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– Él quiere que me interiorice en el negocio de la lana. Como soy su hijo bastardo y no podré recibir nada en herencia, trata de conseguirme un trabajo para que me gane la vida. Es un buen hombre, me ama y se preocupa por mi futuro. Hay muchísimas cosas para repartir en Grayhaven, pero Jamie y Gilbert tienen prioridad.

– Estoy seguro de que tu padre es una buena persona -observó lord Cambridge. Las palabras de Baen reavivaron sus esperanzas. Si el señor de Grayhaven amaba a su bastardo y se preocupaba por su futuro, podría aceptar un arreglo que lo beneficiara. Tal vez Colin Hay no se opondría a que su primogénito se hiciera súbdito de Inglaterra. Lo primero que tenía que hacer era fomentar el idilio que había nacido entre Baen MacColl y Elizabeth durante el invierno. Había notado que a su sobrina le gustaba el escocés y esperaba que Flynn Estuardo no le hubiera roto el corazón de manera irremediable. En segundo lugar, debía convencer a Rosamund de que aprobara ese matrimonio. En principio, el joven contaba con dos ventajas a su favor: sería un amante esposo de su hija y la ayudaría a ocuparse de Friarsgate.

Maybel entró en el salón para saludar a Baen, que se puso de pie y se acercó a la anciana.

– ¡Bienvenido, muchacho! Ni bien me enteré de tu llegada, ordené que te prepararan una habitación en el piso de arriba, pues tengo entendido que pasarás un largo tiempo entre nosotros. ¿Este es el cachorrito que te llevaste de aquí hace unos meses? -preguntó dándole palmadita a Friar-. Parece que lo has cuidado muy bien.

– Así es. Nos hemos hecho grandes amigos y por nada del mundo me separaría de él. Está tan guapa como siempre, señora Maybel, si me permite el elogio -dijo con un brillo en los ojos y le besó las manos

Maybel se echo a reír.

– Vamos, muchacho -replicó Maybel, ruborizada, y le dio una cariñosa palmadita-. Eres un perfecto bribón.

– Mañana es la Fiesta de San Juan, Maybel. ¿Bailará conmigo alrededor de las fogatas?

– ¡Claro que sí! Y todas las mujeres sentirán envidia al verme acompañada por un joven tan apuesto.

– ¡Bienvenido a Friarsgate, Baen MacColl! -saludó Elizabeth entrando en el salón. Los ojos le brillaban y su tío se dio cuenta de que estaba realmente contenta de ver al escocés.

"Ajá. Es obvio que la atracción persiste -pensó lord Cambridge-, y con un empujoncito más se convertirá en un amor duradero. ¿Qué importa que sea escocés? Su padre sin duda aprobará que se case con una joven como Elizabeth, pues será un matrimonio muy provechoso para su hijo. Baen finalmente se establecerá y vivirá con holgura por el resto de su existencia. Es un hombre que ama la tierra. ¿Cómo no se me ocurrió antes?". La situación que se desplegaba en su mente lo hizo casi ronronear de placer. Había prometido conseguirle marido a Elizabeth e iba a cumplir su promesa, aunque nadie estaba enterado todavía.

– ¡Trajiste a Friar! -exclamó Elizabeth y se arrodilló en el piso para mimar al perro.

– Insistió en venir -Baen se arrodilló junto a ella y acarició el lomo de Friar.

– Lo has cuidado muy bien.

– Se está convirtiendo en un excelente pastor.

Ambos se pararon al mismo tiempo.

– Le diré a Maybel que te muestre tu cuarto. Tenemos espacio de sobra. En un ratito servirán la comida. Tío, el barco hizo varios viajes a los Países Bajos desde que fuimos a la corte. Los tejidos que fabricamos el último invierno son muy solicitados pero, como siempre, hay quejas por la escasez de lana azul de Friarsgate. El próximo invierno deberíamos aumentar la producción. Edmund dice que este año obtendremos una generosa cantidad de lana. En breve comenzaremos a esquilar las ovejas.

Baen se retiró del salón junto con Maybel. Estaba asombrado por las palabras de Elizabeth. La joven acababa de llegar de la corte y todas sus aventuras palaciegas parecían haber quedado en el olvido, opacadas por la pasión que sentía por sus tierras y su empresa textil. Subió la escalera precedido por Maybel, que se desplazaba muy despacio.

