– Bess desea retornar a sus tierras. Aunque la voy a extrañar, comprendo su necesidad de estar donde se siente más feliz, pues a mí me ocurre lo mismo y solo soy feliz cuando estoy contigo. Nos quedaremos en Greenwich varios días más y, según el protocolo, cualquiera que haya participado en las festividades de la corte debe permanecer en ella hasta que el rey parta. ¿Le darías permiso para irse antes que tú, Enrique? Te suplico que lo hagas.
El rey se acercó a Elizabeth y, tomándola de la barbilla, levantó su rostro para mirarla a los ojos.
– Te pareces físicamente a tu padre, pero tienes el corazón de tu madre no puedes negarlo. Como Rosamund, te marchitas lejos de Friarsgate. Te noté muy pálida estos últimos días, Elizabeth Meredith. A diferencia de tu hermana, la condesa de Witton, no eres una criatura de la corte. Por cierto, tienes nuestro permiso para partir cuando lo deseen. Dile a tu tío que venga a despedirse hoy, y luego podrán abandonar Greenwich con nuestra bendición. -Enrique Tudor extendió la mano y la joven se la besó.
Ana observaba la escena, y aunque consideraba a Elizabeth una auténtica amiga, no se sentiría apenada por su partida. Su mera presencia tenía la virtud de despertar en el rey ciertos recuerdos que ella prefería que olvidara. No deseaba verlo sumergido en un pasado más dichoso que el presente que ambos compartían. Si se divorciaba de una buena vez, entonces se casarían, le daría hijos y vivirían por siempre felices.
– Gracias, Su Majestad -dijo Elizabeth. Después besó a Ana en ambas mejillas, y tras agradecerle su amistad y desearle lo mejor, hizo una reverencia y abandonó la alcoba.
Cuando se encontró con lord Cambridge, le comunicó la noticia.
– ¡Querida muchacha! Eres tan persuasiva como tu madre cuando decides desplegar tus encantos. Es temprano, y si apuramos a la servidumbre, estaremos en condiciones de partir mañana por la mañana. Dejaré la casa abierta para Philippa, pues probablemente se quedará en la corte hasta que se traslade a Windsor a mediados de junio. ¡Pero tú, Will y yo regresaremos a Friarsgate, Elizabeth! Con un poco de suerte, llegaremos allí la noche de San Juan y veremos las fogatas ardiendo en las colinas. Y ahora iré a despedirme del rey.
La joven cruzó corriendo el bosquecillo que separaba el palacio de la mansión Bolton, y lo primero que hizo cuando entró en la casa fue buscar a Nancy en las cocinas.
– Mañana nos iremos a Friarsgate, si logramos empacar a tiempo nuestras pertenencias.
– ¿Nosotros también? -preguntó Lucy, la doncella de Philippa.
– No -repuso Elizabeth-. Ya conoces a tu ama.
– Sí. ¡Dios, cómo le gusta la vida en la corte! Dejó a su hijita recién nacida para ayudarla a buscar marido, señorita Meredith. Lamento que no haya encontrado ninguno.
– Pues yo no lo lamento. Friarsgate es mío y no lo compartiré con nadie. Estaré arriba, Nancy, y no te demores.
Lucy meneó la cabeza, mientras la miraba alejarse.
– No es una joven muy llevadera que digamos, ¿verdad?
– Te equivocas, Lucy. Es amable y comprensiva, pero solo piensa en sus tierras. Friarsgate consume todas sus energías, así como la corte consume las de tu ama. Subiré ya mismo o arrojará la ropa en los baúles, en su apuro por irse de aquí.
Y mientras las dos jóvenes empacaban a toda velocidad, Thomas Bolton encontró a Philippa preparándose para jugar al tenis con una amiga.
– Tu hermana se las ingenió para que el rey nos permitiera partir lo antes posible. La casa es tuya hasta que la corte vuelva nuevamente a Richmond. Y sabes que mi casa de Londres también está a tu disposición. Ven a cenar con nosotros esta noche. Conozco a Elizabeth y sé que nos obligará a ponernos en marcha antes del amanecer.
Philippa meneó su cabeza color caoba.
– Lamento haber fracasado en mi misión, tío. Nuestra familia se sentirá defraudada.
