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Después de desayunar, se les unió el amo de Grayhaven, vestido en traje de montar, y anunció que los acompañaría hasta el límite de sus tierras.

– Entonces preparémonos para partir -repuso Baen, emocionado al saber que su padre cabalgaría con él-. Me ocuparé de poner los corderos en el carro.

– Te ayudaré -dijo Gilbert Hay

Varios pastores los acompañarían hasta la frontera. Pero antes enviarían a un mensajero de modo que, cuando llegasen, los hombres de Friarsgate los estuviesen esperando para encargarse de las ovejas.

Baen se despidió efusivamente de sus hermanos.

– Ahora puedes estar seguro de que todo te pertenece -murmuró al oído de James.

– ¿Por qué lo dices?

– Porque habría sentido lo mismo si hubiera estado en tu posición De haberme quedado aquí, siempre le habría sido fiel a mi padre, y luego a ti, su legítimo heredero.

– Eres un buen hombre, y aunque nunca dudé… -empezó a decir James, pero luego se interrumpió.

Baen asintió con la cabeza y se volvió hacia su hermano menor.

– Jovencito, espero que te comportes como es debido; obedece a nuestro padre y a James, siempre y cuando su consejo sea atinado. Trata de no esparcir tu semilla por toda la comarca, pues sé cuánto te gustan las muchachas y supongo que a esta altura de los acontecimientos ya habrás sido padre varias veces.

– ¡No quiero que te vayas! -dijo Gilbert con voz apagada.

– Ven a visitarme a Inglaterra -repuso Baen abrazándolo con fuerza.

Gilbert Hay asintió y, dándole la espalda, echó a correr para que no lo viesen llorar. James observó al grupo mientras se alejaba y sonrió a Baen cuando este se volvió para saludarlo.

Se acercaba la primavera y el tiempo era bueno. Después de varios días de viaje dejaron atrás las Tierras Altas. No había nieve y, por lo tanto, nada les impedía avanzar, aunque en una ocasión se vieron obligados a cabalgar durante horas envueltos en una gélida niebla. Ese día lord Cambridge no se mostró tan divertido como de costumbre. Al llegar al límite de sus tierras, Colin Hay se despidió de su hijo por última vez, con lágrimas en los ojos. Luego espoleó la cabalgadura y se alejó en dirección opuesta. Nunca volvería a hablar con nadie del primogénito que había engendrado con la hija de un pobre jornalero, una tarde de verano, sobre una pila de fragante heno. "Estarías orgullosa de él, Tora", murmuró suavemente mientras se alejaba a galope tendido.

Los viajeros tuvieron la suerte de albergarse en lugares confortables, pernoctando sólo en conventos o en granjas. Las generosas donaciones, entregadas de antemano, les aseguraban recibir una cálida bienvenida y mantener los rebaños a resguardo. Cada noche debían tomarse el trabajo de sacar a los corderos del carro. Los animalitos salían en estampida, balando en busca de sus madres, y cuando las encontraban se prendían, dichosos, a las maternas ubres.

Habían partido desde el este de Escocia y ya estaban en el oeste, no muy lejos de la frontera con Inglaterra.

– ¡Estas son mis tierras! -exclamó de pronto Logan una tarde mientras cabalgaban.

– ¿Cómo puedes distinguir unas tierras de otras, querido muchacho, si todas son el mismo infierno? -preguntó lord Cambridge. Esa había sido la peor de sus aventuras y juró para sus adentros no volver a emprender ningún viaje, salvo alguna visita ocasional a Friarsgate.

Nunca en su vida se había sentido tan sucio ni de sus ropas había emanado semejante hedor-. ¿Eso significa que estamos cerca de Claven's Carn? -inquirió esperanzado.

– Sí. Llegaremos al anochecer -sonrió Logan Hepburn. Rosamund, su apasionada y adorable esposa, lo estaría esperando. Esa noche dormiría, finalmente, en su propia cama, libre de las chinches, pulgas y piojos que lo habían devorado durante el viaje. Prefería los meses cálidos, cuando era posible dormir en el páramo sobre la suave hierba o en los aromáticos brezales, en vez de pasar la noche en lechos infestados por toda clase de alimañas.

