– ¿Y cuántos hijos le ha engendrado el muy bribón?
– Cuatro, Su Majestad.
– Ese escocés es un hombre realmente afortunado -comentó el rey-¿Lo estás pasando bien, Elizabeth Meredith? Tu madre, a despego de sus protestas, siempre disfrutó de sus visitas.
– Es mi primer día en la corte, Su Majestad, pero me han recibido muy bien, especialmente la señorita Bolena y sus amigos.
– ¿De veras? -El rey Se volvió hacia la Joven que se hallaba a su lado-: -Has sido generosa, mi amor, y nada podía hacerme más feliz. El padre de la señorita Meredith fue uno de los súbditos más leales de los Tudor, y su madre pasó parte de su infancia y adolescencia en casa de mi madre y luego en casa de mi abuela. Rosamund Bolton y mi hermana Margarita eran íntimas amigas. ¿Todavía se escriben?
– De vez en cuando, Su Majestad. Mi madre le envía saludos, su Majestad, y desea que le recuerde que es su leal servidora.
El rey se echó a reír.
– Cuando le escribas, dile que si fuera tan leal como afirma no se hubiera casado con ese escocés ni se habría ido a vivir a la frontera.
– Le transmitiré puntualmente sus palabras, Su Majestad -prometió Elizabeth con una sonrisa.
Mientras tanto, Flynn Estuardo escuchaba el diálogo con suma atención. De modo que la madre de Elizabeth Meredith era amiga de la madre de su medio hermano. Y estaba casada con un escocés. El mundo era realmente pequeño.
El rey se echó a reír cuando Ana Bolena le repitió la irónica respuesta de Elizabeth Meredith a su hermano.
– Ten cuidado, George -le advirtió Enrique Tudor al joven-. Si la señorita Meredith se parece en algo a su madre, entonces nunca te saldrás con la tuya ni conseguirás nada de ella.
– Y tú, ¿nunca conseguiste nada de Rosamund Bolton? -le preguntó Ana Bolena.
– No, mi amor, nunca -mintió el rey.
Sabía cuan celosa era Ana y no deseaba que los celos provocados por su antigua relación con la antigua dama de Friarsgate recayeran en su hija.
– La señorita Meredith es muy hermosa, Enrique. Siempre te gustaron las mujeres rubias -comentó, con la intención de sondearlo.
– Sí, se parece a su padre. Pero prefiero a una joven de cabello negro, ojos chispeantes y con mucho ingenio.
Ana Bolena suspiró aliviada. Siempre había tenido miedo de perder al rey por otra mujer. Una mujer menos casta. Se las había ingeniado para mantenerlo en vilo durante varios años, y aunque le había otorgado ciertos privilegios, jamás le había permitido acostarse con ella, de modo que aún conservaba su virginidad. Ana Bolena no sería una de las prostitutas de Enrique Tudor, como lo fue María, su estúpida hermana. Ana Bolena deseaba ser la esposa del rey. Y ahora podía ser amiga de la señorita Meredith, pues la joven no significaba amenaza alguna para sus ambiciones. Ana no tenía amigas, aunque algunas simularan simpatizar con ella. Sus parientes, los Howard, estaban furiosos por su comportamiento. Pensaban que el rey se casaría con una princesa, como era su deber, y a Ana le conseguirían un marido. Pero Ana no se daba por vencida."Seré reina" -le repetía a su tío, el duque de Norfolk.
– Según tu madre, tenías talento para la música -le dijo Enrique Tudor a Elizabeth.
En realidad, Elizabeth tocaba varios instrumentos, pero sabía que en la corte el preferido era ahora el laúd.
– Toco el laúd, Su Majestad, y canto -respondió con una sonrisa.
– Estoy componiendo una canción especial para cierta dama. Cuando la termine, la aprenderás y la cantarás para nosotros.
– Será un honor, Su Majestad -repuso Elizabeth haciendo una reverencia.
– ¡Vayamos a pasear en bote, caballeros! -anunció de pronto Ana Bolena-. ¡El día es tan espléndido y el río está tan tranquilo!
La joven se alejó del rey y se dirigió al Támesis bailando y cantando.
El rey la miró divertido pero se negó a seguirla, pues debía saludar a otros huéspedes.
