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Ella también había notado la reacción del bebé ante el contacto con su padre. Por un instante, la ternura estuvo a punto de traicionarla, pero controló sus emociones y se puso firme una vez más.

– Friarsgate jamás será tuyo.

– No lo quiero. Sólo te quiero a ti, y a este niño y todos los hijos que tengamos. Friarsgate te pertenece, tú eres la única dueña. Nada ni nadie cambiará eso.

– Salvo un marido. ¿Crees que soy una ignorante y no conozco la ley? La mujer se vuelve una esclava cuando se casa. A mi madre le pasó y por suerte pudo escapar de esa situación. ¡Yo no seré propiedad de nadie!

– Siéntate, por favor -instó Rosamund a su hija-. Lee el contrato que Baen firmó voluntariamente y que luego firmarás tú, querida. Acérquese, padre Mata, y sea testigo de la firma del contrato matrimonial Mañana por la mañana oficiará la boda. Logan y yo queremos regresar a casa lo antes posible. Los muchachos están solos y no paran de pelear en nuestra ausencia.

La joven desplegó el pergamino sobre su regazo. Cuando terminó de leerlo, suspiró aliviada y su corazón dejó de golpearle el pecho. Respiró hondo y pidió que le alcanzaran una pluma. Estampó su rúbrica, la secó con arena y entregó el documento al padre Mata.

Al rato, se sirvió la cena. Elizabeth se sorprendió por la enorme cantidad de comida, pues esa noche pensaba cenar sola. De alguna extraña manera, los sirvientes se habían enterado de que llegarían visitas.

Baen tomó asiento a la derecha de su prometida, que le dedicó una detenida mirada bajo sus gruesas pestañas. Era un hombre muy apuesto, y se preguntó si el hijo -o la hija, se corrigió- se parecería a él. Había notado que el nombre del novio que figuraba en el contrato marital era Baen MacColl Hay, de donde infirió que el padre finalmente le había dado su apellido. Al menos Hay no sería un nombre conflictivo en esa región de Inglaterra.

Baen la observó atentamente mientras comía. Notó con alivio que conservaba el buen apetito de siempre, lo que garantizaba que el niño nacería fuerte y saludable. También notó que bebía vino aguado, y eso le llamó la atención.

– El vino puro no es recomendable para una mujer encinta -explicó ella, como si le hubiera leído el pensamiento.

Esas fueron las únicas palabras que dirigió a su prometido durante la cena.

Más tarde, mientras todos se hallaban reunidos junto al fuego, Elizabeth pidió ver a Edmund y Maybel.

– No me casaré sin ellos. Estuvieron presentes en mi nacimiento, mamá, y también lo estarán en mi boda.

– Mándalos llamar ahora mismo, entonces. No pienso esperar un día más.

– Yo tampoco -acotó lord Cambridge-. Si mañana cabalgo todo el día, llegaré a Otterly por la noche. Extraño a Will y mi casa. No veo la hora de dormir en mi cama, comer las comidas que me gustan y pasar largas horas en la biblioteca. Estoy seguro de que Will no ha catalogado los libros de la manera que yo quiero, de modo que tendré hacer todo el trabajo de nuevo, sin que él se dé cuenta, por supuesto. Al final creerá que ha sido una gran ayuda para mí y yo se lo agradeceré infinitamente Elizabeth lanzó una risotada.

– Eres un zorro astuto, tío. Ahora que he cumplido con la tarea que se me ha requerido, me iré a la cama. Buenas noches a todos.

– ¿No la acompañas, Baen? -preguntó en voz baja Thomas Bolton con una mirada pícara.

– Prefiero esperar a que ella me lo pida -susurró el joven.

– ¡Ni lo pienses! -gritó Elizabeth, que los había escuchado, y se retiró.

Logan soltó una risita.

– Eres muy sabio, Baen -dijo Rosamund al tiempo que fruncía el ceño a su marido-. Al margen de lo que diga el contrato, debes convencer a mi hija de que lo cumplirás. Y cuando deje de ladrarte como un perro rabioso, tendrás que reconquistarla. Te prometo que el esfuerzo valdrá la pena y que te ganarás su corazón para toda la eternidad.

