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Luego, reclinándose en la silla, contempló con placer el salón de su casa. Los perros yacían dormidos junto al fuego. Los viejos y lustrados muebles de roble brillaban. Afuera nevaba y el mundo estaba sumergido en un dulce silencio. Había trabajado arduamente y estaba satisfecha. No quería ir a la corte ni ponerse esos bellos pero incómodos vestidos recién confeccionados. No quería verse obligada a recordar sus buenos modales ni cuidar su lenguaje. Quería quedarse en su hogar, en Friarsgate, y gozar de la primavera y del recuento anual de los rebaños. Pero, en lugar de eso, debía viajar a Londres, a una corte de la que no quería formar parte. Y encontrarse con una hermana que la criticaría por no ser una auténtica dama. Elizabeth Meredith se sobresaltó cuando oyó un estruendoso golpe en la puerta de entrada.

CAPÍTULO 02

Elizabeth oyó que llamaban a la puerta y un sirviente se dirigía a abrirla. Instantes más tarde, vio que el escocés entraba a los tropezones en el salón, sacudiéndose la nieve de la capa empapada, y lo invitó a acercarse al fuego:

– ¿Qué lo trae de nuevo a Friarsgate en medio de esta tormenta? -Sin que tuviera que ordenarlo, un criado se acercó y le ofreció una gran copa de vino-. ¡Bébalo, por favor! Tome asiento y cuénteme qué ocurre. Albert, por favor, trae un plato de comida para el señor MacColl. Estoy segura de que está famélico.

Baen MacColl aceptó el vino con gratitud. Las manos le temblaban de frío. Bebió media copa de un trago y un delicioso calor le recorrió el cuerpo. Al parecer, sobreviviría pese a todo.

– ¡Gracias, señorita!

– Siéntese, señor. Puede comer junto al fuego. Creo que para recuperarse necesitará tanto de una buena comida como de las vivificantes llamas del hogar.

– Sí -dijo brevemente y tratando de ser educado. Lo que más deseaba en ese momento era acercarse al calor del fuego, hasta volver a sentir sus extremidades.

Elizabeth se dio cuenta y, en voz baja, pidió a sus criados que acercaran una mesa pequeña para su invitado, que colocaron junto al hogar. Tomó la fuente rebosante que le alcanzó Albert y la apoyó en la mesa frente al escocés. La joven puso una cuchara en la mano helada del viajero mientras el sirviente le traía pan casero y un gran trozo de queso.

– Primero aliméntese. Y cuando se sienta mejor hablaremos.

El hombre asintió agradecido. Luego se persignó y comenzó de inmediato a comer, tan rápido como podía. Era obvio que no había ingerido nada durante horas. Elizabeth se preguntó si acaso su madre no le había ofrecido cobijo. Rosamund era incapaz de hacer algo así. Tal vez el escocés no había podido llegar a Claven's Carn. Era una larga cabalgata. La muchacha miraba divertida al pobre hombre que comía con fruición: destrozaba el pan y limpiaba la salsa del plato como lo acababa de hacer ella misma. El escocés tomó un cuchillo de su cinturón y cortó el queso en varios trozos para acompañarlo con el pan. Y no dejó siquiera las migajas. Baen MacColl se reclinó en la silla y lanzó un sonoro suspiro.

– Tiene un buen cocinero, señorita. Le agradezco esta exquisita cena.

– ¿No desea un poco más? Me parece que un hombre de su tamaño debe necesitar enormes cantidades de alimentos. No quisiera ser una mala anfitriona.

Él la miró con una tierna sonrisa.

– No tiene que excusarse por la cena, señorita. Estoy más que satisfecho. -Y luego, ampliando la sonrisa, agregó-: Al menos, por ahora.

Elizabeth rió.

– Muy bien, señor MacColl. Ahora, por favor, cuénteme por qué volvió a Friarsgate. ¿Finalmente, pudo llegar a Claven's Carn?

– No. Pero sí estuve con su madre, señorita, que estaba cazando en los bosques con su marido. En cuanto abrió la carta que le entregué me dijo que, aunque estaba dirigido a su persona, el mensaje no era para ella sino para usted, la nueva dama de Friarsgate. Así que en ese mismo momento di la vuelta y me encaminé hacia aquí. Cuando estaba a mitad del trayecto comenzó a nevar. Y, como no encontré ningún lugar donde refugiarme, seguí cabalgando hasta llegar a su casa.

