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– La elección del próximo heredero no le corresponde a nuestra madre sino a mí. No lo niego: necesito un marido, pero por lo que he visto hoy, no lo encontraré en la corte de Enrique Tudor. -Elizabeth lanzó un suspiro. No deseaba pelear con Philippa, que realmente trataba de ayudarla-. Lamento haberte avergonzado. Y trataré de evitar ese tipo de accidentes mientras esté en Greenwich, pero partiré para Friarsgate en junio. Mi decisión es irrevocable.

– No es tiempo suficiente para buscar marido -se quejó Philippa.

– Si encuentro a un hombre de mi agrado dispuesto a venir conmigo a Friarsgate, lo encontraré en ese lapso. Pero si, como creo, no hay ninguno que se adecue a mis requerimientos, entonces no tiene sentido permanecer aquí. Ya han pasado casi tres meses desde que me fui de casa. Edmund es demasiado viejo para ocuparse por sí solo de la propiedad. Y salvo yo, nadie más puede hacerlo.

– ¡Razón de más para encontrar un esposo! -dijo Philippa con entusiasmo-. Necesitas un compañero. Una mujer no debería manejar una propiedad tan grande como la tuya, Elizabeth. Un marido realizaría mejor la tarea, no me cabe duda.

Lord Cambridge esperó, resignado, la explosión que sin duda seguiría a las palabras de Philippa, pero, para su sorpresa, Elizabeth se limitó a morderse la lengua, o así le pareció a Tom.

Los criados habían traído ya varios baldes de agua caliente al dormitorio. Y Nancy le comunicó a su ama que el baño estaba listo y que podría enfriarse si no se apuraba a meterse en la tina.

– Valoro tu generosidad, pero comprenderás que mi aventura me ha dejado congelada y hedionda. Debo bañarme lo antes posible. Vuelve con tus amigos, querida hermana, y tú también, tío. Pasaré el resto del día en la cama -dijo Elizabeth sonriéndoles con dulzura.

Lord Cambridge no le creyó. No obstante, le hizo una ligera reverencia y dijo:

– Me parece lo más acertado, querida. Mañana nadie se acordará del asunto. Will se quedará en casa, por si lo necesitas. Vamos, Philippa. Es el Día de Mayo, mi ángel, y las celebraciones acaban de comenzar.

– ¿Estarás bien? -el tono de Philippa se había dulcificado y, al parecer, estaba realmente preocupada por su hermana menor-. El tío tiene razón, desde luego. Mañana nadie recordará tu percance. ¡Oh, ojalá Crispin vuelva pronto!

Besó a Elizabeth en la mejilla; luego tomó a lord Cambridge del brazo y ambos abandonaron el dormitorio.

Elizabeth suspiró aliviada.

– ¡Cómo le gusta complicar las cosas! ¿La escuchaste?

– Lo suficiente -repuso la doncella-. ¡Caramba! Espero que encuentren el bote. Las mangas eran preciosas, señorita.

Nancy era una muchacha alta y desgarbada, con un rostro vulgar pero bonito. Tenía trenzas de color castaño claro y ojos celestes. Como Elizabeth, nunca había salido hasta entonces de Friarsgate, aunque debía admitir que estaba disfrutando de su aventura.

– Llevaré su ropa al lavadero. Creo que algunas prendas son rescatables. ¿Es cierto que va a pasar el resto del día en la cama?

La joven se echó a reír.

– No, pero al menos no perderé el tiempo paseándome mientras los advenedizos me inspeccionan, cuchichean a mis espaldas y calculan cuan rica soy. Me sacaré yo misma de encima el hedor del río, me vestiré y me sentaré en el jardín a escuchar la música proveniente del palacio.

Nancy abandonó el cuarto y Elizabeth se lavó primero el cuerpo y después el largo cabello rubio, empapado con las sucias aguas del Támesis. Salió de la tina, se secó cuidadosamente con una de las toallas que se calentaban junto a la chimenea y se envolvió la cabeza en otra. Nancy había dejado una camisa limpia sobre la cama y Elizabeth se la puso. Luego, sentándose junto al fuego, se quitó la toalla y comenzó a cepillarse la cabellera al calor del hogar.

