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– Llamarás a Rosamund? -preguntó Edmund.

– Todavía no. Dejemos que disfrute de su regreso a Friarsgate. Rosamund y Logan la atosigarían con reproches. Terminará por casarse y tener hijos, se los aseguro, pero no hay razones para apurarla.

– ¿Te acuerdas del escocés que estuvo aquí durante el invierno? Su padre ha escrito y dice que las ovejas que compró para Grayhaven parecen adaptarse muy bien a sus tierras. Además, desea enviar a su hijo de nuevo a Friarsgate, con el permiso de Elizabeth, por supuesto. El muchacho quiere aprender todo lo relativo a los tejidos y a los telares.

– ¿De veras? -dijo lord Cambridge considerando que la noticia era sumamente auspiciosa para sus planes-. ¿Y qué le respondiste? -le preguntó simulando indiferencia.

– Le escribí que podía mandar a su hijo, pero que si deseaba aprender con nuestros tejedores, entonces debería permanecer todo el otoño y posiblemente, parte del invierno.

– Me parece muy sensato. El muchacho es bastante agradable e inteligente, si mal no recuerdo.

– ¿Cuándo piensas volver a Otterly?

– Dentro de unos pocos días mandaré a Will para ver si las refacciones avanzan. No regresaré hasta que mi casa esté terminada. Will y yo queremos gozar de privacidad. Y por mucho que adore a mi querida Banon, sus niñas son demasiado ruidosas y activas para un hombre de mis años.

– Si Elizabeth se casa y tiene hijos, ya no podrás esconderte en Friarsgate -bromeó Maybel-. ¿Estás seguro de poder casarla?

– ¡Sí! y lo haré por su propio bien, por el bien de Rosamund y, especialmente, por el bien de Friarsgate! Elizabeth debe contraer matrimonio, Maybel. En cuanto a mí, me sentiré como los dioses en mis nuevos apartamentos, ahora inexpugnables para la familia Neville.

Pero volveré de vez en cuando a Friarsgate. Estos dos meses fuera de Otterly me han matado, literalmente hablando, de modo que me iré a la cama a recuperarme de tanto ajetreo. Buenas noches, Maybel.

– Buenas noches, Edmund.

Mientras se alejaba del salón, su mente no dejaba de dar vueltas Su sobrina necesitaba un marido. Un hombre capaz de amar a Friarsgate tanto como ella y de hacerle creer que seguiría siendo la dueña absoluta de sus tierras. En suma, un hombre semejante a su padre, sir Owein Meredith. Y el único hombre que hasta el momento reunía esas condiciones era Baen MacColl.

Le constaba que se habían sentido atraídos el uno por el otro. ¿Podría atizar nuevamente ese fuego hasta convertirlo en un gran amor? ¿Y el escocés amaría a Elizabeth lo suficiente para dejar de lado las diferencias que separaban a sus respectivos países? Baen MacColl no era Flynn Estuardo. Y aunque fuese el primogénito del amo de Grayhaven y su lealtad hacia él fuese inquebrantable, no dejaba de ser un bastardo y, en consecuencia, no heredaría un centavo. ¿Su padre estaría dispuesto a darle la libertad a cambio de un próspero y respetable futuro? El prior Richard estaba en lo cierto: iba a necesitar un milagro. Sin embargo, esa idea no lo disuadió. Había tenido una vida plena y había sido generoso con todos. Seguramente el Señor le concedería ese milagro.

Thomas Bolton se arrodilló junto a la cama y rezó con más fervor que nunca, sabiendo que lo hacía por una causa justa: Baen MacColl y Elizabeth Meredith estaban hechos el uno para el otro.

CAPÍTULO 09

– Te enviaré de nuevo a Inglaterra, Baen -anunció Colin Hay, amo de Grayhaven, a su hijo mayor.

Era un hombre corpulento, de más de un metro noventa de altura, cabello negro y ojos verdes. Pese a sus cincuenta y cinco años, era apuesto y de aspecto juvenil. Parecía el hermano de Baen y no su padre.

– He escrito a Friarsgate y me han respondido enseguida. Te quedarás todo el verano y el otoño, e incluso más tiempo si es necesario -continuó.

– ¿Por qué? Acabo de regresar a casa, papá.

