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Flynn besó primero la mano de la condesa de Witton, luego la de Elizabeth y, por último, hizo una cortés reverencia a Thomas Bolton.

– Flynn es el mensajero personal del rey Jacobo ante la corte del rey Enrique -explicó Rees.

– ¡Ah! -dijo lord Cambridge observando al joven-. Entonces usted es el espía.

El escocés se echó a reír.

– No, mis funciones no son tan atractivas, milord, aunque es comprensible que usted dé por sentado que soy un espía. Algunos lo hacen.

Sus ojos ambarinos centelleaban. Medía más de un metro ochenta y su cabeza estaba cubierta por una espesa cabellera rojiza.

– Usted es igual a su padre. El parecido es notable.

– ¿Lo conoció?

– Tuve ese privilegio, milord -replicó el joven con voz calma.

El inglés lo había sorprendido, pues a causa de su sofisticado aspecto lo había tomado por uno de esos cortesanos afectados que abundaban en la corte Todos sabían que era medio hermano del rey de Escocia, pero nadie hablaba del tema.

– Pasé muchas horas deliciosas en la corte de Edimburgo y en su compañía. Era un caballero extraordinario y, por cierto, muy singular -dijo lord Cambridge.

– ¡Tío! -exclamó Philippa, sin poder disimular su incomodidad.

– Querida niña, mi amigo está muerto y el triunfo de Enrique VIII es incuestionable. Hablar bien de Jacobo Estuardo, el cuarto de la dinastía, no puede hacer daño a nadie -repuso Tom, al tiempo que palmeaba el hombro de su sobrina.

– Gracias, milord. Condesa, ¿me permite dar un paseo con su hermana?

– Por supuesto -repuso Philippa.

Y aunque Flynn no era un candidato digno de tener en cuenta, ni una persona con quien convenía involucrarse, no había razón alguna para negarle el permiso.

– Pero no se alejen de mi vista, por favor.

– Desde luego, señora -dijo el escocés, haciendo una reverencia y ofreciéndole el brazo a Elizabeth.

"Al menos tiene buenos modales y es amigo de Rees Jones -pensó Philippa-. Y mi hermana debe comenzar su búsqueda por alguna parte."

– Usted, al igual que yo, no parece pertenecer a esta corte -comentó Elizabeth, mientras se alejaban.

– Con ese vestido, nadie diría eso. El celeste le sienta de maravillas.

– Eso dice mi tío.

– Usted no se parece en nada a su hermana.

– No. Mis dos hermanas se parecen a mi madre. Y yo, según dicen, soy el vivo retrato de mi padre. ¿Por qué está aquí?

– Soy la heredera de una propiedad bastante valiosa. Todavía no me he casado y me han traído a la corte con la esperanza de que encuentre un marido.

– Una muchacha tan bella como usted debería estar casada desde hace rato.

Elizabeth se echó a reír.

– ¿Por qué? -le preguntó con picardía, mirándolo a la cara-. ¿Solo porque me consideran bella y rica? Mi hermana se horrorizaría si me escuchara hablar de esta manera, pero mi madre cree que sus hijas deben elegir por sí mismas en lo tocante al matrimonio. Es insólito pero es así.

– Y como no hay ningún candidato que le guste, la han enviado a la corte para ampliar, digamos, el coto de caza. Pues bien, encontrará aquí a una multitud de jóvenes, y no tan jóvenes, deseosos de tener por esposa a una bella heredera.

– No encontraré a nadie. El hombre con quien me case debe estar dispuesto a vivir en Friarsgate y a ayudarme en el manejo de la finca, de la que soy responsable desde que cumplí catorce años. Compartiré las responsabilidades con él, pero jamás delegaré mi autoridad. Ahora mire a su alrededor y dígame si alguno de esos perfumados petimetres resulta adecuado para mí.

– ¿Entonces, por qué vino a la corte si piensa que es una pérdida de tiempo?

– Para complacer a mi familia, especialmente a mi madre.

– ¿Qué ocurrirá cuando vuelva sin haber encontrado un pretendiente?