– Ni tú ni yo hemos fracasado, sobrina. La tarea encomendada trascendía nuestras fuerzas. No somos Hércules, querida muchacha, sino simples mortales. Elizabeth no tiene tu sofisticación y tampoco se contenta con ser esposa y madre, como Banon. Quien se case con ella tendrá que ser un hombre muy especial.
Philippa suspiró, sabiendo que lord Cambridge estaba en lo cierto.
– Te deseo buena suerte en la búsqueda del Santo Grial. Porque de eso se trata, ¿verdad? -dijo lanzando una risita candorosa, como si la presumida dama de la corte no hubiera podido sepultar del todo a la ingenua niña que había sido.
– ¡No digas eso, mi ángel! ¡Al Santo Grial nunca lo encontraron!
Philippa se echó a reír y lo abrazó con fuerza.
– Te extrañaré, tío. Y volveré temprano para compartir nuestra última cena.
– ¡Excelente! Y ahora debo despedirme de nuestro nobilísimo monarca -dijo lord Cambridge alejándose a toda prisa de la cancha de tenis.
– ¡Por Dios, Tom! -exclamó Enrique Tudor-. No hay nadie capaz de hacer una reverencia como la tuya. Eres el caballero más elegante de] reino, y has venido a despedirte, supongo.
– Así es, Su Majestad. Por mucho que lamente la ansiedad de mi sobrina por regresar al norte, me veo obligado a acompañarla. Rosamund se disgustaría si viajara sola.
– ¿Y cuándo piensas volver a palacio?
– Esa es una pregunta difícil de responder, Su Majestad. Tengo sesenta años y viajar ya no me produce el mismo placer que antaño. Temo haberme convertido en uno de esos gatos gordos que prefieren dormitar junto a la propia chimenea en vez de treparse a los árboles o retozar por los tejados -admitió Thomas Bolton con una sonrisa irónica y ladeando un poco la cabeza.
– Extrañaremos tu estilo y tu ingenio, pero comprendemos la situación. Cuentas con nuestro permiso, Tom, y esperamos verte de nuevo.
El rey extendió una mano llena de anillos y lord Cambridge se la besó. Luego dirigió su atención a la señorita Bolena. Al besar su elegante mano y advertir que tenía seis dedos, se inclinó y le susurró unas palabras al oído.
Ana sonrió de oreja a oreja, algo insólito en ella, y lo besó en la bien rasurada mejilla.
– Gracias, milord. Es la solución perfecta. No sé cómo no se me ocurrió antes.
– A veces, mi querida señora, la respuesta más obvia es la más difícil de hallar. Le deseo la mejor de las suertes. -Thomas Bolton hizo una última reverencia y abandonó el cuarto.
– ¿Qué te dijo? -le preguntó el rey mientras se encaminaban al salón donde acababan de servir el almuerzo.
– Me sugirió que usara las mangas un poco más largas para disimular el dedo de la mano izquierda. Su instinto en lo relativo a la moda es sorprendente, Enrique -repuso complacida, pues el hecho de poseer ese pequeño apéndice adicional la había avergonzado desde la infancia.
Cuando Lord Cambridge salió del palacio, presintió que jamás volvería a la corte. Deseaba pasar el resto de su vida en Cumbria, disfrutando de los pequeños placeres cotidianos. Después de todo, se lo merecía. Ya no era joven y comenzaba a sentir el peso de los años. Especialmente en las rodillas, se dijo para sus adentros, y estuvo a punto de echarse a reír. Burlarse de sí mismo era la manera más eficaz de soportar los achaques de la vejez.
Philippa llegó a la hora de la cena y meneó la cabeza al ver que los baúles ya estaban en el carro. Era solo cuatro años mayor que su hermana, pero en cuanto a su actitud frente a la vida, le llevaba cien años de ventaja. Ella era una mujer moderna que sabía cómo lograr que sus hijos escalaran posiciones en la sociedad. Elizabeth, por el contrario, se contentaba con ser una terrateniente responsable. Ninguna de las dos iba a cambiar, pero la condesa quería que su hermana menor se casara y fuera feliz en su matrimonio.
– Se acostarán temprano, pues mañana partirán antes del alba, supongo -dijo Philippa en un tono ligeramente burlón.
– Y tú comerás a las apuradas para no perderte la fiesta del palacio -contraatacó Elizabeth.