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– Pero si le ha permitido a Flynn que la besara -se quejó.

– ¿Él se lo ha dicho? -inquirió enojada.

– En realidad, no -admitió sir Thomas Wyatt-. Los vi yo, con mis propios ojos, señorita Elizabeth.

– ¿Pero cómo se atreve a afirmar lo que ni yo ni Flynn admitimos? Ana Bolena rió.

– Estás perdido, primo. Vamos, Bess. Demos un paseo y dejemos que estos caballeros ardientes se entretengan como les venga en gana. Las muchachas se alejaron y cuando estuvieron a una distancia prudencial Ana le preguntó-: ¿Te besó?

– Sí. Y debo confesar que me tomó por sorpresa.

– ¿Cómo fue?

– ¡A ti ya te han besado!

– Cuando el rey me besa siento que me quiere devorar. ¿Flynn Estuardo da ese tipo de besos?

Elizabeth se quedó pensativa un buen rato y luego contestó:

– No. Fue un beso intenso, debo admitirlo, pero no me derritió. Me gustó cómo me acarició el rostro. Fue muy tierno. Ana querida, para llevarme un grato recuerdo, creo que dejaré que me bese otra vez.

– ¿Lo amas?

– No, pero me divierte que me corteje un hombre como él.

– ¿Te casarías con él?

Elizabeth sacudió la cabeza.

– No. No es el hombre adecuado.

– Pero, si mal no recuerdo, tu madre se ha casado con un escocés.

– Sí, pero ella ya no es la dama de Friarsgate. Ahora lo soy yo.

– Entonces, ¿con quién te casarás? Yo no veo la hora de desposar al rey y darle un hijo varón. La princesa de Aragón está dificultando las cosas. Como ya te habrás enterado, María me odia. El rey la echó de la corte por haberme insultado. ¿Y sabes lo que le dijo a su padre? Que rezaría por la inmortalidad de su alma. ¡Qué atrevida!

– Mi madre dice que el rey la adora-acotó Elizabeth.

– Eso era antes.

– Pero tú comprendes perfectamente su rencor hacia ti puesto que le has robado el amor de su padre. Está celosa, Ana. No deberías enojarte por eso.

– Mi hijo tendrá prioridad sobre ella. Pero todavía no tienes ningún hijo.

– Algún día lo tendré y tú también.

– Si logro conseguir marido -dijo Elizabeth haciendo una mueca.

– Mi tío piensa que debería ser más permisiva con el rey -le confió Ana-. Pero tengo miedo. El rey es tan grande y yo soy tan menuda. Ya tomé su virilidad con mi mano.

– ¡No lo dices en serio! -Elizabeth estaba confundida. No hablaban de las intimidades de un hombre cualquiera. ¡Se trataba del mismísimo rey!

– Sí, es cierto. Late y a veces es tibia y otras, fría. O yace fláccida en mi mano como un pájaro pequeño. Y otras, se hincha y se alarga, y se pone dura como una piedra. ¿Has tenido ocasión de verle la virilidad a un hombre?

Elizabeth sacudió la cabeza.

– No, pero observé a los animales cuando se aparean: el macho monta a la hembra. Vi ovejas, caballos, perros, gatos, hasta a un gallo que se montaba a una gallina en el corral.

– Los seres humanos no se aparean como los animales. Nosotras nos acostamos de espalda y el hombre se nos monta encima, según me contó mi madre. Los humanos se aparean de frente. Pero todavía no dejé que el rey lo hiciera. Me dicen que debería permitírselo porque, si no, me va a abandonar.

Elizabeth suspiró profundamente. Ana ya le había permitido al rey demasiadas licencias. "Pobre -pensó-, ¿Es posible que no pueda confiar en nadie más que en esta campesina de Cumbria?". Pero Ana Bolena no era tonta. Se había quitado un gran peso de encima y sabía que su amiga permanecería poco tiempo en la corte.

– Mira, Ana, yo soy una extraña en la corte. Hay intrigas, rumores, especulaciones sobre complots que, en general, no llegan a nada. El rey está casado con la reina Catalina y, aunque ella esté fuera de juego, Enrique no la dejará en paz hasta que lo libere del lazo matrimonial hasta entonces, ningún niño que nazca, salvo que sea de Catalina de Aragón, podrá heredar el trono. Me has dicho en repetidas ocasiones que no querías que te ocurriera lo mismo que a tu hermana María. ¿Y qué pasaría si satisficieras los pedidos del rey y le entregaras tu virtud? ¿Y si le dieras el hijo que tanto ansía? O tal vez dos. Los pobres críos serían hijos bastardos. ¿Te gustaría encontrarte en esa situación?

