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– ¡Qué hermosura! -suspiró su madre-. Tom, recuerdo la primera vez que fuimos a la corte y cómo insistías en que tuviera un guardarropa nuevo. Y luego les aconsejaste lo mismo a Philippa, a Banon, y ahora a Elizabeth. ¡Has sido un ángel para todas nosotras, querido primo! -Los ojos se le llenaron de lágrimas pensando en los viejos tiempos.

– Los zapatos me hacen doler -se quejó Elizabeth rompiendo el clima nostálgico-. Pero el tío me prohíbe usar botas, aunque las oculte debajo de las faldas, porque, según él, se van a ver cuando baile. Pero yo no bailo…

Thomas Bolton empalideció de golpe.

– ¡Por Dios! -gritó llevándose dramáticamente la mano al corazón-. Sabía que había olvidado algo. ¡No le enseñé a bailar! Es imprescindible que aprenda. El rey no soporta a las jóvenes que no saben danzar. ¿Te acuerdas, Rosamund, de cuando Enrique bailó contigo? Y también lo hizo con Philippa. ¿Cómo se me escapó algo tan fundamental para la educación de Elizabeth?

– Tío querido -lo calmó la sobrina-, no importa si bailo o no. El rey apenas reparará en mí.

– Te equivocas, tesoro, el rey se fijará muy bien en ti. Eres joven, bella y, ante todo, la hija de Rosamund. Es mi deber presentarte a Su Majestad, pues así lo exigen las inmutables leyes de la etiqueta. Y se han dicho muchas cosas de mí, querida, pero nadie ha puesto en duda jamás mis modales exquisitos -sentenció Thomas Bolton-. ¡Debes aprender a bailar! Y empezaremos ya mismo, aprovechando que tu madre está aquí. Ella y yo te enseñaremos algunas danzas de la corte. Soy un experto bailarían, mi querida, ya lo verás.

– Necesitamos música -le recordó Rosamund.

– Iré a buscar a los muchachos de la aldea que saben tocar -se ofreció Maybel-. No son tan buenos como los músicos de la corte, Pero servirán.

– Así que vas a aprender a bailar, Elizabeth. ¡Cómo nos vamos a divertir! -se burló Alexander con malicia.

Elizabeth le sonrió dulcemente y luego preguntó a su madre:

– ¿No crees que Alex también debería aprender, mamá? Tío Tom será mi compañero y tú bailarás con tu hijito. No querrás que ese muchacho sea un ignorante en los asuntos mundanos, pues algún día tendrá que ir a la corte de su rey.

– Es una idea excelente, Elizabeth -replicó Rosamund. Sabía que su hija estaba bromeando, pero aun así, se alegró al comprobar que era capaz de defenderse.

Jamie, Tavis y Edmund Hepburn rieron por lo bajo cuando Baen MacColl sonrió con satisfacción ante los gestos de malestar de Alexander. No debió cometer la torpeza de creer que su hermana mayor no le devolvería el golpe. Elizabeth Meredith era una joven aguerrida.

– ¿Quién dice que iré a la corte del rey Jacobo? -protestó Alexander-. ¡Papá, dile a mamá que no necesito clases de baile! Jamás lograrán que me contonee y haga cabriolas como un estúpido petimetre.

– No, hijo. Creo que deberías aprender a bailar. Uno nunca sabe lo que puede depararle el destino. Y cuando hayas aprendido perfectamente, les enseñarás a tus hermanos, pues en el futuro alguno de ellos podría decidir tentar suerte en la corte. -El señor de Claven's Carn dijo esto último casi riendo. Guiñó el ojo a su hijastra, felicitándola por su inteligencia.

Maybel apareció en el salón junto con los músicos, que llevaban dos flautas de caña, un tambor y un címbalo. Era una banda de lo más rústica, pero no había nada mejor en la aldea. El cuarteto comenzó a tocar una melodía y lord Cambridge condujo a su prima al centro del salón, donde bailaron con gran elegancia. Rosamund se sorprendió de recordar los pasos de las danzas cortesanas más difíciles después de tantos años. Muy pronto el rostro se le enrojeció debido al esfuerzo y se echó a reír. Al cabo de un rato, lord Cambridge paró la música.

– Ahora es tu turno, Elizabeth. Alexander, baila con tu madre.

