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– Por supuesto -asintió Edmund-. Vendré mañana mismo.

– No -dijo Baen-. Si no es molestia, preferiría ir yo a su casa. De paso, veré los rebaños y contaré a los nuevos corderos.

– Siempre serás bienvenido en mi hogar -replicó el anciano.

Los hombres siguieron discutiendo sobre asuntos del trabajo mientras Maybel y Elizabeth conversaban en voz baja. En un momento apareció Albert anunciando que el carro estaba listo para llevar a los Bolton a su hogar. Se podía ir a pie hasta la casa, pero Edmund no estaba en condiciones de caminar. La pareja de ancianos les deseó muchas felicidades a los recién casados y luego se marchó.

– Bien, a trabajar. No pertenecemos a la nobleza, de modo que no perderemos más tiempo en celebraciones. Hay muchas cosas que hacer -dijo Elizabeth en un tono seco y cortante.

– De acuerdo, pero primero saquémonos los trajes nupciales.

Ella se sorprendió al ver que Baen se había instalado en la alcoba contigua a la suya.

– ¿Quién te dijo que durmieras aquí?

– Tu madre, pero si quieres me mudaré a otro lugar.

Tras considerar la propuesta unos instantes, la joven respondió:

– No me importa dónde duermas. Solo te pido una cosa, Baen. No sacies tu lujuria en este cuarto, lleva a las damas a los establos.

– ¿Cómo tú me llevaste a mí? -le recordó con una sonrisa maliciosa- Sabes muy bien que, para mí, no hay otra mujer más que tú.

– Pero tuviste otras mujeres.

– Por supuesto. Tengo diez años más que tú y no soy un monje

– Está bien, no me importa.

– Sí te importa. Y, para tu tranquilidad, prometo mantenerme casto hasta que estés dispuesta a volver a hacer el amor conmigo.

– ¡Jamás volveré a acostarme contigo!

– Sí, lo harás. Te amo, Elizabeth Meredith Hay, pese a que me usaste vilmente para conseguir un heredero.

– ¡Es cierto! -Baen se echó a reír.

– No sabes mentir, esposa mía. Solo querías disfrutar del placer.

– ¿Piensas perder la mañana discutiendo conmigo en lugar de trabajar? -dijo Elizabeth furiosa. Luego entró en su alcoba, cerró la puerta con un fuerte golpe, y se dispuso a cambiarse las ropas. Estaba ansiosa por ponerse los vestidos amplios y sueltos que se había acostumbrado a usar.

Pronto desaparecería la escarcha de los campos y empezarían a arar la tierra. Ella había aprendido a rotar los cultivos para que la tierra no se agotara y tenía que decidir qué plantaría en las distintas parcelas. En completo silencio, Nancy la ayudó a vestirse. La muchacha sabía muy bien cuándo hablar y cuándo callarse.

– Este será un día como cualquier otro -le dijo mientras la doncella le ataba el cuello del vestido-. Estaré en la biblioteca.

– Sí, mi ama -replicó al tiempo que Elizabeth salía de la habitación. Nancy miró a su alrededor. No sabía si el amo dormiría con su esposa, pero, por las dudas, decidió cambiar las sábanas y ventilar la cama.

La dama de Friarsgate utilizaba la biblioteca como lugar de trabajo. Era un cuarto cálido y acogedor. Afuera llovía a cántaros y lamentó que los invitados se hubieran marchado con tanta prisa. Todo el mes de abril era así, húmedo y lluvioso. Estiró las piernas para calentarse los pies.

Estaba casada. Era la esposa de Baen MacColl. Baen MacColl Hay, se corrigió. No había dudas en torno a la legitimidad del niño que llevaba en su vientre. Iba a ser el próximo heredero o heredera. No pensaba acostarse nunca más con Baen. Él había logrado su propósito, ya había conseguido una esposa que le arreglara la vida. Tarde o temprano daría cuenta de que su intención de no cohabitar con él iba muy en serio, y entonces saldría a buscarse una amante.

