– Deberás aprender a suavizar el lenguaje, independientemente de tus pensamientos -le aconsejó mientras terminaba de beber el resto del vino. Sentía que estaba frente a una tarea hercúlea.
Elizabeth le prodigó una sonrisa.
– Bueno, tío, ¿pero no es eso lo que vamos a hacer? ¿No vamos a tratar de conseguir un marido para que yo pueda darle herederos a Friarsgate?
– Podrías expresarlo de una manera un poco más delicada, querida. Y, por otra parte, siempre existe la posibilidad de que te enamores. -Elizabeth emitió un sonido extraño.
– ¿Amor? ¡No, gracias! El amor debilita el cuerpo. Philippa renunció a Friarsgate por amor. Hasta mamá hizo lo mismo. Yo nunca renunciaré a Friarsgate.
– ¡Ah!, pero si encontramos el hombre adecuado, él nunca te pedirá ese sacrificio. Tu propio padre, que pasó toda su vida en el palacio, estaba más que dispuesto a venir a Friarsgate por amor a tu madre. Y enseguida comenzó a querer esta tierra. El caso de Philippa es diferente. Ella tomó esa decisión porque su gran pasión es la corte. Y tu madre jamás se hubiese mudado a Claven's Carn si no contase contigo para administrar Friarsgate. Debes recordar que está criando a sus hijos en la casa de su padre, como corresponde. De no ser así, no te hubiese legado Friarsgate tan pronto. ¡No debes olvidarlo!
– ¡Oh, tío! Dudo que encuentre un hombre que sienta tanta devoción por Friarsgate como yo. Philippa renunció a la herencia porque ningún hombre en la corte la desposaría por ser la propietaria de estas tierras tan lejanas -dijo Elizabeth. Se quitó un mechón de su largo cabello rubio que le caía sobre la cara-. Te juro que nunca haré algo semejante.
– Y yo te juro que, en algún lugar, hay un hombre que deseará venir a Friarsgate porque tú estás aquí. -Le dio una palmadita en el brazo-, Bueno, ¿y dónde está mi cena? Estoy a punto de desmayarme del hambre. ¿Dónde está Will?
– Aquí estoy, milord -dijo William Smythe mientras entraba en el salón-. Estaba acomodando tus cosas. Buenas tardes, señorita Elizabeth -y le hizo una gentil reverencia.
– ¡Bienvenido a casa, Will! ¿Tú también estás hambriento? -Le dirigió una sonrisa y llamó a un criado para que le sirviera una copa de vino.
– La verdad es que sí, señorita Elizabeth. Y, además, aquí suelen servir una comida excelente.
– Pero esta noche me temo que será una cena muy simple, dado que no me enteré de su llegada con la suficiente antelación. Y esto, tío, sí que es raro en ti. ¿Estabas tan ansioso por dejar Otterly que no tuviste ni tiempo de enviarme una misiva? ¿Cómo están las niñitas de Banon? ¿Graciosas como siempre?
– Para mí, son demasiado revoltosas -dijo lord Cambridge-. ¿Cuán simple es la cena? -preguntó con ansiedad.
– Trucha asada, carne de venado, pato con salsa, una sopa de vegetales, pan, mantequilla, queso y manzanas asadas con crema.
– ¿No hay carne de res? -lord Cambridge parecía desilusionado.
– Mañana, te lo prometo -dijo Elizabeth con una sonrisa mientras le palmeaba el brazo.
– Y bueno, qué se le va a hacer, querida -suspiró Tom Bolton.
– Te repito que es por culpa tuya, por no avisarme con anticipación. Pero igual me las arreglé para que el cocinero preparase la trucha con la salsa que tanto te gusta.
– ¿Con eneldo? -preguntó ilusionado.
– Sí, con eneldo. Y las manzanas tendrán canela.
Thomas Bolton sonrió complacido.
– Cachorrita, creo que sobreviviré hasta el desayuno de mañana. Pero debes instruir al cocinero para que me haga esos huevos con marsala, crema y nuez moscada que suele hacer especialmente para mí.
Elizabeth Meredith sonrió.
– Como conozco tus gustos, tío, quédate tranquilo, que esa orden ya fue dada. Y también te servirán jamón -le prometió.
– Eres una anfitriona perfecta, mi querida. Y si finalmente logro recordarte los comportamientos apropiados de una dama, serás un éxito en la corte.
