Y Flynn terminó por aceptar, pues su vida consistía en servir a su medio hermano. Empero, Elizabeth Meredith estaba en lo cierto. El rey había dado por sentada su lealtad, y como casi nunca lo veía, en cierto modo se había desentendido de él. Sin embargo, si le pidiera una esposa rica o algunas tierras, se las concedería de inmediato. Su hermano nunca había sido mezquino ni tacaño. Flynn suspiró. Era una lástima Friarsgate no estuviese del otro lado de la frontera. Elizabeth había demostrado un genuino interés por su persona, y el dolor que advirtió en su mirada cuando se vio obligado a rechazar sus propuestas lo había entristecido sobremanera. Pero el corderito inglés no era para él. Tarde o temprano se desencadenaría otra guerra entre Inglaterra y Escocia, y Elizabeth Meredith defendería su amado Friarsgate con uñas y dientes. Aunque nunca se había enamorado de ninguna mujer, no ignoraba cuán fácil le resultaría amar a la adorable heredera de Friarsgate. Pero, ¡ay!, ella regresaría al norte dentro de una semana y era casi imposible que la volviera a ver.
Elizabeth no se levantó al día siguiente y tuvo que persuadir a su preocupada hermana y a su no menos preocupado tío de que solo necesitaba un poco más de descanso.
– Vivir en la corte es más agotador que cuidar ovejas -se excusó-. Y por favor, no te olvides de decirle a Ana que me siento muy honrada por la fiesta y que mañana estaré allí, querido Tom.
Sin embargo, Ana Bolena prefirió cerciorarse personalmente y, escoltada por lord Cambridge, traspuso la puerta del jardín con el propósito de visitar a su amiga.
– Te ves muy pálida -fue lo primero que dijo.
– No estoy acostumbrada a permanecer hasta altas horas de la noche bailando y jugando -sonrió Elizabeth-. No puedo dormir dos o tres horas y luego acudir a misa perfectamente vestida y peinada, como tú. Soy una muchacha de campo y si no duermo por lo menos siete horas, no sirvo para nada.
– ¿Acaso no te levantas con el sol? Y el sol despunta más temprano en esta época.
– Sí, pero también me acuesto a una hora razonable. Tu vida es agotadora, Ana. Prefiero pasar el día cabalgando y vigilando los rebaños a perder el tiempo en ociosas diversiones. Perdona, querida amiga, pero no estoy acostumbrada a tu estilo de vida.
– Pero al menos te has divertido, ¿no es cierto?
– Sí, lo he pasado tan bien estas últimas semanas que me he visto obligada a meterme en cama para recuperar las fuerzas. Y mañana no pararé en todo el día.
– ¡Oh, sí! Habrá regatas en el río y concursos de tiro con arco, tanto para los caballeros como para las damas, y bailaremos y cantaremos ¡Será maravilloso! ¡Y la fiesta! Yo misma he elegido el menú. Comeremos faisanes, cisnes, pasteles rellenos con carne de caza, patos, gansos y carne vacuna. Y exquisiteces tales como confituras bañadas en caramelo y mazapán.
– ¡Gracias! No soy digna de semejante prodigalidad, querida Ana. Muchos se sentirán celosos de que hayas honrado con tanto fasto a una simple campesina como yo.
– Lo sé, y por eso mismo pienso que será divertido, ¿no crees?
Elizabeth se echó a reír.
– Eres una malvada, Ana. Pero pienso que se lo merecen, pues su conducta hacia ti deja mucho que desear. Lamento que los demás no te conozcan tan bien como yo. Tienes un buen corazón, pero te tratan mal y murmuran a tus espaldas. Ojalá no fuera así.
– Sobreviviré, Bess. Alguien en mi posición aprende rápidamente o perece. Y no lograrán vencerme. Haré lo que deba y seré reina un día. Le daré a Enrique un heredero, que vivirá muchos años, a diferencia de los hijos de la pobre Catalina. ¡Soy una mujer fuerte! Y ahora debo irme. Vine para cerciorarme de que estabas bien. Lord Cambridge me juró que gozabas de perfecta salud, pero quise comprobarlo por mí misma. Espero que tu disfraz sea maravilloso.
– Te sorprenderás cuando me veas -replicó la joven con una sonrisa
– ¿Te reconoceré?
– Desde luego.
– Adiós, entonces.
