Thomas Bolton se tragó la risa y apenas sonrió.
– Te ruego me perdones, hermana, por decir la verdad. Trataré de ser más circunspecta en el futuro. Pero espero que mi eventual marido no crea que pasaré el resto de mis días frente al telar con los críos colgando de mis faldas.
– ¡Tío, hazla razonar! -gritó Philippa angustiada.
– Querida, ¿Crispin se reunirá con nosotros en algún momento? -dijo Thomas Bolton, cambiando de tema.
– No lo sé. Todas las responsabilidades de Brierewode recaen sobre su persona. Si logra hacer lo planeado, vendrá a visitarnos hacia mediados de mayo. El matrimonio es una sociedad, Elizabeth. Crispin cumple su parte, y yo la mía. Mi trabajo consiste en venir a la corte para asegurar el futuro bienestar de nuestros hijos utilizando mis buenos contactos. Como bien sabes, tío, ser la condesa de Witton no significa frivolidad y fiestas. Elizabeth debería entender que Dios creó al marido y a la mujer para servir a un destino común -concluyó Philippa.
– Gracias por tus sabios consejos, hermana mía -dijo Elizabeth con dulzura.
"¡Es increíble! -pensó lord Cambridge-. Esta muchacha puede ser a la vez taimada y absolutamente directa. Parece que es una joven mucho más complicada de lo que creía".
– Solo quiero tu felicidad. Y que seas tan dichosa en tu matrimonio como lo somos Banon y yo.
– Has sido muy generosa en venir a la corte a ayudarme, pero si Friarsgate no necesitara un heredero, sería completamente feliz sin un marido.
– Solo una mujer anormal puede decir tal cosa -dijo Philippa indignada-. Es el miedo a perder el poder sobre Friarsgate lo que te impide casarte.
– No, no es eso. Jamás perderé mi autonomía -respondió con calma Elizabeth-. El hombre que me despose deberá reconocer que soy la heredera de Friarsgate y que su ayuda será bienvenida, pero nunca me someteré a los arbitrios de mi esposo.
– ¡Nunca le conseguiremos un marido! ¿Qué hombre honorable y de buena cuna va a soportar una mujer semejante, tío?
– No lo sé -dijo lord Cambridge, mientras le hacía un guiño a Elizabeth para que no se desanimara-. Mañana partiremos a la corte y comenzaremos a averiguarlo. A veces ocurren acontecimientos mágicos en el día de la primavera, queridas sobrinas.
– Acaso yo sea como tú, tío. Quizás esté destinada a la soledad, a vivir sin ningún compañero.
Philippa parecía al borde del desmayo.
– No, primor -respondió Thomas Bolton-. No creo que tu caso se parezca en nada al mío. En algún lugar del mundo hay un hombre dispuesto a amarte, a tomarte como esposa y a sentirse satisfecho de ser el compañero de tu pequeño reino. SÍ no lo encontramos aquí, lo hallaremos en otro lugar. Philippa, corazón, no desesperes. Todo saldrá bien. ¿Acaso no soy el tío que ha hecho magia para casar a Rosamund y a sus hijas? -Se acercó a sus sobrinas y les dio un cariñoso abrazo-. Vamos, mis tesoros, debemos decidir qué prendas luciremos mañana. Es preciso deslumbrar a todos.
CAPÍTULO 05
Flynn Estuardo contempló las grandes extensiones de césped del palacio de Greenwich, donde se llevaban a cabo los festejos del Día de Mayo. El tiempo era perfecto para celebrar el inicio de la primavera. Habían colocado el famoso palo de mayo, de cuya punta colgaban cintas multicolores, y un grupo de bellas jóvenes bailaba alrededor. Flynn reconoció a algunas de las bailarinas, pero no a todas. El rey se paseaba saludando a los huéspedes. Llevaba un traje de su color preferido, el verde Tudor, y lo acompañaba Ana Bolena. Su vestido también era verde, y su gruesa y negra cabellera, que enmarcaba su rostro felino, le cubría parte de la espalda. Su oscura cabeza estaba adornada por una corona de flores. Si bien Enrique Tudor se mostraba jovial como en todas las festividades, su jovialidad se acentuaba cuando se hallaba junto a su favorita.
