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Cada día de las semanas siguientes fue idéntico al anterior. Se levantaban, desayunaban, salían a trabajar. Al mediodía hacían una pausa para comer -el almuerzo era la comida principal de la jornada- luego volvían a trabajar hasta la puesta del sol. A la noche los criado les servían una colación y luego Elizabeth corría a encerrarse en su a] coba. Solo le dirigía la palabra para impartir órdenes o discutir asuntos de trabajo. No se mostraba abiertamente hostil e incluso escuchaba con suma atención los consejos de su esposo, pero la relación no era como antes y ella no hacía ningún esfuerzo por cultivar la intimidad.

El vientre le pesaba cada vez más. Caminaba como un pato, resollaba al moverse y el mal humor crecía semana a semana. Baen esperaba con ansiedad la llegada de su suegra.

– Me has preñado de un gigante -le dijo irritada una noche.

– Todos los hombres de la familia son corpulentos. Sin embargo, Ellen, mi madrastra, era delgada como tú. Y no tuvo problemas cuando dio a luz a Gilbert; lo sé porque estuve presente. Nuestro hijo será un hombre robusto.

– Más vale que sea un varón, porque una mujer tan grande jamás conseguirá marido. Además, la gente se burlará de ella. No me digas que tu hermana es corpulenta.

– No, Margaret es menuda y delicada.

– Y es religiosa, ¿verdad?

– Sí, como tu tío Richard.

– Podríamos jugar a algo. ¿Sabes jugar al ajedrez?

– Sí, traeré el tablero.

– Me siento nerviosa esta noche.

Baen colocó el tablero y le ofreció elegir las piezas. Le sorprendió que ella escogiera las negras. "Negras como su estado de ánimo" -pensó.

– Seré el caballero blanco, entonces -dijo Baen en tono divertido.

– Eso piensa mi familia.

– Nadie me obligó a regresar contigo.

– ¡Pero lo hiciste! Friarsgate era una oferta muy tentadora y no pudiste rechazarla.

– El contrato marital que he firmado dice que aun cuando tú y el niño murieran, Dios no lo permita, Friarsgate volverá a tu madre. No me casé por ningún motivo espurio, Elizabeth, sino por amor. Pero cada día me resulta más difícil amarte porque me hieres con tu lengua, más filosa que una espada. Además, podrías haberme avisado de que estabas encinta; podrías haber pedido a mi padre que aprobara nuestro casamiento. Pero no lo hiciste, y solo acudiste a él cuando tu madre se enteró del embarazo.

– ¡Soy una mujer! Y las mujeres respetables no andan rogando a los hombres que se casen con ellas. ¡Eras tú quien debía proponerme matrimonio!

– Las damas respetables tampoco seducen a sus empleados. ¿Y cómo podía proponerte matrimonio si no tenía nada para ofrecerte y mi lealtad estaba comprometida con otra persona? ¡Por Dios, Elizabeth, tú eres la heredera de Friarsgate!

– ¿Comenzamos la partida? -preguntó la joven con frialdad.

– ¡No, maldita sea! -gritó barriendo las piezas con el antebrazo. Y salió furioso del salón.

Elizabeth se quedó muda del asombro. Jamás lo había visto enojado, si hasta parecía echar espuma por la boca. La había abandonado una vez más. Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. Estaba gorda y no era una compañía agradable últimamente, así que ¿por qué Baen habría de quedarse en el salón? Ya no era la muchacha atrevida que lo había seducido descaradamente. Era mejor ser una vieja solterona que la esposa desdichada en la que se había convertido. El niño no paraba de moverse en su vientre y Elizabeth se largó a llorar desconsoladamente.

Cuando Baen regresó al salón, la encontró dormida en la silla. Se quedó mirándola un largo rato. Era hermosa, aun con esa barriga enorme. Lo invadió una ola de tristeza. Había albergado la esperanza de que, a esa altura de los acontecimientos, ella lo trataría con más dulzura. No podían seguir agrediéndose mutuamente. La situación se estaba tornando insostenible y había que hacer algo antes de que naciera el niño. "Los niños aprenden las cosas importantes de la vida de sus padres, pero si no sienten respeto por ellos se encontrarán en graves problemas" se dijo Baen, afligido. Y si Elizabeth no cambiaba de actitud, era muy improbable que su hijo llegara a respetarlo. El niño sería el Próximo heredero de Friarsgate y desde su nacimiento iba a ser tratado con la mayor deferencia, y con el correr de los años comenzaría percibir el tipo de relación que existía entre sus padres. Y era muy importante que viera amor entre ellos. Le tocó el hombro para despertarla.