Con renuencia, los dos hermanos se levantaron de la mesa y se dispusieron a cumplir la orden del tío. Lord Cambridge indicó a los músicos que volvieran a tocar. Elizabeth descubrió con asombro que le resultaba muy fácil imitar los pasos de su madre, y en pocos segundos se vio bailando con su tío como si lo hubiera hecho toda la vida. En cambio, Alexander iba a los tumbos, se enredaba con los pies de Rosamund y estuvo a punto de derribarla. Regresó a su lugar mascullando que la danza era una total pérdida de tiempo para un hombre de verdad. Al mal humor se sumó la vergüenza cuando sus hermanos menores comenzaron a bailar imitando sus torpes movimientos. Muy pronto el salón entero estalló en carcajadas por las travesuras de los niños.

– Con su permiso, milord -dijo Baen MacColl.

– Por supuesto -repuso lord Hepburn y, con una amplia sonrisa, le cedió a su esposa.

– ¿Sabe bailar, caballero? -preguntó Rosamund sorprendida.

– Mi madrastra me enseñó los rudimentos básicos. Estos pasos son muy difíciles, y puede que tropiece un poco, pero quisiera hacer el intento, si usted está dispuesta a ser paciente.

– Admiro su espíritu de aventura, Baen MacColl -replicó Rosamund, guiándolo mientras danzaban.

Al cabo de un rato, lord Cambridge sugirió:

– Cambiemos de pareja, queridos, y veamos cómo se las ingenia Elizabeth para bailar con un compañero más torpe, pues no todos son tan diestros como yo en la corte.

Entregó a la joven a Baen MacColl y tomó la mano de Rosamund.

– Siempre fuiste la más graciosa de las bailarinas -elogió a su prima-. Recuerdo cómo maravillabas a todos en palacio hace muchísimos años.

– ¡No tantos! -bromeó Rosamund.

– Me temo que sí -sonrió Thomas Bolton-. Estoy envejeciendo, tesoro Pero confieso que nunca fui tan feliz en mi vida. No obstante, creo que esta será mi última visita a la corte de Enrique VIII. Una vez que hayamos conseguido un buen candidato para Elizabeth, me retiraré del mundanal ruido y me recluiré en Otterly.

– No te creo una palabra, Tom. ¿Pretendes convencerme de que ni lera irás a Londres para renovar tu guardarropa?

– Así es, tesoro. Los años empiezan a pesarme y me he puesto barrigón. Ya no tengo la esbelta figura de antaño.

Baen MacColl sonrió al escuchar el diálogo entre Rosamund y su primo. La calidez y el amor que reinaba en la familia eran genuinos y le provocaban cierta envidia.

– No estás prestando atención a los pasos -tronó la voz de Elizabeth-. ¿En qué estás pensando, Baen?

– En cuánto se aman los miembros de tu familia.

– Es cierto -sonrió la joven.

– Y por eso obedeces los deseos de tu madre y tu tío -observó el escocés.

Elizabeth asintió.

– Tal vez encuentres un marido en la corte. -Baen no tardó en arrepentirse de haber pronunciado esas palabras.

– Lo dudo, pero no se quedarán satisfechos hasta que les demuestre que he hecho todo lo posible. El problema es que ninguno de los hijos de mis hermanas puede heredarme, y mamá no quiere legar Friarsgate a sus vástagos escoceses. Su posición es clara y firme: las tierras deben ser inglesas.

– ¿No quieres enamorarte ni tener hijos?

– Nunca me puse a pensar seriamente en el tema. Nací en Friarsgate y fui la hija menor de mi padre. Crecí sin que me prestaran mucha atención, pues mamá tuvo que ausentarse varias veces. Pero finalmente me llegó la oportunidad de ser la dueña y señora de estas tierras cuando Philippa renunció a Friarsgate. A mí sí me interesaba la finca. Si contraigo matrimonio, Baen, mi esposo querrá imponer su autoridad y no estoy dispuesta a cedérsela a nadie. ¿Cómo podría un extraño administrar estas tierras? ¿Cómo podría saber todo lo que yo sé? No solo hay que cuidar las ovejas sino también comercializar los tejidos que fabricamos. Mi esposo querrá que tenga hijos y me ocupe de la casa. Maybel se encarga de las tareas domésticas, pues a mí me fastidian. Si todo eso sucediera, Friarsgate se vendría abajo en poco tiempo. De modo que prefiero quedarme soltera, a ver cómo se derrumba todo lo que amo.