– Lo sé. Elizabeth es un premio valiosísimo, señora, pero no es una mujer fácil de llevar.

– Tienes toda la razón -admitió Rosamund ante las risas de la concurrencia-. Albert, ¿ya han mandado un mensajero a la casa de Edmund y Maybel?

– Sí, milady.

– Entonces podemos retirarnos. Baen, esta noche dormirás en la habitación contigua a la de Elizabeth. Cuando mi hija te perdone, puedes usar la puerta interior que comunica ambas alcobas.

– Sí, señora. Y a partir de ahora me ocuparé de la casa.

– Así lo hemos acordado, jovencito -replicó Rosamund. Saludó con la cabeza, tomó el brazo de Logan y abandono el salón.

– ¡Asunto arreglado, querido! -exclamó lord Cambridge-. Eres el marido ideal para mi sobrina, lo supe desde el primer momento.

– Eres un mentiroso, Tom. Tú querías un distinguido caballero de la corte y no el hijo bastardo de un caudillo de las Tierras Altas. Igualmente agradezco tus amables palabras.

– Es cierto, mi idea era conseguirle a Elizabeth un candidato más lustre. En realidad, la corte está llena de bastardos con sangre mil veces más noble que la tuya, muchacho, pero tú eres un hombre noble de verdad. Cuando me di cuenta de eso, decidí que eras el marido perfecto para ella. Sabes muy bien que contabas con mi aprobación y la de mi prima.

– Amo a tu sobrina. Jamás conocí una mujer capaz de hacerme hervir la sangre como ella. Te prometo que nunca volveré a abandonarla, Tom.

– Querido, me temo que será imposible librarte de ella una vez que se le pase el enojo y te haya castigado por tu deslealtad. Siempre supe que se reconciliarían, aunque, como habrás notado, nadie está más contento que yo por el feliz desenlace de esta historia. Todavía no puedo creer que haya logrado casar a las tres muchachas más testarudas del planeta. Ahora es hora de dormir. Buenas noches.

Thomas Bolton se deslizó del salón casi bailando, tan alegre estaba por el resultado de los acontecimientos. Baen comenzó la ronda nocturna. Bajó el fuego del hogar, apagó todas las velas y tomó una para iluminarse al subir las escaleras. Luego se fue a su alcoba y se metió en la cama.

Antes de clarear, Albert lo despertó, sacudiéndole suavemente el hombro.

– Señor, es hora de levantarse. El ama ha ordenado que la ceremonia se celebre inmediatamente después de la salida del sol, que será dentro de media hora.

– ¿Quedan flores en los prados o en las laderas de las colinas?

– No, señor, pero hay algunos brezos secos en la despensa.

– Pídele a Nancy que me consiga una cinta azul y que no le diga nada a su ama, por favor. Quiero darle una sorpresa a la novia, Albert.

– Comprendo, señor.

El mayordomo, como toda la gente de Friarsgate, sentía cariño y respeto por el escocés, y estaba contento de que se casara con la señorita Meredith. Se retiró de la alcoba para satisfacer el deseo de su nuevo amo.

Baen tomó la jarra que estaba sobre las brasas calientes, se lavó, se puso sus mejores calzas y una camisa de lino. Como no tenía jubón, decidió usar un chaleco sin mangas de cuero con botones, de hueso y la manta con los colores rojo, negro y amarillo del clan de los Hay. Abrochó la insignia que su padre le había regalado cuando cumplió los dieciséis años y cuyo motivo era un halcón de ojos granate. Por último, se calzó las botas que alguien había lustrado previamente, y sonrió complacido. No era un elegante caballero de familia noble, pero Elizabeth no tenía por qué avergonzarse de él. Con los dedos peinó su tupida cabellera y abandonó la alcoba para bajar al salón.

– ¡Ya estás listo! -lo saludó Elizabeth. Lucía un vestido celeste de terciopelo con mangas abullonadas y atadas en los puños con cintas color crema. El exuberante busto sobresalía tentadoramente del escote y no había forma de disimular la panza. Llevaba el cabello recogido en la nuca y sujetado con alfileres de plata.