– ¡Buenos días, querida! -exclamó alegremente Thomas Bolton-. ¿Philippa ya se ha ido?
– Sí, después de darme un sermón, pues para eso vino -sonrió la joven sentándose en el borde de la cama-. Hoy no quiero ir a la corte, tío Tom, sino a cabalgar. ¿Me acompañarás?
– Una magnífica sugerencia, muchacha, y nos dará un respiro. La corte es un tedio. Quizás esté envejeciendo, pero ya no me resulta tan divertida como antes. No veo la hora de regresar a Friarsgate.
– Según Philippa, no podemos partir hasta que el rey se haya ido. ¿Es cierto?
– Lamentablemente, sí.
– Pero no será necesario concurrir a los festejos todos los santos días, supongo.
– No -repuso lord Cambridge-. Conozco un sendero donde podremos cabalgar esta tarde. Se encuentra junto al río y es realmente encantador. ¡Ah, por fin, Will! Desfallezco de hambre, querido.
Una tímida sonrisa iluminó el rostro de William Smythe mientras apoyaba la bandeja en el regazo de Thomas Bolton e introducía el borde de la servilleta en el cuello de su camisón.
– El cocinero se demoró porque quería que el pan estuviera caliente y esponjoso. La hogaza acaba de salir del horno, milord.
– Gracias por cuidarme con tanto esmero, Will.
Elizabeth tomó un trozo de tocino de la bandeja de su tío y, tras ingerirlo, dijo:
– Will, ¿por qué no nos acompañas a cabalgar esta tarde? Has trabajado mucho estas últimas semanas, mientras mi tío y yo disfrutábamos de la corte.
– Eso me gustaría -repuso William Smythe.
– ¡Qué bueno! ¿Le has contado a lord Cambridge lo del gatito? Pues bien, querido tío. Will encontró al más adorable de los gatitos escondido en la barca. Dios sabe cómo fue a parar allí, pero lo llevaremos al norte con nosotros. Lo bautizamos Dominó porque es blanco y negro. Y le he prometido a Will que si su gata Pussums no acepta la compañía de su nuevo amiguito, entonces me lo llevaré a casa.
– Pussums ya es una vieja y honorable dama y probablemente no le agradará la presencia del joven intruso. Sin embargo, me he acostumbrado a tener un gato a mi alrededor, y ahora habrá dos, uno para cada regazo, cuando nos sentemos junto al fuego en las noches de invierno. Si quieres un gato, querida niña, tendrás que encontrarlo por tu cuenta, me temo.
Elizabeth lo besó en la mejilla y abandonó el dormitorio, dando le las gracias por haber aceptado a Dominó. Thomas Bolton, por su parte, terminó de desayunar y se vistió como un consumado jinete. Los tres caballos los aguardaban en la campiña que rodeaba Greenwich. Los hombres andaban al paso, disfrutando de la calma del paisaje, pero Elizabeth no tardó en dejarlos atrás. Espoleando su cabalgadura subió a un altozano y se perdió de vista.
– La señorita Elizabeth está un poco triste. ¿No lo has notado, milord?
– SÍ le hubiésemos dado un mínimo empujón se habría enamorado del mensajero del rey de Escocia. Flynn Estuardo es más caballero que muchos de nuestros cortesanos, Will, pero no le conviene, desde luego.
– Porque es escocés.
– En cierto modo sí y en cierto modo no. Si no fuese el medio hermano del rey Jacobo, lo consideraría el hombre ideal. En principio, mi intención era casarla con un buen cortesano inglés, pero dadas sus responsabilidades con respecto a Friarsgate, comprendo que eso ya no es posible. ¿Qué opciones nos quedan entonces, querido muchacho? O forzarla a contraer matrimonio con uno de los ingleses del norte o que ella elija a un escocés de su agrado. Pero la lealtad de Flynn Estuardo a su rey es demasiado grande. De haber otra guerra, y sin duda la habrá, él no sería neutral. Friarsgate siempre se las ingenió para mantenerse al margen de las disputas entre Inglaterra y Escocia. Su aislamiento los ha preservado de las invasiones y de los merodeadores. Quizá lo mejor sea un marido escocés, un vulgar escocés sin relaciones importantes, un escocés de buena familia.
