– Recuerdo cuando Philippa volvió de la corte la primera vez y declaró que regresaría allí lo antes posible. Según me confesó, jamás cometería la estupidez de casarse con un rústico del campo. Y ahora Elizabeth se niega a contraer matrimonio con un cortesano. Las hijas de Rosamund son tan diferentes que no parecen hermanas. Un hecho que no ha dejado de asombrarme. En fin, querido primo, digamos que en esta ocasión no tuviste suerte.
– No, pero, en rigor de verdad, tampoco esperaba tenerla. Es posible que haya encontrado una solución al problema, aunque por el momento no estoy en condiciones de hablar del asunto. Cuando lo esté, necesitaré contar con tu apoyo. Sabes que sólo quiero lo mejor para Rosamund y para sus hijas. Nunca las he decepcionado.
– No, nunca lo has hecho -convino el prior-. Y sospecho que no me darás la menor pista con respecto al caballero en cuestión. Es un escocés, y no diré una palabra más.
– ¿Un escocés? -Richard Bolton enarcó la ceja, divertido-. ¿Más vino, primo?
– No trates de emborracharme, querido -le dijo al prior, que se echó a reír mientras vertía vino tinto en la copa de plata.
– Mi boca está sellada, por ahora -agregó bebiendo el vino de un trago y poniéndose de pie-. Buenas noches, Richard.
– Buenas noches, primo. Rogaré por ti. Evidentemente, vas a necesitar de mis plegarias, pues estás tratando de hacer milagros.
A la mañana siguiente, luego de concurrir a la primera misa y de desayunar, partieron de Carlisle rumbo a Friarsgate. El día era radiante como de costumbre, Elizabeth empezó a cabalgar a un ritmo vertiginoso, pero lord Cambridge se negó a seguirla.
– No te molestes en correr porque pienso llegar a Friarsgate mañana, no hoy. Pasaremos la noche en el convento de Santa María, donde nos están esperando. Si nos lanzamos a galope tendido, apenas oscurezca seremos el blanco perfecto para los salteadores de caminos. Y sólo Dios sabe lo que nos harían esos forajidos fronterizos.
– Júrame que dejaremos el convento antes de la primera misa le suplicó Elizabeth.
– Te lo juro, sobrina.
Y lord Cambridge no solo mantuvo su promesa, sino que dejó un sustancioso donativo cuando se fueron del convento. Aún no había amanecido, y la soñolienta hermana portera se sintió harto sorprendida tanto por lo temprano de la hora como por la generosa dádiva.
Elizabeth no podía ocultar su exaltación. Galopaba a la cabeza de la comitiva, seguida de cerca por dos guardias armados. Al llegar a la frontera de sus tierras, se detuvo un momento para dar un respiro al caballo. Y cuando subió a la cumbre de las colinas que rodeaban la finca y vio el lago centellando bajo el sol, silenciosas lágrimas de alegría le bañaron el rostro. ¡Friarsgate! ¡Su amado Friarsgate! Nunca volvería a abandonarlo.
Después observó el panorama. Los campos estaban cubiertos de verdor. Los rebaños se veían saludables. Todos trabajaban con denuedo. Durante su ausencia de un mes y medio las tierras no habían sufrido detrimento alguno, a despecho de sus temores. Descendió por la ladera de la colina saludando con la mano a los campesinos. ¿No era esto cien veces mejor que la corte del rey Enrique? ¡Oh, sí! ¡Mil veces mejor! Apenas desmontó del caballo, Maybel salió a su encuentro.
– ¡Dios sea loado, mi niña! ¡Qué alegría tenerte de nuevo en casa! -exclamó abrazándola.
– No volveré a viajar al sur. La corte no me seduce en absoluto.
– Pero encontraste a un buen hombre, ¿no es cierto?
– No, querida Maybel. El único que me gustó realmente no me convenía.
– ¿Y se puede saber por qué no te convenía? -preguntó la anciana vez que se hubieron sentado junto a la chimenea.
– Porque su fidelidad a su medio hermano, el rey Jacobo, es inconmovible y jamás la compartiría conmigo o con Friarsgate.
– ¿No piensas darme la bienvenida, mujer? -dijo lord Cambridge entrando en el salón y besando efusivamente las marchitas mejillas de Maybel.