¡No! ¡No iba a permitirlo! La sola idea de que otra mujer yaciera sus brazos y saboreara sus besos embriagadores le provocó un súbito ataque de celos. ¡No! Si ella iba a permanecer casta, él también. Aunque Baen lo negara mil veces ante ella y ante todos los que quisieran escucharlo, estaba segura de que lo único que le importaba era Friarsgate ¿Cómo no iba a codiciar esas tierras? El hijo bastardo del caudillo de las Tierras Altas, el pobre muchacho que no tenía nada para ofrecer salvo su lindo rostro, era ahora dueño de Friarsgate. ¡Qué golpe magistral! Bueno, no sería exactamente dueño, pues las tierras las iba a heredar su hijo algún día. No obstante, Baen gozaría del privilegio de cabalgar libremente por los prados y de ser el amo para la gente del pueblo.

Se levantó de la silla con dificultad y se sentó frente a la mesa que utilizaba para trabajar. Desplegó un mapa de sus campos y lo estudió cuidadosamente a fin de decidir qué semillas plantar en cada uno de ellos. Ese año iban a necesitar más heno, de modo que marcó primero los prados donde lo sembraría. Trazó un círculo alrededor de tres campos situados al oeste y decidió destinarlos al centeno a fin de rellenar el suelo. El maíz iría aquí, la cebada allá y el trigo más allá. Luego eligió los campos donde cultivaría cebolla, guisantes, alubias y repollo. Una vez diseñado el plan, se sintió satisfecha. Más tarde tendría que verificar si las semillas almacenadas eran suficientes.

Escuchó un golpe en la puerta. Baen la abrió y se quedó parado en el umbral.

– ¿Tienes alguna tarea para mí? -preguntó-. Mañana veré a Edmund y luego hablaré con los pastores.

Elizabeth le indicó con la mano que entrara. Se sentía más fuerte y segura luego de volcarse al trabajo de todos los días. Aunque tuviera un esposo, seguía siendo la dama de Friarsgate.

– Ven a ver cómo he trazado las áreas de cultivo y dame tu opinión.

Baen rodeó la mesa hasta quedar parado junto a ella y observó el mapa.

– ¿Por qué no plantarás nada en estos campos?

– Siempre dejo algunos campos en barbecho y planto centeno para rellenar el suelo. ¿Tu padre no hace lo mismo?

– No puede darse ese lujo, Elizabeth. Sus tierras no son tan grandes como las tuyas y debe ganarse la vida con lo que tiene. A propósito no tuve tiempo de decírtelo antes, pero te he traído mi dote.

– ¿En serio? -La comisura de sus labios se curvaron ligeramente hacia arriba.

– La mayoría de las ovejas que te compré el año pasado y sus corderos.

– ¡Qué bien! Eres un hombre acaudalado.

– Bueno, fueron tuyas en un principio.

– Pero tú las adquiriste honradamente.

– Supongo que estarán muy contentos de regresar a Friarsgate. Las pasturas de las Tierras Altas no son tan exuberantes como las de aquí. Las ovejas no la pasaron muy bien.

– ¿Cuántos corderos son?

– Una docena, no más, aunque el carnero era de lo más vigoroso -murmuró.

Elizabeth se ruborizó.

– Quiero que te fijes si la provisión de semillas es suficiente. Lleva el mapa contigo cuando vayas al granero. Y si te queda tiempo, podrías visitar a las campesinas que hilan la lana. Edmund te indicará dónde encontrarlas. Averigua cuánto produjo cada una de ellas. Debo preparar el embarque para nuestro agente en los Países Bajos. La llegada de la lana de Friarsgate es siempre bienvenida en los mercados.

Baen salió de la biblioteca y dejó a Elizabeth enfrascada en sus asuntos. Su flamante esposa ya estaba trabajando. Se preguntó si otras parejas de recién casados pasaban el día de su boda igual que ellos. Su esposa ocultaba su enojo bastante bien, pero lo trataba con una fría arrogancia que no condecía con su naturaleza pasional. Baen se dio cuenta de que la convivencia iba a ser difícil y de que iba a costarle conseguir el perdón de la joven y reconquistar su corazón. Pese a todo, no tenía la menor intención de darse por vencido y pensó que al final ella lo comprendería. ¿O no?