Le hizo una seña a uno de sus hombres y le ordenó avisarle a Rosamund que llegarían a la hora de la cena. Luego se dirigió a Baen:

– Mañana viajaremos a Friarsgate. Los pastores vendrán después. Es preciso que tú y Elizabeth resuelvan sus problemas lo antes posible. El niño debería nacer en un hogar feliz.

– Con su permiso, una vez llegados a Claven's Carn mandaré de regreso a los hombres de mi padre.

– Sí, es una idea más práctica que cambiar la guardia en la frontera -coincidió Logan.

– ¿Le enviaste un mensajero a la querida Rosamund? -preguntó lord Cambridge.

– Cenarás espléndidamente, Tom, y tendrás una cama confortable donde dormir.

– Es mejor que no sea demasiado confortable o jamás me levantare ¡Quiero volver a Otterly de una vez por todas!

– Pero ahora estás mucho más cerca de Otterly que antes – mentó Baen risueño-. Unos pocos días más y podrás descansar san y salvo, en tu nido. Espero que nos invites a visitarte pronto.

– No demasiado pronto -repuso lord Cambridge con mordacidad-. Me llevará semanas recuperarme de esta aventura. Pero he puesto mi grano de arena en cuanto a convencer a tu querido y honorable padre de las ventajas de casarte con Elizabeth. Y fui una novia deliciosa, no lo niegues, aunque, lamentablemente, nadie se enterará. Un vez más le he hecho un gran servicio a mi adorada prima Rosamund resolviendo el problema de la menor de sus hijas. Por si no lo sabes, soy el mejor desfacedor de entuertos de toda Inglaterra.

Sus dos compañeros se echaron a reír y Thomas Bolton no tardó en imitarlos. Se sentían mucho más distendidos ahora que el viaje estaba por llegar a su fin. Dentro de unos pocos días todo se habría arreglado.

El sol ya se había puesto cuando arribaron a la propiedad. Encerraron a las ovejas en un corral y los corderos encontraron a sus madres antes de que los hombres entrasen en la residencia y se dirigiesen al salón con paso cansino. Al ver a su padre, los hijos de Logan corrieron a saludarlo.

Rosamund salió a recibirlo con una sonrisa de placer en su bello rostro. Caminó directamente hacia su marido y, tomándole la cara entre las manos, le dio un cálido beso.

– Bienvenido a casa, milord. Has tenido éxito, por lo que veo, y me has traído un nuevo yerno.

Luego abrazó a su primo y lo besó en la mejilla.

– ¡Gracias, querido Tom!

– No tienes idea de lo que hemos pasado para lograr que esta historia tenga el final feliz que se merecen sus protagonistas, mi ángel. Estoy cansado, estoy sucio y estas ropas hediondas serán pasto de las llamas en cuanto me las saque. Pero sí, hemos tenido éxito y hemos traído el novio a casa -dijo lord Cambridge, besándola en ambas mejillas y mirándola con una sonrisa satisfecha.

Rosamund se volvió hacia Baen.

– ¿La amas?

– Sí -repuso el joven sin vacilar-, la amo desde el momento en que la vi.

– Bien; deberás ser paciente para hacer razonar a mi hija, al menos hasta que se le pase la furia provocada por tu partida. Ella nos prohibió intervenir, pero yo no permitiré que mi nieto sea bastardo.

– El niño será legítimo, como corresponde.

– ¿Entonces estás convencido de que has engendrado un varón? -dijo Rosamund, risueña.

– Los Hay solemos engendrar varones, señora.

Rosamund lanzó una carcajada y luego agregó:

– ¿Ya no te llamas MacColl?

– Mi padre me pidió que llevara su apellido y yo acaté su deseo.

– Baen Hay es un nombre más apropiado para un fronterizo, aunque algunos pueden llamarme MacColl.