto el juego!". Y asintiendo imperceptiblemente con la cabeza, le dio a entender a Smythe que agradecía su complicidad.
El mes de marzo llegaba a su fin. Baen MacColl volvería a Escocia a mediados del mes siguiente, cuando ya no hubiera nieve. En cambio, Elizabeth Meredith y lord Cambridge se marcharían a la corte el 10 de abril. Varios días antes de la partida, el señor de Claven's Carn arribó a Friarsgate junto con su esposa y cuatro de sus cinco hijos varones.
– No iba a permitir que partieras a la corte sin despedirte de mí dijo Rosamund abrazando con fuerza a su hija. Estaba a punto de cumplir cuarenta y un años y seguía siendo una mujer espléndida