Baen era unos centímetros más alto que su padre, pero había heredado su amplia frente, la nariz larga y recta y una boca generosa. La gente solía confundirlos a la distancia.

– Quiero interiorizarme más sobre esos tejidos de los que me hablaste. Las campesinas de Friarsgate trabajan todo el invierno en los telares y obtienen unos tejidos que aportan excelentes ganancias. Aprenderás todo lo que haya que saber sobre esa industria, pues tengo la intención de instalar una empresa similar en Grayhaven. Te encomiendo la tarea a ti, Baen, porque tus hermanos carecen de talento para el comercio o la industria.

– ¿Cuándo debo partir?

Baen se preguntaba si la encantadora Elizabeth Meredith habría regresado a sus tierras y si habría contraído matrimonio. Sabía que no debía hacerse ilusiones con ella, pero le resultaba imposible olvidarla. Recordaba sus dulces labios, su cabello dorado y sus luminosos ojos verdes. Lanzó un suspiro y se preguntó si acaso Elizabeth también pensaba en él.

– Puedes partir mañana mismo. Y retornarás cuando hayas aprendido absolutamente todo sobre el tema.

Al día siguiente, Baen salió de Grayhaven en compañía de su perro Friar. Llevaba vino y pasteles de avena. Cabalgaba desde el alba hasta que caía la oscuridad. Por las noches, su caballo pastaba en los campos donde se detenían para descansar. Baen dormía abrigado por una gruesa capa de lana y su fiel perro. Friar cazaba conejos y además ahuyentaba a los intrusos o a los animales salvajes. Cuando subió a la cima de la colina que dominaba el valle de Friarsgate y miró el paisaje, experimentó una extraña sensación. Era como si contemplara su propio hogar. Friar, que también había reconocido el lugar, se puso a ladrar ruidosamente y a corretear de un lado a otro, presa de la excitación.

El padre Mata vio a Baen MacColl al salir de la iglesia y le dio una cálida bienvenida.

– Me alegra volver a verte, jovencito. Edmund está en la casa con Elizabeth. Hoy es el día en que cuentan las ovejas.

– ¿La señorita Elizabeth ya regresó de la corte? -preguntó el escocés mientras se apeaba del caballo-. ¿Y la acompaña un apuesto prometido?

– ¡Oh, no, muchacho! Por desgracia no consiguió esposo -contestó el sacerdote meneando la cabeza.

– Tal vez encuentre alguno entre los vecinos de Friarsgate -acotó Baen sin mucha convicción.

– Los pocos vecinos que tenemos viven muy lejos -replicó el párroco con gesto sombrío-. No sé qué hará lady Rosamund ahora. Siempre pensó que su hija se casaría y daría a luz a un nuevo o una nueva heredera de Friarsgate, pero parece que eso no va a ocurrir. ¡Ay, muchacho, qué será de estas tierras! Rosamund se enfurecerá con su hija cuando se entere. Todavía no le han comunicado la noticia para evitar la discordia. Y me parece bien, pues el enojo y los reproches no ayudarán a resolver el problema.

Llegaron juntos a la casa y un mozo de cuadra se encargó del caballo de Baen. Entraron en el salón donde se hallaba lord Cambridge, quien al verlos se puso de pie y prodigó una amplia sonrisa a Baen MacColl.

– ¡Es un placer verte de nuevo, mi querido! ¡Bienvenido a Friarsgate! Ven, siéntate a mi lado. Es una suerte que aún me encuentre aquí Y pueda gozar de tu compañía. Los albañiles que están construyendo la nueva ala de Otterly avanzan a paso de hormiga.

Baen se sentó junto a Thomas Bolton y un sirviente les sirvió vino. El sacerdote había desaparecido del salón.

– Me comentó el padre Mata que la visita a la corte fue un fracaso- dijo Baen-. Lo lamento mucho, aunque recuerdo que a usted no le agradaba la idea y que se avino a ir al palacio sólo para satisfacer el deseo de la madre de la señorita Elizabeth.

– Esa estratagema surtió efecto con las hermanas mayores y mi prima tenía la esperanza de que también sirviera para Elizabeth. Pero no fue así.

– ¿Y qué hará ahora, milord?

– Estoy meditando en ello. Pero cuéntame, muchacho, ¿por qué te ha enviado tu padre? ¿Vienes a comprar más ovejas?