Sin embargo, resultó que Elizabeth tenía poca paciencia, se movía todo el tiempo y refunfuñaba mientras la pobre costurera le tomaba las medidas o le probaba los vestidos. Se mostraba tan inquieta que hasta estuvo a punto de enfurecer al siempre tranquilo Thomas Bolton. Por extraño que pareciera, la joven tenía un ojo infalible para los colores y la ropa que le sentaban mejor.
– Me gustan las telas -le dijo a su tío-. Algún día aprenderé cómo se hacen y se tiñen todas estas sedas, brocados y terciopelos. Me pregunto si los hilos que se utilizan para la confección de estas maravillas se podrían combinar con nuestra lana más suave y refinada. Tío, ¿crees que algún mercader de Londres me venderá hilos de seda en cantidad suficiente para que haga mis pruebas? En Londres tiene que haber una variedad mucho más amplia que en Carlisle. ¿Pero servirán nuestros telares o deberemos comprar modelos más nuevos y especializados?
Su perspicacia sorprendió al tío Tom y de nuevo tomó conciencia de que no conseguiría un marido noble para su sobrina. Se preguntó si no sería más lógico buscarle un esposo dentro de la clase de los comerciantes, pero él no tenía contactos en ese ambiente. No. Continuaría con su plan original. No todos los jóvenes que visitaban la corte provenían de familias de alto rango. Los tiempos estaban cambiando. El rey Enrique se interesaba más en la inteligencia y la ambición que en los apellidos de alcurnia. El ascenso basado en el linaje ya no era la norma.
– Tío, ¿te gusta este verde? -dijo Elizabeth interrumpiendo sus pensamientos-. Es bastante brillante, ¿no? ¿Lo llamarías verde Tudor?
– No, diría que es verde césped. El verde Tudor es un poco más oscuro, pero debo decir que ese color te queda muy bien. Aunque eres una joven delicada, mi querida, tu delicadeza se asemeja al acero de Toledo. Usaremos este color tanto en la falda como en el corsé. Ribetearemos el escote con bordados de hilos verdes y dorados y utilizaremos el verde para las amplias mangas de seda que dejarán ver franjas de seda dorada y blanca. ¿Qué opinas?
– Que voy a parecer el cerdo campeón de una granjera, emperifollado para la feria de San Miguel -respondió Elizabeth con una amplia sonrisa-. Tío, jamás tuve ropa tan refinada y no volveré a usarla cuando regresemos de la corte. Dadas las circunstancias, confeccionar tantos vestidos sofisticados me parece un desperdicio de tiempo y de dinero.
– Ir al palacio y encontrar un marido, mi querida, es un juego. El premio será el más rico, el más perfecto, el más bello si logramos atraer a los jugadores adecuados. -Luego se volvió hacia William Smythe-: ¿No es así, Will?
– Es cierto, señorita Elizabeth, lord Cambridge no dice más que la verdad. Durante todos los años que pasé en la corte, incluso desde mi humilde posición de secretario del rey, vi cómo se formaban muchas parejas con los mismos métodos que menciona milord. Usted le dijo a su madre que solo iría al palacio acompañada por su tío. Ahora debe confiar en él, como lo hicieron sus hermanas mayores. Él encontrará el esposo apropiado para usted. No la decepcionará.
A partir de entonces, la joven se comportó mejor con la costurera y finalmente logró tener una docena de hermosos vestidos para llevar al palacio. También llevaba ropa interior, enaguas, lazos, fajas bordadas para adornar sus vestidos, un cordón, una exquisita piel de marta y todos los elementos necesarios que debe poseer una dama de la corte: cofias, accesorios para el cabello, tocas y velos, así como guantes, tanto de seda como de cuero, y hermosos zapatos.
Aunque Thomas Bolton les había dado muchas joyas tanto a su prima Rosamund como a sus dos hijas mayores, había guardado algunas para Elizabeth.
– Esto es para ti, tesoro -le dijo mientras le alcanzaba una caja de ébano con bordes de plata.
– ¿Qué es todo esto? -le preguntó abriendo la caja-. No uso joyas, tío.