– ¡Jamás! -gritó Ana Bolena enojada.

– Tienes en tus manos el corazón del rey, Ana. ¿No estás contenta con eso? Enrique te ama.

– Me pregunto si es así -respondió con candidez-. O si simplemente quiere lo que no puede tener. Soy tan infeliz.

– ¿Y amabas a Harry Percy? -sondeó Elizabeth-. ¿Amas al rey?

– Amaba profundamente a Harry. Y, aunque parezca extraño, también amo al rey. Es un hombre maravilloso cuando estamos solos. Pero pienso que ahora, por desgracia, es tan infeliz como yo. El conflicto con la reina lo perturba profundamente. Trato de reconfortarlo, pero tienes razón, Bess, cuando me aconsejas mantenerme casta hasta que me convierta en su esposa. Dicen que hechicé al rey.

– Lo sé, pero la corte está poblada de tontos. Si el rey está embrujado es por tu ingenio, tu belleza y tus encantos.

Ana tomó las manos de Elizabeth.

– Nunca antes había tenido una amiga -dijo con tristeza-. ¿Es necesario que regreses a Friarsgate, Bess?

– Yo no pertenezco a la corte, Ana. Lo único que me da fuerzas para sobrevivir aquí es la certeza de que pronto regresaré a casa. ¡Debo volver a mis tierras!

– Yo podría arreglar que te quedaras en la corte. Si se lo pidiera al rey, él ordenaría que te invitaran de inmediato.

– Sí, ya sé que podrías hacerlo. Pero si realmente eres mi amiga, no lo harás. Nunca perderás mi amistad aunque esté lejos, en Cumbria. Mi madre conservó su amistad con la reina Catalina y con Margarita Estuardo, pese a la distancia que las separaba. Siempre seré tu amiga, Ana Moleña. Y cuando algún día seas reina, me sentiré orgullosa de nuestra amistad. Pero debo retornar a casa.

Ana suspiró.

– Te envidio, Bess Meredith. Tienes un hogar y un propósito en la 'da. Mi hogar, en cambio, es el lugar donde me encuentro circunstancialmente. Mi objetivo es ayudar a mi familia, esté donde esté. Esa es la e de Howard. Hay que progresar.

– El lema de mi familia es Tracez votre chemin -respondió Elizabeth con una sonrisa.

– Traza tu propio camino. Es un buen lema, Bess, y creo que es muy apropiado para ti porque, pese a lo que muchos piensen o digan, eres una mujer con gran determinación.

– Es cierto.

– Pero debes encontrar un esposo, Bess. Todas las mujeres deben hacerlo. ¿Qué pasará cuando se compruebe que el viaje a la corte ha sido un fracaso?

– No lo sé. No creo que mi familia me fuerce a una unión no deseada. Supongo que mi destino está en manos de Dios. No veo otra salida. Ana asintió.

– Creo que las dos estamos en manos de Dios. Espero que sea piadoso con estas humildes doncellas, Ana Bolena y Elizabeth Meredith.

CAPÍTULO 07

Elizabeth no le contó a nadie lo que hablaba con Ana Bolena. Ni siquiera se lo dijo a lord Cambridge, y menos aun a su hermana Philippa. La halagaba ser la confidente de una joven destinada a grandes cosas. Pero, al mismo tiempo, se sentía incómoda por la situación. Con todo, era lo bastante sensata para comprender que la señorita Bolena había necesitado desahogarse con alguien que conocía y en quien confiaba. Alguien que se iría muy pronto de la corte. "Nunca podré mirar al rey de nuevo a los ojos" -pensó Elizabeth, ruborizándose ante la imagen que Ana le había pintado de su amante o, mejor dicho, de su supuesto amante.

A Enrique Tudor, sin embargo, le encantaba que el objeto de su deseo hubiera trabado amistad con la hija de Rosamund Bolton. Al igual que su madre, las hijas de Rosamund eran modelos de discreción; aunque saber que dos de ellas estaban casadas y la tercera, en busca de un marido -el hecho de que alguien a quien había conocido en su adolescencia era ahora abuela-, lo obligaba a tomar conciencia del paso inexorable del tiempo y de la necesidad de tener un hijo legítimo. Observó, divertido, cómo Ana y sus amigos jugaban al gallo ciego en los jardines de Greenwich. El aire era deliciosamente cálido y los días comenzaban a alargarse. Por el momento, se sentía feliz.