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Elizabeth Meredith tenía los ojos cubiertos por un pañuelo y, por consiguiente, le resultaba imposible ver; pero sí podía escuchar el roce de los zapatos y las botas en el césped, el sonido de las sedas, las risitas en torno de ella, mientras avanzaba a tientas con los brazos extendidos y el oído alerta, decidida a atrapar al primero que cometiese Un error. De pronto, tuvo la certeza de que había alguien a sus faldas. Al darse vuelta, sus rápidos dedos aferraron el terciopelo de un jubón.

– ¡Ajá! -exclamó, quitándose el pañuelo y parpadeando ante el radiante sol-. Me temo que te descuidaste, Flynn Estuardo, porque escuché.

– Bah, simplemente me apiadé de ti.

– ¡Embustero! -dijo, al tiempo que le ataba el pañuelo, lo hacía girar varias veces y se alejaba velozmente.

Alguna bonita muchacha de seguro sentiría lástima por él y se pondría deliberadamente en su camino para que la atrapara. Y, en efecto, dos jóvenes de lo más risueñas estaban compitiendo por ese honor.

Flynn capturó a una de ellas con toda facilidad, y luego de recuperar la vista y de cegar al nuevo gallo -que comenzó a avanzar a los tropezones, procurando encontrar a alguien dispuesto a ser su víctima-, se apartó rápidamente de ella y se dirigió adonde se encontraba Elizabeth.

– Demos un paseo -dijo-. No tengo ganas de seguir jugando.

– ¡Qué manera de perder el tiempo! Al parecer, es todo cuanto saben hacer los cortesanos -repuso la joven y, cambiando abruptamente de tema, agregó-: Cuando no oficias de mensajero del rey, ¿qué haces en Escocia, Flynn?

– Por lo general estoy con Jacobo. Cazo, pesco y juego con él a los dados y al golf. Me siento a su lado en el consejo y escucho las discusiones de los condes. Recabo cualquier información que pueda serle de utilidad. En suma, llevo una vida de lo más ajetreada.

– ¿Alguna vez ella está en palacio? Me refiero a su madre.

– Pocas veces. Los escoceses nunca la aceptaron. Por un lado, creo que amaba a su marido; por el otro, sus lealtades estaban a menudo divididas, pues también amaba a su hermano, Enrique de Inglaterra. Tras la muerte de Jacobo IV, se percató de que nadie iba a protegerla y decidió ser leal a sí misma, lo que es comprensible. Primero se caso con Angus, a quien sólo le interesaba el poder, y cuando tomó conciencia de ello se divorció de inmediato. Ahora está casada con un hombre mucho menor que ella, pero Margarita Tudor es una mujer fascinante, debo admitirlo, y este Estuardo la adora.

– Eres muy astuto.

– Un espía debe serlo -contestó con ironía. -Pero me dijiste que no eras espía. Él lanzó una carcajada.

– Todo extranjero que vive en la corte de los Tudor espía por una u otra razón, mi corderita, pero ninguno de nosotros lo admitirá, por cierto.

– A mi juicio, aquí no sucede nada digno de repetir.

– No -coincidió Flynn-, al menos no por ahora. Pero de vez en cuando ocurre algo que vale la pena comunicarle a mi rey.

– De modo que no estás interesado en los aspectos mundanos de la corte.

– En absoluto. Notificar cuántas veces el rey fue al excusado no es de gran interés, desde luego, a menos que sea muy viejo o se esté muriendo -dijo Flynn. Después prefirió cambiar de tema y le preguntó-: ¿Estás dispuesta a participar en un concurso de tiro al blanco, dentro de tres días?

– Por supuesto, eres un magnífico instructor.

– Quizá necesitemos practicar de nuevo -sugirió el escocés.

– SÍ quieres besarme, Flynn Estuardo, olvídate del arco y de toda esa parafernalia y busquemos un lugar privado donde podamos abrazarnos -replicó maliciosamente Elizabeth.

– ¿Tratas de seducirme, corderita? Si esa es tu intención, es mi deber complacerte -le dijo, encantado de ver el rubor que cubría las mejillas de la joven ante sus descaradas palabras.