Aunque no era diplomático, Flynn Estuardo estaba en la corte de Inglaterra al servicio de su medio hermano, el rey Jacobo V de Escocia. Oficialmente, su trabajo consistía en transmitir los mensajes que intercambiaban el rey Enrique y su sobrino escocés. Extraoficialmente, era los ojos y los oídos del monarca. Jacobo Estuardo no confiaba en ninguno de los Tudor, incluida su propia madre, ahora casada con su tercer marido, Enrique Estuardo, lord Methven. Empero, confiaba en Flynn, pues no solo era su medio hermano, sino que siempre había demostrado su lealtad a la casa de su difunto padre. Un hecho que desconcertaba a muchos, porque Jacobo IV nunca lo había reconocido oficialmente como su hijo, aunque había insistido en que el joven llevara su nombre.
– Flynn, mira hacia allá -murmuró su amigo Rees Jones al tiempo que señalaba a una muchacha.
– Sí, una auténtica belleza -coincidió Flynn- ¿Quién es?
– No tengo la menor idea. Es nueva en la corte. Pero está con alguien que yo conozco: la condesa de Witton. ¿Quieres que te la presente?
– ¿De dónde conoces a la condesa de Witton?
– Somos parientes lejanos. Mi abuelo materno era hermano de su padre, Owein Meredith, un galés. Es una mujer deliciosa, aunque algo remilgada.
– En otras palabras, estás considerando la posibilidad de seducirla -dijo el escocés.
– Philippa St. Claire no se dejaría seducir. Es una de las damas de honor de la reina, por quien siente devoción. No. Me agrada su honestidad y su ingenio. Ahora bien, querido Flynn, si deseas conocer a la exquisita criatura que la acompaña, es mejor apurarse, pues la sangre nueva siempre atrae a los caballeros de la corte.
Los dos hombres se pasearon por los jardines con aire distraído hasta llegar al sitio donde se encontraban Philippa, Thomas Bolton y Elizabeth.
– ¡Querida prima! -exclamó Rees, fingiendo sorpresa ante el encuentro-. ¿Cómo estás y quién es esta encantadora joven que te acompaña?
Philippa extendió la mano para que se la besara y replicó:
– ¡Rees, qué alegría verte por aquí! Esta es mi hermana menor, la señorita Elizabeth Meredith. Vino a la corte acompañada por mi tío, lord Cambridge, de quien te he hablado en otras ocasiones. Elizabeth también es tu pariente.
Philippa le dio un leve empujón a su hermana para recordarle que debía ofrecer la mano al caballero.
Elizabeth comprendió de inmediato y actuó en consecuencia. Lord Cambridge se sintió aliviado al notar que la crema, aplicada durante semanas, había surtido efecto, pues la mano de su sobrina se veía suave y elegante.
– ¿Y por qué somos parientes, señor? -preguntó Elizabeth.
– Compartimos un bisabuelo -dijo, y luego de dar las explicaciones del caso, agregó-; Debo confesar que el éxito de tu padre en la corte me facilitó las cosas.
– No recuerdo realmente a mi padre. Era muy pequeña cuando murió. Pero me dijeron que era un hombre bueno y honorable. Según dicen, me parezco a él.
– Entonces murió en plena juventud -dijo Rees.
– Sí. Se cayó de un manzano.
– ¡Elizabeth! -exclamó Philippa mortificada.
– Temo que mi hermana considera bochornosa la manera como murió nuestro padre. Tal vez si hubiera perecido en el campo de batalla o en la cama, a causa de una de esas dolencias románticas en las que el paciente se va extinguiendo como una vela, lo encontraría más aceptable -murmuró Elizabeth.
– ¿Qué estaba haciendo trepado a un manzano? -preguntó Rees, haciendo caso omiso de Philippa.
– Ayudaba a nuestros campesinos a recoger la cosecha. A nadie en Friarsgate se le había ocurrido jamás subirse a la copa del árbol y sacudirla para hacer caer la fruta. Recogían hasta donde alcanzaban, y dejaban que el resto se pudriera o se lo comieran los animales carroñeros. Según me dijeron, mi padre lo consideraba un desperdicio injustificable.
– En suma, se comportó hasta el final como un auténtico galés, pues el derroche, por mínimo que sea, constituye una aberración para los galeses -opinó Rees, y se volvió hacia su acompañante-: Primas, milord, permítanme presentarles a mi amigo Flynn Estuardo.