– Quiero que me beses. Tengo veintidós años, soy una vieja doncella con escasas probabilidades de contraer matrimonio. Hoy es la Fiesta de San Juan y deseo ser besada en la oscuridad. Pero no quiero que lo haga cualquier hombre sino uno que me guste y al que admire, como tú Baen MacColl. -Le rodeó el cuello con los brazos y se apretó contra él de manera provocativa.
Él sintió los senos de Elizabeth oprimidos contra su pecho, y su delgado cuerpo adherido al suyo, firme y tenso. Cerró los ojos unos instantes para gozar de las sensaciones que ella le causaba. Elizabeth le acarició la boca con los labios.
– Bésame -susurró-, bésame.
Sus bocas se fundieron una y otra vez. Ella suspiró, lanzándole una bocanada de aire cálido en el rostro. Él acarició los rasgos que no podía ver por la densa negrura que los rodeaba. Luego le besó la trente, los párpados, la nariz, las mejillas, el mentón, antes de volver a la invitante boca y beber el dulce néctar de sus labios. La tocaba con ternura, como una prueba de su gran capacidad de control, pues lo que anhelaba en realidad era arrojarla sobre la hierba y poseerla completamente.
– Debemos detenernos -murmuró.
– ¿Por qué? Me gusta besarte.
Suavemente, Baen separó los brazos que rodeaban su cuello y se apartó de ella.
– Porque estoy empezando a sentir deseos de tocar todo tu cuerpo.
– Y yo también -admitió Elizabeth sin la menor timidez.
– Te has convertido en una jovencita desvergonzada -rió Baen-. Ya no sé qué hacer contigo.
– Yo sí. Bésame y acaríciame -propuso con picardía.
– ¿Y si luego queremos algo más que besarnos y acariciarnos? Jamás, e deshonraría, Elizabeth. No sería correcto -replicó con gesto adusto.
– ¿Cuál es el problema? -preguntó en tono desafiante-. Eres el único que me desea.
– Sabes que no soy digno de ti.
– Si fuera una simple aldeana, ¿me harías el amor en medio de la noche?
Elizabeth se acercó peligrosamente a él y volvió a abrazarlo del cuello. ¿Acaso no era lo bastante atractiva para que él la deseara? Y por qué ansiaba tanto que él le hiciera el amor?
– Elizabeth -dijo Baen con desesperación. El impulso de poseerla crecía con cada segundo que pasaba. ¡Ay, si fuera otra mujer, cuán fácil sería arrojarla sobre la hierba!
– Hagamos como si fuera una muchacha del pueblo. Olvídate de que soy la heredera de Friarsgate. Piensa que soy una linda muchacha que desea juguetear contigo en la Noche de San Juan. ¿Es tan difícil?
Él no era un mojigato ni un adolescente incapaz de refrenar la pasión. La joven quería que la besaran y la tocaran. Era en extremo apetecible y ¡Dios sabía cuánto la deseaba! Sin decir una palabra, la condujo hasta el campo donde se hallaban las parvas de heno, y la acostó en la más alejada de todas. Y allí se besaron apasionadamente hasta quedar exhaustos.
El corazón de Elizabeth latía a un ritmo frenético al sentir cómo el cuerpo firme del escocés la hundía en el dulce heno. Emociones nuevas, desconocidas, agitaban cada fibra de su ser. Sus lenguas anhelantes se enredaban y se acariciaban con deleite. Elizabeth gemía de placer, liberando la extraña pasión que se desarrollaba en su interior.
En un momento sintió una humedad pegajosa entre sus piernas. Baen comenzó a desatarle la blusa con sus hábiles dedos y deslizó una mano bajo la delicada tela para tocar sus pequeños y redondos senos. Ella lanzó un gritito, sorprendida, pero no lo rechazó. Los senos parecían cobrar vida al contacto con las grandes manos del escocés. La carne se tornó firme, tensa, y los deliciosos pezones se irguieron como púas.
– ¡Qué dulzura! -murmuró Baen mientras ella suspiraba de placer-. Nadie te tocó antes, ¿verdad?
– Sabes que soy virgen -atinó a responder Elizabeth, embargada por el placer que le brindaban sus caricias.
– Algunas vírgenes besan y acarician, aunque no permiten que les arranquen la virtud. En cambio tú jamás sentiste la mano de un hombre sobre tu cuerpo.