Los ojos verdes de Elizabeth brillaron con malicia.
– No perdamos la esperanza, querido señor -y le regaló una amplia sonrisa.
Thomas Bolton pensó que, cuando quería, Elizabeth podía ser la joven más encantadora del mundo. Pero no se podía negar que era una mujer de campo. Y que, además, no estaba ansiosa por emular a sus dos hermanas mayores. Si su madre no hubiese pasado largas temporadas en la corte desde edad temprana, donde le enseñaron cómo debía comportarse, probablemente hoy sería igual a su hija. Philippa estaba tan fascinada por agradar en la corte que absorbió como una esponja todo lo que tenía que aprender. Banon, su propia heredera, estaba entre Philippa y Elizabeth. No veía con desagrado comportarse como una dama aunque no era tan remilgada como Philippa.
Pero Elizabeth tenía que casarse y, para ello, debía recuperar sus buenos modales. ¿Pero alguna vez los había tenido? Eso preocupaba a Thomas Bolton. La joven se había criado en Friarsgate y nunca había vivido en otra parte, con excepción de algunas breves estadías en la casa de su padrastro, Claven's Carn, antes de que su madre le legara Friarsgate. Se había educado entre los campesinos del lugar y había frecuentado a pocos extranjeros. Conoció al marido de Philippa la única vez que él viajó al norte para visitar a su familia política. Nadie parecía tener tiempo para Elizabeth Meredith. Como era una niña fuerte y saludable, creció sin inconvenientes. Si su madre no estaba presente, Maybel, la vieja nodriza de Rosamund, estaba allí para cuidarla. Elizabeth nunca fue abandonada, pero nadie se ocupó de su educación. Se había convertido en una mujer independiente, franca y capaz de llevar adelante su vida. Y su futuro sentimental la tenía sin cuidado.
Lord Cambridge suspiró y sacudió la cabeza. ¿Cómo iba a hacer para conseguirle un marido digno? Un hombre a quien ella pudiera respetar y que la respetara. Le parecía difícil encontrar en la corte un candidato que satisficiera los deseos de la familia. Al marido noble de Philippa lo había descubierto por una afortunada casualidad. El esposo de Banon era el hijo menor de una familia del norte, encantada de casarlo con una rica heredera y arrepentida de haber malgastado el dinero enviando a Robert a la corte cuando podría haber encontrado a Banon en las inmediaciones de sus tierras.
El hombre que desposara a la menor de sus sobrinas debía ser muy especial, dispuesto a vivir en el norte y aceptar el hecho de que su esposa era una excelente castellana y también una comerciante a cargo de una próspera empresa textil fundada por su madre y su tío. ¿Qué hijo de buena familia, acostumbrado a rodearse de los encumbrados y poderosos del reino, podría comprender a una muchacha como Elizabeth Meredith? Ella iba a ser bien recibida en la corte por ser la hija de Rosamund Bolton, la hermana de la condesa de Witton, y porque su difunto padre, sir Owein Meredith, había sido un leal servidor de los Tudor, un hombre respetado y querido por quienes aún lo recordaban. Pero era una mujer soltera de veintidós años, y eso constituía una desventaja. A lo sumo se la consideraría algo más que una granjera en cuanto comenzara a hablar de Friarsgate y sus ovejas.
Pero Elizabeth Meredith era como era y lord Cambridge sabía que no podía hacer milagros, que no la podía cambiar. Y tampoco estaba seguro de querer que cambiase. Su sobrina no era Rosamund. Tampoco era como sus hermanas. Era única. Bella, ingeniosa, inteligente, y hasta encantadora, cuando quería. En algún lugar debía existir un hombre que pudiera apreciar esas cualidades. Un hombre que deseara vivir con una joven que cumplía con sus deberes como heredera de Friarsgate con mucha más dedicación que sus antecesores. ¡Y Thomas Bolton tenía que encontrarlo!
Las semanas siguientes fueron difíciles. Según Philippa, que le escribía varias veces al año y estaba al tanto de las novedades palaciegas, la moda femenina no había cambiado mucho desde la última vez que lord Cambridge había visitado la corte. Con las telas y los adornos que había traído expresamente de Otterly, él mismo instruiría a la excelente costurera de Friarsgate para que confeccionara los vestidos y todas las prendas necesarias para la presentación en la corte del rey Enrique. Los eventuales arreglos o modificaciones se harían en Londres.