– Una dama de la corte siempre debe usar joyas, querida. -Lord Cambridge tomó un collar de perlas rosadas-. Estas pertenecieron a mi hermana. Ahora son tuyas.
Para su sorpresa, Elizabeth comenzó a llorar.
– Tío, nunca olvidaré tu generosidad. Me conmueve pensar que las guardaste para mí. -Luego examinó otros collares, anillos, pendientes y broches, y cerró la caja-. Parece que es cierto que voy al palacio -dijo en voz baja.
El tío asintió con una sonrisa.
– Así es, querida.
La joven suspiró.
– Me resulta muy difícil no hablar con franqueza. Si todos son como Philippa, voy a pasar malos momentos en la corte.
– La gracia del juego, sobrina, reside en ser más inteligente que tu rival. Philippa está esperando que llegue su hermana, esa niñita franca y abierta a quien no ve desde hace ocho años. Pero ya no eres esa pequeña. Estarás hermosamente vestida y peinada como una dama, una bella heredera de respetable linaje.
– Pero, tío, todavía sigo siendo demasiado abierta y frontal. ¡Y Philippa puede irritarme tanto!
– Elizabeth, te voy a contar un secreto. A mí también me irrita tu hermana la condesa -confesó lord Cambridge-. Pero la engañarás simulando tranquilidad aunque ella te fastidie. A Philippa le gusta que su mundo sea muy ordenado. Realmente la sorprenderás si mantienes la calma en su presencia y podremos gozar de su ayuda en este delicado asunto. Ahora, continuemos con los planes del viaje: necesitarás una doncella. ¿Conoces alguna que te parezca adecuada para servirte?
– Le preguntaré a Maybel. Ella me recomendará a alguien.
Y, por supuesto, resultó que la nodriza conocía una doncella apropiada para su ama.
– No es una joven frívola. Eso no te serviría, Elizabeth. La persona que tengo en mente es Nancy. Es una muchacha sensata. Además, sabe arreglar muy bien el cabello. Tú la conoces, Tom.
– Esa criatura es aterradora -se estremeció Thomas Bolton-. Parece un halcón. ¿Te parece que aceptará alejarse de su tierra, ir a lugares tan distantes como Londres, Greenwich y, probablemente, Windsor? No quiero que la acompañante de mi sobrina se la pase refunfuñando y quejándose todo el tiempo.
– No me refiero a la vieja Nancy, sino a su hija -rió Maybel-. Parece más bien un corderito. Y es apenas dos años mayor que Elizabeth.
– ¿Y no está casada? -se asombró lord Cambridge-. Las jóvenes campesinas suelen casarse muy jóvenes, y tienen un hogar atestado de niños que las hace envejecer prematuramente.
– Un pastor la dejó plantada en el altar y se escapó con una gitana -explicó Maybel-. La pobre Nancy necesita irse de Friarsgate, aunque sea por un tiempo, milord. Como Elizabeth, ella no conoce el mundo fuera de Friarsgate. Tal vez salir de aquí la ayude a aliviar un poco el dolor. Y cuando regrese se encontrará con que un magnífico viudo, quien tiene sólo un hijo pequeño, desea desposarla. El hombre considera que ahora no es un buen momento para hacerle la proposición. Y es mucho mejor partido que el anterior, se los puedo asegurar.
– Se trata de Ned, el herrero, ¿verdad? -preguntó Elizabeth con una amplia sonrisa.
– Cállate y ocúpate de tus asuntos -la reprendió Maybel.
– Sí, es Ned -respondió volviéndose hacia su tío y a Will Smythe-. El pobre perdió a su mujer el año pasado en el parto. Una de sus hermanas casadas, que también tiene un hijo, lo está amamantando. ¿Así que le gusta la joven Nancy? ¿Y ella lo sabe?
– Por supuesto que lo sabe, pero está tan ocupada en lamentar la pérdida del pastor que no se la debe molestar. Yo misma la he entrenado para el trabajo de doncella de una dama, pensando en que algún día usted la iba a necesitar, Elizabeth. Como ya dije, ella es muy buena para peinar el cabello y es hábil con la aguja.
– ¿Es agradable? -preguntó lord Cambridge.