La anciana soltó la risa, pero luego se puso seria.
– Tom Bolton, eras nuestra última esperanza y, según dice la niña, el único caballero que le gustó no era el apropiado. Entonces lady Philippa tenía razón.
– Sí, pero no todo está perdido, querida Maybel. No me faltan ideas ni recursos. Veremos si lo que tengo en mente puede llevarse a cabo.
– Eres un muchacho malvado, Tom Bolton, aunque siempre has defendido los intereses de la familia, debo reconocerlo. Espero que tu plan tenga éxito.
– Pues si tiene un plan, ni siquiera se ha molestado en decírmelo -terció Elizabeth-. Y ahora quisiera ver a Edmund. ¿Está en mi escritorio? Necesito enterarme de todo lo sucedido en Friarsgate durante mi ausencia.
– Acabas de llegar a casa, criatura de Dios, y el pobre Edmund está extenuado. Déjalo cenar en paz y hablarás mañana con él. Todo está en orden, te lo juro.
En ese momento Edmund Bolton, el administrador de la finca, entró en el salón. Se encaminó directamente a Elizabeth y la besó en la frente.
– Bienvenida a casa, querida -dijo con voz serena.
– Hablaremos de Friarsgate en la mañana, Edmund. Ahora prefiero contarles mis aventuras, incluida mi fiesta de cumpleaños, organizada por la señorita Bolena. Nos disfrazamos y, como siempre, tío Tom se superó a sí mismo y fuimos todo un éxito.
Los sirvientes empezaron a traer la comida: pollo asado relleno con pan remojado en leche y frutas secas, dos truchas enteras y asadas a la parrilla sobre un colchón de berro, una fuente con chuletas de cordero, zanahorias pequeñas aderezadas con una cremosa salsa de eneldo pan recién horneado, manteca fresca y queso, además de cerveza negra.
Cuando terminaron, los criados depositaron en la mesa un bol repleto de duraznos maduros.
– Jamás disfruté en palacio de una cena como esta -comentó Elizabeth a Maybel con los ojos brillantes, al tiempo que tomaba otro durazno.
– Veo que ni el viaje ni el cansancio te han quitado el apetito -advirtió la anciana con ironía.
– Háblanos de la corte -pidió Edmund.
La joven comenzó a relatar su viaje sin omitir detalles. De tanto en tanto, Thomas Bolton intercalaba sus propios, coloridos comentarios Se rieron ante las malévolas descripciones de los cortesanos que había conocido y lloraron de risa cuando les contó que ella y lord Cambridge habían concurrido a su fiesta de cumpleaños disfrazados de oveja.
– ¿Y qué dijo el rey? -preguntó Maybel, secándose las lágrimas.
– Es un caballero inteligente y comprendió la broma.
– ¿Y qué opinó la engreída de tu hermana?
– Al principio se sintió escandalizada y dijo que no pensaba asistir. Pero es incapaz de perderse una fiesta en palacio y, además, su ausencia podría generar rumores que la arruinarían.
– La condesa de Witton siempre piensa en sí misma-bufó Maybel.
– No piensa en sí misma sino en sus hijos, que sirven en la corte. Henry es paje del rey y Owein, del duque de Norfolk.
– Creí que uno de ellos estaba al servicio del cardenal -acotó Edmund.
– Wolsey cayó en desgracia -explicó Thomas Bolton.
– Es lógico. El hijo de un hombre pobre debería quedarse donde pertenece, en lugar de subir tan alto.
– Era un hombre brillante, Edmund, y un leal servidor del rey su pecado residió en no concederle a Enrique Tudor lo que quería.
– ¿Cómo era el vestido de Philippa? -cambió de tema Maybel.
– Se disfrazó de pavo real -replicó Elizabeth, y pasó a describir en detalle el atuendo de su hermana.
Ya había caído la noche y la dama de Friarsgate se sentía extenuada, de modo que optó por retirarse. Entonces, lord Cambridge relató la visita a la corte desde su punto de vista.
– Le encontraré un marido, aunque ella preferiría que no lo hiciese, tiene veintidós años y, sin embargo, no sabe nada del amor. Pero aún joven y es hora de que aprenda.