– No hasta hoy. ¿Y qué más me falta sentir? Enséñame, Baen -imploró la joven, convencida de que iba a desfallecer si él no le daba más. Por toda respuesta, Baen le abrió completamente la blusa, inclinó su oscura cabeza sobre uno de los pechos y comenzó a succionar el pezón.
– Oh, santo Dios! -gritó Elizabeth casi sollozando. Él lamía sus senos con avidez y ella se estremecía de júbilo. Se sentía transportada a un nuevo mundo-. ¡Más, quiero más!
Baen corrió la boca hacia el otro pezón y lo besó tan deliciosamente como al primero, al tiempo que escuchaba los atronadores latidos del corazón de Elizabeth. No pudo refrenar el impulso de deslizar una mano debajo de su falda y tocar su entrepierna con sensuales caricias. Para su sorpresa, ella no opuso la menor resistencia; al contrario, apretó su cuerpo contra la mano que frotaba suavemente su monte de Venus. Cuando Baen sintió en la piel los fluidos de su femineidad, decidió interrumpir el juego amoroso. Temía perder la cabeza y avanzar hasta un punto sin retorno. ¿Qué clase de locura lo había atacado? Él era un hombre mayor, experimentado, y ella era una virgen presa del deseo. Sabía portarse como un caballero, pero le resultaba imposible no ceder a la tentación de poseer ese cuerpo que se le ofrecía tan generosamente.
– Elizabeth, no podemos seguir.
– ¿Por qué? ¡Por favor, no te detengas, Baen! Es maravilloso. Con renuencia, él sacó la mano de debajo de la falda y le dio un rápido beso.
– Te deseo, Elizabeth. ¡Deseo todo tu cuerpo! Pero no quiero perjudicarte. Debes permanecer virgen para el hombre que algún día tendrá la inmensa fortuna de ser tu esposo, pequeña. Lo que hemos hecho no es sino el producto de la fiebre del verano y, por suerte, no llegamos a cometer ninguna tontería. -Volvió a anudar los lazos de la blusa, se paró y la ayudó a levantarse-. Vamos, si nos quedamos más tiempo, la gente empezará a pensar mal de nosotros.
Al principio le costaba caminar a Baen, pero la oscuridad era tan densa que nadie podría notarlo.
A Elizabeth le flaqueaban las piernas y apenas podía moverse por su cuenta. Se colgó del brazo de Baen, y mientras avanzaban juntos por el prado rumbo a la fogata, tuvo una revelación. Jamás se entregaría a un hombre cualquiera, sino a uno que le gustara y al que pudiera amar. Flynn Estuardo era encantador y había conquistado su corazón pero por un breve lapso. Sin embargo, tal como él mismo le había señalado, no era el candidato ideal. Solo se casaría con alguien que amara Friarsgate tanto como ella. ¿Podía ser Baen ese hombre? Se dio cuenta de que ambos tenían más cosas en común de las que había pensado en un principio Comenzó a entender mejor a su madre y sus hermanas, pero ¿serían ellas capaces de comprenderla y de aceptar al marido que eligiera?
– ¿Por qué dices que eres indigno de mí? -inquirió con calma.
– Sabes muy bien que soy un bastardo -empezó a decir Baen.
– También lo eran mis tíos abuelos: Edmund Bolton, el administrador de mis tierras, y Richard, prior de St. Cuthbert. Son hombres buenos a quienes todos respetan pese a su origen. Mi bisabuelo los reconoció y les dio gustoso su apellido. Eso ocurrió antes de casarse con mi bisabuela.
– Mi madre era hija de una campesina -prosiguió.
– Pero tu padre te ha reconocido y es el amo de Grayhaven -replicó Elizabeth-. Papá era un niño galés cuyo primo, administrador de Jasper Tudor, se apiadó de él y logró colocarlo como paje de la corte.
– Tu padre fue armado caballero, ¿verdad?
– Sí, luego de largos años de servir con lealtad y devoción a los Tudor. Pero carecía de tierras, Baen. Cuando conoció a mamá sólo tenía un caballo, la armadura y las armas. Era un hombre pobre.
– Yo sólo tengo a Friar. Todo lo demás pertenece a mi padre, incluso el caballo y la ropa que uso.
– De acuerdo, pero tu padre te ama, te respeta y te dará todo lo que le pidas, sin perjudicar a tus hermanos, quienes por lo que me has dicho, también te aceptan y te respetan.