El día del vigesimosegundo cumpleaños de Elizabeth Meredith amaneció cálido y sin una sola nube en el cielo. Philippa y Thomas Bolton la despertaron, cada uno con un ramo de flores.
– ¡Qué gesto tan encantador! -exclamó la joven, sonriendo.
– ¿Estás lista para afrontar el día? -preguntó lord Cambridge con brillo pícaro en la mirada.
– Estoy lista. Y Philippa ha prometido acompañarme, ¿no es cierto, hermana?
– Ya me probé mi disfraz -dijo la condesa de Witton-. Es asombroso, pero Tom se las ha ingeniado para que el traje me siente a la perfección, aunque no me haya visto durante más de tres años.
– Tú no cambias, querida -repuso lord Cambridge.
– ¿Y si hubiera engordado?
– Tonterías. No está en tu naturaleza, mi ángel.
– ¿Viste mi disfraz, Philippa? -preguntó Elizabeth.
– Sí, y te quedará muy bien. Es demasiado audaz, pero ingenioso. Y te servirá para burlarte de los cortesanos que se han burlado de ti. Al rey le encantará la broma, y a mamá, cuando se lo cuente.
– Nunca me he avergonzado de ser quien soy.
– Y tampoco permitas que te avergüencen, jamás -dijo Thomas Bolton, presa de un súbito ataque de orgullo.
Luego, ambos salieron del dormitorio y Nancy le trajo el desayuno. La bandeja contenía un cuenco de frutillas frescas con crema batida, un plato de bollos, manteca, miel y vino aguado. Ella hubiera preferido huevos revueltos y carne, pero el cocinero consideró que ese desayuno se adecuaba más a su disfraz. Elizabeth comía lentamente, saboreando cada bocado, sin preocuparse de que debía vestirse lo antes posible e ir a Greenwich. Cuando, finalmente, hubo satisfecho su apetito, Nancy ya tenía preparada la bañera.
– ¿Cómo me peinaré? -le preguntó a la doncella-. No con el cabello suelto, supongo.
– Lo recogeré en una redecilla tejida con hilos de oro. No querrá que su hermosa cabellera reste importancia a su magnífico disfraz.
Luego de bañarse, enfundó sus piernas en unas medias de seda clara luego se puso una camisa de hombre, también de seda, y los calzones, por cuyos numerosos tajos se asomaban mechones de lana de oveja. Sobre la camisa, un jubón sin mangas de piel de cordero con los rulos a la vista. Al igual que los calzones, por los tajos de las mangas aparecían mechones de lana. Completaba el conjunto una casaca del mismo material, bordada con cuentas de cristal. Nancy colocó varios moños a rayas rosas y blancas en el cabello de Elizabeth. Después se arrodilló para calzarle los zapatos de cuero negro, semejantes a las pezuñas de los ovinos, y una vez terminada la tarea, la nueva dama de Friarsgate se puso de pie.
– ¡Oh, señorita! ¡Es tan gracioso!
– ¿Tienes la máscara?
La doncella se la alcanzó y Elizabeth se colocó sobre el rostro una linda cabeza de cordero, sostenida por una banda elástica.
– ¿Cómo me veo? Nancy no pudo disimular la risa.
– Si se apareciera en la pradera vestida de ese modo, de seguro espantaría a los rebaños. Pero hoy hará las delicias del rey y de la corte. Iré a ver si lord Cambridge y la condesa Philippa están listos.
La joven se miró en el espejo y sonrió. El disfraz era perfecto. La fiesta se celebraba en su honor, el de una simple heredera rural del norte. No en honor de una dama aristocrática de impresionante linaje y apellido rimbombante, sino en el de la hija de uno de los caballeros más leales de Enrique VIII. Se preguntó qué pensaría su padre, a quien ni siquiera recordaba, de todo ello. Cuando Nancy volvió para avisarle que la estaban aguardando, Elizabeth bajó las escaleras y se unió a ellos en el vestíbulo.
– ¡Querida muchacha! El traje es aun mejor de lo que había supuesto -exclamó Thomas Bolton, regocijado.
Se lo veía espléndido, con un disfraz igual al de su sobrina pero confeccionado en seda y en cuero de oveja negros. La casaca también estaba decorada con cristales. Llevaba una máscara plateada y se había puesto cuernos de carnero en los costados de la cabeza.