– Mi madre se preocupará y se enojará, supongo. Mi padrastro, el lord de Claven's Carn, intentará desposarme con el hijo menor de alguno de sus amigos. Pero finalmente se calmarán -dijo Elizabeth lanzando un suspiro-. Sé que debo casarme si quiero tener un heredero algún día, aunque el asunto no me hace ninguna gracia. -Luego levantó la vista y lo miró a los ojos-: Usted hace muchas preguntas y yo se las respondo casi sin darme cuenta, pese a que no debería hacerlo. Al fin y al cabo, somos dos extraños.

– Ya no lo somos, Elizabeth Meredith -repuso Flynn. Y después de una pausa agregó, tuteándola-. ¿Te gustaría conocer a otros jóvenes? Tal vez tu hermana no los encuentre del todo aceptables, pero si tu estadía en la corte va a ser breve, necesitarás un poco de diversión.

– Si digo que sí, ¿me prometes que estaremos fuera de la vista de Philippa?

Él asintió con la cabeza y sonrió.

– ¡Adelante, entonces! -exclamó ella.

– Eres una muchacha difícil, ¿verdad? -dijo Flynn con ánimo de provocarla.

Elizabeth le contestó con una risita sarcástica, mientras él la conducía, para su sorpresa, al sitio donde se hallaba sentada Ana Bolena, rodeada por un grupo de caballeros.

– Señorita Bolena, permítame presentarle a la hermana de la condesa de Witton, recién venida a la corte -dijo Flynn Estuardo.

Ana Bolena la observó con atención. Elizabeth era muy bella y se vestía con mucha elegancia. El corpiño y los puños de su traje de seda celeste estaban bordados en hilos de plata y perlas. La enagua era de brocado y llevaba una toca ribeteada con perlas. Era, justamente, el tipo de perfecta beldad inglesa que podía atraer al rey, y Ana se sintió molesta. Su respuesta a la presentación fue sumamente parca: asintió apenas con la cabeza, en tanto que la peligrosa rubia se inclinaba ante ella en una graciosa reverencia.

– Entonces es usted una Meredith -dijo sir Thomas Wyatt.

– Sí, milord.

– ¿Su padre era sir Owein Meredith?

– Lo era, que en paz descanse -replicó Elizabeth.

– ¿Ha venido a la corte a pescar un marido? -le preguntó con descaro.

– La que desea practicar el arte de la pesca es mi familia, no yo -repuso alegremente la joven.

Ana Bolena se echó a reír y los demás la imitaron. Esa joven no se dejaba intimidar en lo más mínimo por los aristócratas y los poderosos que la rodeaban. Era fresca y espontánea, pero también demasiado bella.

– ¿Es usted rica? -quiso saber George Bolena, el hermano de Ana.

– Lo soy. ¿Acaso está interesado en pedir mi mano y venir a Cumbria para desposarme?

Era evidente que se estaba burlando de él.

– ¿Cumbria? -George la miró horrorizado-. ¿No es allí donde se crían ovejas, señorita Meredith?

– Efectivamente, señor. Yo crío Cheviots, Shropshire, Hampshire y Merinos.

– ¿Las ovejas tienen nombres?

– Las ovejas, consideradas individualmente, no, pero las razas a las que pertenecen, sí.

– ¿Y es usted capaz de reconocerlas?

– Puedo reconocer toda clase de animales, señor, incluso a un asno -respondió Elizabeth con un brillo malicioso en los ojos.

– ¡Por Dios, George! Te han devuelto el petardo que acabas de lanzar -dijo sir Thomas Wyatt, y el grupo de cortesanos estalló en una sonora carcajada.

– ¿A qué se debe todo este jolgorio? -intervino el rey. Deslizó su mano en la de Ana Bolena y luego dirigió la mirada hacia Elizabeth Meredith.

– Vaya, vaya, la hija menor de Rosamund. Y eres igual a tu padre, que Dios lo tenga en la gloria. Me enteré por tu hermana de que estabas aquí, acompañada por lord Cambridge. ¡Bienvenida, Elizabeth Meredith! -dijo, y le tendió la mano repleta de anillos.

Elizabeth se apresuró a besarla y se inclinó, en señal de respeto.

– Gracias, Su Majestad.

– ¿Y cómo está tu querida madre? ¿Todavía en las garras de ese maldito fronterizo escocés que insistía tanto en desposarla?

– Sí, Su Majestad -repuso la joven, tratando de contener la risa.