– Las rodillas -se quejó- ya no me responden como antes. -Llegaron a un oscuro corredor. La anciana lo atravesó deprisa, se plantó frente a una puerta y la abrió-. Este es tu cuarto, jovencito. Es amplio y ofrece más privacidad que una cama en el salón. Cuando termines de instalarte, vuelve al reunirte con nosotros -dijo, y cerró la puerta.

Baen miró a su alrededor. Aunque no era muy espaciosa, la alcoba parecía confortable y estaba limpia. En una de las paredes había un pequeño hogar, y frente a él, una cama con cortinas de lino color natural, que colgaban de unas finas argollas de bronce. A los pies del lecho había un cofre de madera y, a la derecha, una ventana. Sobre una mesa vio una jofaina de bronce y una jarra de porcelana llena de agua. Baen guardó las alforjas en el cofre, se lavó el rostro y las manos, tal como le había enseñado Ellen, su madrastra, y luego bajó al salón. Elizabeth y su familia estaban sentados a la mesa. Se quedó parado unos segundos, vacilante.

– ¡Siéntate a mi lado, querido! -lo invitó lord Cambridge sacudiendo la mano-. Debes de estar famélico después de tanto viaje.

– Me vendrá de maravilla una buena comida. Hace días que no ingiero otra cosa que galletas de avena.

Thomas Bolton le sirvió un plato de carne con verduras y le alcanzó un trozo de pan. Como la familia ya había dicho las oraciones, se persignó y empezó a comer. Untó mantequilla en una gruesa rebanada de pan y le agregó varias lonjas de jamón y un trozo de queso. A cada rato los sirvientes le llenaban la copa con cerveza negra. No dijo una Palabra, tan concentrado estaba en saciar su apetito. Y, por supuesto, no se olvidó de alimentar a su perro, que estaba debajo de la mesa junto a sus pies y le reclamaba pedazos de carne.

– Me encantan los hombres de buen apetito -dijo lord Cambridge cuando vio que Baen estaba satisfecho.

– A mí también -coincidió su sobrina y tomó un durazno-. No hay nada más ofensivo para la dueña de casa y para el cocinero que la gente melindrosa con la comida.

Elizabeth pensó que era maravilloso estar de vuelta en Friarsgate podía usar ropas cómodas que le permitían respirar y calzar sus bofas en lugar de los primorosos pero torturantes zapatitos de la corte.

– Tengo entendido que tu padre desea saber cómo fabricamos y comercializamos nuestras telas -dijo a Baen.

– Así es -replicó el joven, mientras admiraba su belleza.

– Mañana cabalgaremos juntos y examinaremos los rebaños antes de la esquila. En las próximas semanas te mostraré cómo almacenamos y preparamos la lana antes de hilarla. Esa tarea nos mantiene ocupados en el otoño. Después, durante el invierno, hilamos la lana, luego la teñimos y por último la enrollamos en los carretes. Algunos la tiñen antes de hilarla, pero yo prefiero el procedimiento inverso. Es un trabajo muy arduo y requiere mucho temple. ¿Crees que tus campesinas serán capaces de hacerlo?

Baen asintió, aunque en su fuero íntimo dudaba de que los hombres y las mujeres del clan de su padre tuvieran la paciencia necesaria para semejante empresa. De todos modos, estaba firmemente decidido a aprender todo lo que Elizabeth le enseñara, aunque más no fuera para estar cerca de ella.

El salón le resultaba de lo más acogedor, con el fuego encendido y los perros durmiendo a pata tendida. De pronto se dio cuenta de que lord Cambridge y su secretario se habían retirado. Maybel y Edmund roncaban profundamente en sus respectivas sillas. Él y Elizabeth estaban solos.

– ¿Te gustó la vida de la corte? -Baen sabía la respuesta, pero estaba ansioso por iniciar una conversación seria.

– Un poco. Los trajes son fabulosos, las charlas son divertidas, pero no soportaría vivir allí todo el tiempo. La gente se la pasa jugando í tratando de congraciarse con Enrique Tudor. Me resultó bastante aburrido ese mundo, pero al menos hice amistad con una amiga del rey: la señorita Ana Bolena.

– Dicen que es una bruja -comentó Baen.