– ¡No, no! Tampoco deseo seducirte, pero me gusta besarte y no has intentado hacerlo desde el día en que me enseñaste a usar el arco. ¿Acaso no me encuentras digna de tus atenciones?

– Oh, corderita, te encuentro más que digna -replicó y, tomándola de la mano, la condujo al bosquecillo que separaba el palacio de la casa de lord Cambridge.

– Si vamos al jardín de mi tío, tendremos la privacidad necesaria -ronroneó la joven, mientras buscaba la llave de la puerta en el bolsillo oculto de su vestido rosa.

Él se detuvo ante sus temerarias palabras y la empujó contra un árbol añoso.

– Estoy empezando a pensar que eres un tanto ligera de cascos, corderita -Y apartando un mechón de pelo de la mejilla de Elizabeth, le advirtió-: No deberías dedicarte a semejantes juegos, a menos que estés preparada para pagar el precio.

– Según me han dicho, en los juegos del amor suelen ganar los dos amantes -replicó la dama de Friarsgate en voz baja.

Él la apretó aún más contra el árbol y ella pudo oler el aroma tan masculino que despedía su cuerpo. Se sintió mareada, presa de un deseo que jamás había experimentado.

– ¿Quién te lo dijo? -le preguntó con una sonrisa insinuante, al tiempo que sus labios le rozaban la frente.

– Mi madre.

– Una mujer muy sensata, por lo que veo.

Entonces, la tomó de la barbilla y, obligándola a levantar el rostro, le dio un beso apasionado.

Elizabeth cerró los ojos. Los labios de Flynn eran cálidos, secos, firmes. El contacto la deleitaba incluso ahora, cuando Flynn la forzaba, dulcemente a abrir la boca. Al principio se sobresaltó, pero él la sostuvo con firmeza mientras su lengua buscaba la suya, y aunque ella trató de evitarlo, él no se dio por vencido hasta que se enroscaron en una tierna, íntima caricia. Elizabeth se estremeció como si un fuego líquido corriera por sus venas. Sintió que le flaqueaban las piernas y se preguntó cómo se las ingeniaba para mantenerse de pie, y luego comprendió que era él quien la sostenía. Suspiró y apartó la cabeza.

– Fue lindo -murmuró con voz ronca.

Él se echó a reír.

– Pareces tener un talento innato para besar, corderita.

– Me gusta aprender. Hasta hace poco, nadie me había besado.

– ¡Ah, tu otro escocés! -replicó Flynn

– ¿Debería sentirme celoso?

Ahora fue Elizabeth quien soltó la carcajada.

– Ninguno de los dos debería sentirse celoso. Si yo te beso y permito que me beses es porque me gusta.

– Procura no hablar con tanta desaprensión, Elizabeth. Sé que no te andas con vueltas cuando dices la verdad y que eres una de las pocas personas cuyas palabras concuerdan con sus pensamientos. Sin embargo, otros podrían malinterpretarte y creer que eres una libertina. Yo no lo pienso, desde luego, pero soy un hombre honesto y pocos cortesanos lo son. Ten cuidado y trata de no aparentar lo que no eres. Sobre todo tomando en cuenta tu amistad con Ana Bolena, la amiguita del rey.

– ¿Por qué no estás casado? -le preguntó la joven, cambiando súbitamente de tema-. ¿Tienes una amante, como casi todos los Estuardo?

– No estoy casado porque no tengo nada que ofrecer a una esposa. Aunque mi padre era rey, soy un bastardo más bien pobre. Poseo un nombre, sí, pero no tengo tierras ni casa propia. Sirvo a mi medio hermano con amor y lealtad. Digamos que no estoy hecho para casarme. Y así como no puedo mantener a una legítima consorte, menos aún permitirme el lujo de una amante. La amantes, corderita, resultan más caras que las esposas.

– Piensas que tu hermano recompensará tus servicios. Lo mismo pensó mi padre con respecto a los Tudor, aunque al menos ellos le concedieron la mano de mi madre, quien, en aquellos tiempos, era la dama de Friarsgate. Lo que tú necesitas es una esposa rica, una esposa con tierras.