– Elizabeth -susurró-, deja que te lleve a la cama. -La alzó y atravesó todo el salón.

– ¿Qué estás haciendo? ¿Dónde estoy?

– Te quedaste dormida junto al fuego y estoy llevándote a la alcoba.

– Puedo caminar. ¡No soy una inválida! -protestó tratando de liberarse de sus garras mientras subían las escaleras.

– Estas escaleras son muy peligrosas para ti ahora -explicó sujetando la pesada carga con firmeza-. Estás cansada, pequeña. Trabajas demasiado.

– Nada me impedirá cumplir con mis obligaciones, ni siquiera esta enorme panza.

– Lo sé. Eres la mujer más fuerte que conozco, Elizabeth.

Baen pateó la puerta de la alcoba con la punta de la bota. Nancy acudió enseguida, y se sorprendió al ver a la pareja.

– Se quedó dormida en el salón -explicó a la doncella.

Suavemente la bajó, la besó en la frente y sin pronunciar palabra se retiró.

– ¡Qué dulce! Es el hombre más bueno que he conocido, señora. Es usted muy afortunada.

– Quiero ir a la cama. Quítame esta tienda de campaña que tengo encima.

Nancy no dijo nada, pero esbozó una sonrisa que lo decía todo. Elizabeth tuvo que contenerse para no darle una bofetada. Logró liberarse del vestido, se lavó la cara y las manos y se metió en la cama.

– Prepárame el baño cuando me despierte.

– No es conveniente que se suba a la bañera en ese estado.

– Entonces trae la más pequeña, la que usábamos cuando éramos niñas. Y varios baldes. Me bañaré parada. No soporto el olor apestoso que me envuelve. Buenas noches, Nancy.

Cerró los ojos y se quedó boca arriba pues le resultaba imposible ponerse de lado. Baen le había dicho unas cuantas verdades esa noche y por primera vez en mucho tiempo le había prestado atención. Ella lo había seducido para convertirlo en su esposo y lo había logrado. Hacía seis semanas que se habían casado. ¿Por qué persistía el enojo? Baen era un hombre honorable, pero aún dudaba de que realmente la amara, pese a sus declaraciones. Y necesitaba ser amada, como su madre y sus hermanas.

Lo acusaba de codiciar Friarsgate y sabía que no era cierto. Baen nunca había demostrado interés por sus tierras. La trataba con todo el respeto que merecía por su actual condición, y siempre había sido atento con ella. Cumplía con sus obligaciones como administrador y la gente del pueblo lo quería y respetaba. Todos lo trataban con el apelativo de "amo". ¿Por qué le costaba tanto perdonarlo? Hizo una leve mueca de dolor cuando el bebé estiró sus diminutos miembros dentro de su vientre.

– ¿Serás como tu papá, pequeño Tom? -susurró.

Había decidido bautizarlo con el nombre de su amado tío. Lo llamaría Thomas Owein Colin. No conocía a su suegro e incluso dudaba que alguna vez llegara a verle la cara, pero sabía que lo halagaría el hecho de que su primer nieto llevara su nombre. También le daría una gran alegría a Rosamund al ponerle el nombre de su padre, Owein Meredith. Mientras imaginaba cómo sería su hijo se acariciaba suavemente el vientre. ¿Sería igual a Baen o a ella? Empezó a sentir sueño. Los párpados le pesaban y muy pronto cayó dormida.

En la habitación contigua, Baen se hallaba tendido en la cama, presa del desasosiego. Recordó los breves instantes en que había cargado a Elizabeth en sus brazos para llevarla a la alcoba. El enojo había desaparecido y de pronto pensó que había vuelto la joven que él amaba. Estaba tan calma y relajada entre sus brazos, la cabeza rubia apoyada en su hombro. ¡Qué dulce había sido ese momento! ¿Por qué no era así todo el tiempo? Tomó la decisión de recuperarla definitivamente. Haría cualquier cosa para conseguir ese propósito, aunque sabía que la tarea no iba a ser nada fácil. Finalmente se quedó dormido. Hacia fines de mayo, Rosamund llegó a Friarsgate para asistir a su hija durante el parto. Cuando la vio, se sorprendió por su aspecto. La panza era demasiado grande y los tobillos parecían a punto de reventar. Luego de darle un caluroso abrazo, le dijo en tono admonitorio: