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Por fin llegó la mañana del 10 de abril. El sol brillaba; el cielo era diáfano. Elizabeth apenas había dormido la noche anterior; no porque estuviera excitada por el inminente viaje, sino más bien por temor, una emoción que no solía frecuentarla. Ese malestar la irritaba sobremanera. Además, no soportaba el incesante parloteo de su madre, Maybel y Nancy. Su fastidio fue tan intenso que sintió deseos de gritar.

– ¿Estás segura de haber guardado en el baúl más pequeño todo lo que necesitará tu ama durante el viaje? -preguntó Rosamund a la doncella por décima vez.

– Sí, milady -respondió Nancy con paciencia.

– ¿Y el cepillo de dientes?

– Sí, milady

– ¿Y las medias de seda?

– Sí, milady.

– ¿Y una enagua de franela adicional?

– Sí, milady.

– Mamá, Nancy es muy eficiente, no te preocupes. Las dos hemos revisado todo el equipaje hasta el hartazgo. Ya está todo listo.

– ¿Y el alhajero? ¿Dónde está el alhajero?

– En uno de los baúles, junto con los corpiños y las mangas. Mamá, vas a enfermarme si continúas fastidiando con tus malditas preguntas. Hago este viaje con el único propósito de complacerte. ¿Lo entiendes?

– Regresarás cuando hayas conseguido un buen candidato, Elizabeth.

– Sí, mamá -fue la réplica de la joven.

– Vamos, hija mía, no estés tan nerviosa.

– Necesito salir a caminar por la pradera -anunció de pronto Elizabeth.

– ¡Pero el sol aún no ha aparecido!

– Pues lo hará de un momento a otro y hoy quiero ver la salida del sol. Pasarán varias semanas antes de que vuelva a contemplar el amanecer en mis propias tierras.

La joven huyo corriendo de la alcoba. Afuera el aire era fresco y vivificante; el cielo, claro y luminoso, y los primeros rayos comenzaban d asomar por encima de las colinas. Las ovejas pastaban en los prados que rodeaban la casa, y al mirarlas Elizabeth se echó a llorar. No quería irse. ¡Y no se iría! No le importaba mortificar a su madre. ¡No iría a la corte! Friarsgate era la fuente de su fuerza y vitalidad y necesitaba estar allí.

– Despídete de todos pequeña – escuchó que le decía MacColl-. Luego junta fuerza y haz lo que tengas que hacer. No eres una cobarde, Elizabeth Meredith.

La joven se dio vuelta y se arrojó en los brazos de Baen, que la estrecho con fuerza mientras ella no paraba de llorar. Sin decir una palabra, le acarició la cabeza para consolarla. El llanto fue disminuyendo de a poco. Él esperó a que recuperase la calma y recién entonces aflojó el abrazo. Elizabeth lo miró a los ojos y él advirtió que las oscuras pestañas, ahora empapadas de lágrimas, contrastaban con el rubio de la cabellera.

– Gracias -susurró Elizabeth, y se encaminó a la casa.

CAPÍTULO 04

Lord Cambridge había olvidado cuan largo y tedioso era el viaje a Londres. Pero la emoción que los nuevos paisajes provocaban en Elizabeth despertó su entusiasmo, y recordó la primera vez que había recorrido el trayecto con Rosamund y más tarde con sus hijas mayores. Los días pasaron velozmente y, de pronto, se encontraron cabalgando por el camino que conducía a la casa de Thomas Bolton en Londres. En la puerta, una elegante mujer los esperaba para darles la bienvenida.

– Bien -dijo Philippa, la condesa de Witton, al ver a su hermana menor-, se te ve bastante presentable, Bessie.

– No olvides, Philippa, que ahora soy Elizabeth, no Bessie. Ni siquiera nuestra madre me sigue llamando así. -Se sacudió el polvo de la falda de terciopelo bordó-. ¿Podemos pasar? ¿O prefieres que nos quedemos afuera y compartir con todos nuestra tierna reunión? ¿Hace cuánto que no nos vemos?

– Ocho años -respondió irritada Philippa.

– Y sigues tan bella como siempre, querida -dijo lord Cambridge, intentando aliviar la tensión que ya se había instalado entre las hermanas-. ¿Cómo lo logras? Pues para colmo tienes que hacerte cargo de tus niños. -Thomas Bolton la besó en ambas mejillas.

– Y tú sigues siendo el mismo pícaro de siempre, tío -respondió con una sonrisa. Thomas Bolton era responsable de su felicidad y la joven le estaba eternamente agradecida. Philippa lo adoraba. Podría ayudar también a su hermana menor, pero era obvio que Bessie o Elizabeth, como prefería que la llamaran- seguía siendo una criatura difícil.

– Gracias por venir a visitarnos a Londres, querida mía. Sé que deseabas que nos detuviéramos primero en Brierewode, pero temía no llegar a Greenwich para las celebraciones de mayo. ¿Has traído a tu hija menor contigo? Me encanta saber que tengo una nueva niñita para mimar.

– No, tío, si quieres conocer a tu sobrina tendrás que venir a Brierewode. No quise viajar con una niña tan pequeña y su nodriza. Hay tanto que organizar cuando se viaja con niños. Por ese motivo, dejé también a Hugh Edmund en casa. El año próximo irá a la corte para servir como paje de la princesa María -dijo con orgullo-. Este año iré con ustedes a Greenwich a disfrutar de las festividades de mayo.

– ¿Y veremos a tus otros hijos? -preguntó Thomas Bolton.

– Sí, tío. Logramos ubicar en la corte tanto a Henry como a Owein. Hemos sido muy afortunados. Tú bien sabes qué importante son estas cosas cuando a uno le interesa progresar en la corte. Y, además, hay que arreglar el tema de los matrimonios. Henry, por supuesto, algún día será el sucesor de su padre, pero nunca viene mal forjarse una buena reputación en los círculos aristocráticos. Te asombrarás al verlos, querido tío. Mis hijos mayores ya son dos pequeños cortesanos.

Elizabeth reprimió todo tipo de comentario sobre las ambiciones de su hermana. En su opinión, los hijos debían vivir en casa con sus padres. Miró a su alrededor a fin de distraerse. Se hallaba en un largo vestíbulo con ventanas que daban al Támesis. Era muy hermoso. Aunque se había resistido a dejar Friarsgate, debía admitir que, hasta ahora, disfrutaba muchísimo del viaje. La campiña y las aldeas que atravesaron fueron una revelación para ella. Ahora estaba en Londres, y ya había decidido que no le gustaba.

– Mi hermana está muy callada-notó Philippa-. Espero que no sea siempre así, pues en palacio prefieren las mujeres vivaces.

– Creo que vas a pensar que soy vivaz, hermana, tal vez demasiado para tu gusto, pero ahora estoy cansada y desearía reposar. Aprendí que siempre es conveniente estudiar los nuevos escenarios para orientarse antes de subir a la palestra. Soy una persona muy cuidadosa y práctica. ¿Te parece que encontraré un hombre con esas cualidades en la corte? -Elizabeth estaba provocando a Philippa y ella lo sabía.

– No será nada fácil encontrarte un buen candidato, Elizabeth, pero haremos lo imposible para lograrlo. Te lo prometo -le respondió la condesa de Witton-. Cuando yo era la heredera de Friarsgate nadie quería desposarme. Pero, ¿cómo es posible que no encuentres un joven aceptable en Cumbria?

– Como sabes, hermana, la vida social en Cumbria es casi inexistente respondió Elizabeth-. Y, además, cuando se tienen tantas responsabilidades, no hay tiempo para la diversión.

– ¿No hay ningún Neville con quien te gustaría casarte? Seguramente Robert tiene muchos primos -acotó Philippa. La condesa de Witton no había cambiado mucho en los últimos años. Acaso su cintura estaba un poco más ancha debido a los cuatro partos, pero su cabello caoba seguía siendo tan espeso y brillante como siempre.

También sus ojos de miel brillaban con la misma intensidad de antes.

– Rob me presentó a varios de sus primos pero no me gustó ninguno. Todos pretendían apoderarse de Friarsgate. Sin embargo, eran incapaces de manejar la propiedad ni el negocio de la lana. Y casi todos estaban endeudados. ¡Lo único que falta es que tenga que pagar para conseguir un marido! Uno de ellos trató de seducirme para quedarse con Friarsgate, pero, como ves, no lo ha logrado.