– Ha tenido mucha suerte. La nieve y la oscuridad podrían haberle ocultado el camino.

– Para mí, eso no es ningún inconveniente. Poseo un don especial para orientarme, milady. Una vez que he estado en un lugar, sé perfectamente cómo volver. No importa cuán adversas sean las circunstancias.

– Le prepararé un lugar donde dormir, señor. Espero que no tenga compromisos en otra parte, porque me temo que deberá permanecer con nosotros al menos una semana. Esta tormenta durará varios días,

– ¿Y qué ocurrirá con sus ovejas?

– Ya están guardadas en los establos. No me gusta perder corderitos por culpa de los lobos o del mal tiempo. -Elizabeth se puso de pie-. Continúe calentándose junto al fuego. Experimenté en carne propia ese frío y sé que cala los huesos. En cuanto termine de arreglar su cuarto, le traeré algo que le quitará el frío -dijo la joven y salió deprisa.

Una noble y competente muchacha. ¿Dónde estaría su marido? Qué hombre tan afortunado. ¡Tener una esposa así debía ser una maravilla! Era una buena administradora, la compañera ideal para un hombre de campo. Acercó la silla al fuego y se inclinó hacia delante, estirando las manos para calentarlas. Comenzaba a sentir de nuevo sus pulgares y la rigidez de los dedos se estaba disipando. Bueno, si debía quedarse varado en algún lugar durante una semana, Friarsgate no estaba nada mal. La compañía era agradable, la comida deliciosa y la cama acogedora.

– Tome. Beba esto -le dijo Elizabeth Meredith, alcanzándole una copa de peltre.

El escocés la recibió de buen grado, entusiasmado por el aroma del whisky que acariciaba su nariz. Lo bebió de un trago e inmediatamente sintió un calor que subía dulcemente desde el estómago. El joven miró a Elizabeth con curiosidad.

– Mi padrastro es Logan Hepburn de Claven's Carn. Él piensa que en toda casa civilizada debe haber un barril de whisky -le explicó-. Yo prefiero mi cerveza o incluso el vino, pero el whisky también sirve para otros usos, ¿no es cierto? -Luego rió-. ¿Quiere más?

– Sí, por favor -le respondió, mirándola mientras ella vertía el licor en su copa. La mano de la joven era delicada y su piel era muy blanca.

Elizabeth advirtió que los ojos del escocés eran grises. Ojos grises bajo las pestañas más espesas y las cejas más renegridas que jamás había visto.

– Le dejo el botellón. Su cama está lista y el fuego arderá toda la noche. -Cada vez que lo miraba a los ojos, aunque fuera sólo un instante, se ponía nerviosa, una reacción poco habitual en ella-. Buenas noches, señor. -Le hizo una reverencia y se retiró del salón.

Él la observó mientras se alejaba. Su falda de lana marrón se balanceaba con gracia mientras Elizabeth caminaba. Él también se había deslumbrado cuando sus miradas se encontraron. La muchacha tenía ojos verdes. Los ojos, según había oído, eran el espejo del alma. Y los de Elizabeth eran, sin ninguna duda, hermosos. Pero ella no era para él, Baen MacColl lo sabía. Elizabeth era una dama, la heredera de Friarsgate. Y él, el hijo bastardo del amo de Grayhaven. Ni siquiera llevaba el nombre de su padre. MacColl quería decir hijo de Colin.

Su madre, Tora, tenía quince años cuando conoció a Colin Hay, el señor de Grayhaven, que en esos tiempos tenía veinte. Ella debía casarse con un primo mayor, un viudo que tenía dos niñas. Era un buen partido para la hija de un granjero, pero Tora sabía que lo que su primo buscaba era un ama de casa, una cocinera, una mujer que hiciera las veces de madre de sus hijas. En cambio, ella era una romántica tonta que deseaba casarse por amor. La irritaba tener su vida planeada desde el principio hasta el fin cuando recién comenzaba a vivir. Y un día, mientras arreaba el ganado de su padre, conoció a Colin Hay. El la había visto desde su caballo y le sonrió con ternura.