Flynn y Elizabeth, tomados del brazo, siguieron a Ana hasta la orilla del río, donde se encontraban varias barcas varadas en el barro.
– ¿Alguna vez paseaste en bote? -preguntó el joven ayudándola a subir a la embarcación.
– No, pero puedo nadar si naufragamos -le aseguró Elizabeth, mientras se sentaba en un almohadón colocado en el fondo de la barca.
– Es bueno saberlo, porque no soy especialmente hábil con el remo – repuso Flynn sonriendo.
– Entonces, ¿qué demonios hacemos aquí?
– No tengo la menor idea -admitió el joven, con un brillo malino en sus ojos color ámbar.
Elizabeth se echó a reír y Flynn la imitó.
– ¿Cuál es el chiste? -preguntó la señorita Bolena, que aún permanecía en la orilla rodeada por sus amigos.
– ¿Por qué estamos aquí, en la ribera? ¿Realmente tienen intenciones de navegar? -inquirió Elizabeth.
Ana reflexionó un minuto y luego meneó la cabeza.
– No, estas pequeñas embarcaciones tienden a escorarse demasiado. Y no sé nadar.
– ¿Y por qué nos invitaste a pasear en botes que se ladean como borrachos?
– Se me ocurrió que sería divertido, pero luego de pensarlo mejor, deseché la idea. ¡Bájate ya mismo de la barca, Elizabeth Meredith! Jugaremos a las cartas. ¿Tienes dinero para apostar?
– Sí, pero te advierto que soy una excelente jugadora -repuso la heredera de Friarsgate-. Flynn, ayúdame a salir de aquí, por favor.
El joven se acercó para darle la mano, pero sus pies resbalaron en el barro de la ribera y comenzó a caer hacia adelante. Y en su intento por frenar la caída aferrándose a la proa de la barca, la empujó accidentalmente al río. Ana Bolena lanzó un grito, alarmada. Los caballeros permanecieron boquiabiertos, mirando cómo el bote empezaba a navegar a la deriva.
"Qué fastidio, pero si no hago algo de inmediato, me atrapará la corriente", pensó Elizabeth. El escocés estaba de bruces en el lodo, y ninguno de los otros presumidos parecía dispuesto a acudir en su ayuda. La joven se liberó enseguida de las faldas, de las mangas, de la toca francesa y del velo. Se quitó los zapatos y, poniéndose de pie en la barca, se zambulló en el Támesis. Luego de emerger a la superficie, nadó hasta la orilla.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó Flynn.
– Excepto por la falta de ropa, sí.
El corsé no tenía mangas, la camisa de seda se le pegaba al cuerpo y estaba descalza.
– ¡Rodeen a la señorita Meredith! Y pónganse de espaldas a ella pues si la miran con la boca abierta se sentirá avergonzada -ordenó de pronto la señorita Bolena-. Y tú, George, trae una capa lo bastarte abrigada para impedir que se muera de frío, aunque estemos en el glorioso mes de mayo.
Después se acercó a Elizabeth, introduciéndose en el estrecho círculo que la protegía de las miradas indiscretas.
– Eres valiente, muchacha, y fue muy astuto de tu parte tirarte al agua Lamento la pérdida del vestido. Le diré al rey que te envíe uno nuevo pues todo ocurrió por mi culpa. Me perdonas, ¿verdad? -sonrió.
Elizabeth asintió con la cabeza y se echó a reír:
– Parecían todos tan perplejos al verme de pronto navegando en el río.
Ana, contagiada por la risa de Elizabeth, también rió.
– Mi hermana se pondrá furiosa cuando se entere del incidente. Sin duda preferiría que me hubiera ahogado en el mar totalmente vestida, a descubrir que nadé hasta la orilla semidesnuda.
Las dos jóvenes se desternillaban de risa.
– Me diste un susto terrible, te lo juro -confesó Ana Bolena.
– Y ninguno de tus elegantes amigos movió un músculo para salvarme. Seguramente, no querían estropearse la ropa y ni siquiera se les ocurrió sacársela.
– ¡Oh, imagínate el espectáculo! -dijo Ana, muerta de risa-. ¡Mi hermano tiene las piernas tan flacas como una cigüeña!
De pronto aparecieron el rey, Philippa y lord Cambridge.
– ¿Que ha sucedido? -preguntó el rey.