– ¿Tienes a alguien en mente, milord? -preguntó Will, aunque ya sabía la respuesta. Thomas Bolton había dedicado mucho tiempo a resolver el problema de Elizabeth y el de los futuros herederos de Friarsgate.
– Tal vez, muchacho, pero no estoy dispuesto a hablar del tema, por momento -repuso lord Cambridge con aire pensativo. -Supongo que aún no le has dicho nada a la señorita Meredith.
– No tampoco a mi prima Rosamund. Primero debo cerciorarme de que ese casamiento sea realmente el apropiado para Elizabeth, y tú debes guardar mi secreto.
– ¿Acaso no he guardado siempre tus secretos, milord?- Lord Cambridge le dedicó una luminosa sonrisa.
– Eres un tesoro, querido muchacho, y sabes de sobra que no me las arreglaría sin ti.
– ¿Por qué son tan lentos? -les preguntó la joven, que había regresado para unirse a ellos.
– Simplemente te hemos permitido gastar tus energías, sobrina Will y yo nos contentamos con un tranquilo paseo campestre.
Elizabeth se echó a reír y, espoleando a su caballo, se lanzó de nuevo al camino.
– Ah, la juventud -comentó lord Cambridge.
El hecho de escapar del tedio de la corte y de galopar por la campiña la hizo sentir mejor. Prefería regresar a la casa de su tío e ingerir una comida bien cocinada a observar cómo comían el rey y la señorita Bolena mientras ella se limitaba a picotear las sobras. Le gustaba acostarse a una hora razonable en lugar de permanecer en pie hasta altas horas de la noche. Al fin y al cabo, era una mujer de campo y estaba orgullosa de serlo.
Al día siguiente volvió a la corte y buscó a su amiga Ana Bolena.
– ¿Dónde te habías metido? Tu hermana me dijo que estabas descansando. Al parecer, el ritmo de la vida en la corte te extenúa.
– ¿Hablaste con Philippa? -Elizabeth se mostró sorprendida.
Ana volvió a exhibir su sonrisa felina.
– Sí. Vino a mi encuentro, me hizo una reverencia y me dijo que estabas en cama. Fue difícil para ella, pero sus modales son realmente impecables, Bess. ¿Todavía apoya a la reina?
– "Apoya" no es el término correcto, Ana -replicó la joven procurando proteger a su hermana-. Debes recordar que mi madre no solo ha sido amiga de la reina Catalina desde la infancia, sino que la ayudó en su época más difícil, antes de casarse con el rey. Cuando Philippa cumplió doce años se convirtió en una de sus damas de honor, y a partir de ese momento su único deseo fue servir a la reina. Y así lo hizo hasta que se casó. Siente lealtad hacia Catalina, y es comprensible. Si no le fuera fiel, no la respetaría como la respeto, pero incluso Philippa se impacienta ante la tozudez de la reina en lo concerniente al divorcio.
– Y cuando yo sea reina, ¿crees que sentirá la misma lealtad hacia mi persona?
– ¿Cómo se te ocurre? -respondió Elizabeth con candor-. Pero respetará tu posición, de eso puedes estar segura. Es ambiciosa en lo que respecta al futuro de sus hijos.
– Te extrañaré, Bess, pues nadie me habla con tanta franqueza como tú. ¿Debes volver a tus desoladas tierras del norte?
– Me marchitaré como una flor de otoño si no regreso pronto a casa. Y Friarsgate no es para nada desolado. Es bellísimo, Ana. Sus colinas, moteadas de blanco por las ovejas que pastan en las laderas, descienden hasta el lago. Me encanta despertarme con el canto de los pájaros, envuelta en la fresca brisa de Cumbria que entra por las ventanas. Sí, debo volver a casa.
– Hacer lo que uno desea es un privilegio que siempre envidié. Yo, en cambio, debo hacer lo que me ordenan. Pero, cuando sea reina, solo obedeceré al rey.
– Ana, quisiera pedirte un favor -dijo Elizabeth-. ¿Le preguntarías al rey si mi tío y yo podemos abandonar la corte antes de su partida? No veo la hora de regresar a Friarsgate.
– Se lo preguntaré, te lo prometo.
– ¿Preguntarme qué? -quiso saber Enrique VIII, que acababa de entrar en los aposentos privados de la señorita Bolena. Las mejillas de Ana se tiñeron de rubor cuando él se inclinó y la besó en la boca.