Cuando la doncella regresó, se colocó detrás de su ama y tomó el cepillo.

– Dios mío, su cabello es tieso como un palo. En cambio, lady Philippa tiene unos rulos magníficos, y a la señora Neville tampoco le faltan rizos, pero usted…

– La melena lacia va con mi naturaleza, así como los rulos se adecuan a la de Philippa. Ella es remilgada, aparatosa y procura ser una perfecta dama de la corte.

– Y a usted le encanta ser una criatura salvaje -replicó Nancy con ánimo de provocarla.

Elizabeth rió.

– Supongo que lo soy, pero cumplo con mis responsabilidades y no descuido mis deberes. Y antes de zambullirme en el río, querida Nancy, conocí a dos caballeros, al rey y a la señora Bolena.

– ¡Oh! -exclamó la doncella-. ¿Eran apuestos los caballeros?

– Uno es pariente mío. Se llama Rees Jones y tenemos un bisabuelo en común. El otro es el mensajero personal del rey Jacobo y está en la corte para transmitir a su soberano los mensajes del rey Enrique. Según tío Thomas, es un espía, aunque él lo niega.

– ¿Cómo es el rey? -preguntó Nancy.

Muy apuesto. Con barba y un maravilloso cabello rojizo. Sus ojos son pequeños, pero de color azul brillante. También es fornido. La señora Bolena está lejos de ser una belleza, aunque es muy elegante e ingeniosa. En realidad, me agrada bastante, pero siento pena por ella. Por mucho que lo oculte, sé que tiene miedo. Lo presiento, Nancy.

– Probablemente tiene miedo de perder su alma, robándole el marido a la reina -dijo la doncella con el típico pragmatismo de las campesinas.

– Catalina es la única culpable de la situación. El rey necesita un hijo y ella no puede dárselo. Debe haber entonces una nueva reina.

– Pero la legítima esposa de Enrique Tudor todavía no ha muerto -comentó Nancy algo escandalizada.

Había terminado de cepillarle el cabello y esperaba las órdenes de su ama.

– Tráeme algo sencillo, si eso es posible -dijo Elizabeth-. No deseo emperifollarme.

Nancy encontró una falda de seda color verde oscuro y un corsé de escote cuadrado con mangas ceñidas. Elizabeth se lo puso, se calzó un par de chinelas y salió al jardín. Tenía el cabello suelto y el único adorno era una cinta de seda verde alrededor de la cabeza con un pequeño óvalo de cristal que le caía en medio de la frente.

Sentada en un banco junto al agua, se dedicó a observar las embarcaciones que navegaban por el río. De pronto, divisó un pequeño bote que se encaminaba directamente a la dársena de lord Cambridge, piloteado por Flynn Estuardo. El joven saludó y amarró la barca. Llevaba en los brazos las faldas, las mangas y las enaguas de la muchacha. Dejó la ropa en el banco y, luego de hacerle una reverencia, sacó un par de zapatos de uno de los bolsillos internos de su jubón y los colocó en el regazo de Elizabeth.

– ¡Gracias, Flynn! -exclamó realmente sorprendida-. ¿Cómo los encontraste? Mi hermana estaba de lo más disgustada por la pérdida de las famosas mangas.

– La culpa fue mía, así que alquilé una embarcación y partimos en busca del bote. Cuando lo encontramos, lo remolcamos hasta el palacio y luego yo lo traje hasta aquí.

– Te estoy sumamente agradecida. Fue muy generoso de tu parte y. salvo tú, nadie más lo hubiera hecho.

– Tenías razón cuando dijiste que ninguno de los dos pertenece a la corte.

– Siéntate, por favor, y dime la verdad. ¿Eres nada más el mensajero del rey Jacobo?

Flynn se sentó en el césped junto a ella y le sonrió con picardía.

– Nada más.

– Según dicen, tu padre era un hombre encantador y a menudo encolerizaba a la reina. Un día descubrió que los numerosos bastardos de Jacobo vivían en el mismo palacio donde ella habitaba y los echó. ¿Estabas entre esas infortunadas criaturas, Flynn Estuardo?