– No debes estar parada mucho tiempo.
– Tengo que trabajar, mamá.
– Vamos, hija, no exageres. Estoy segura de que los libros están en orden, de que contaste los corderos y enviaste la lana a Holanda. Y ya he visto cómo están creciendo los cultivos. Has administrado las tierras a la perfección, pero ahora tienes que descansar.
– Baen es un excelente administrador, mamá, el mejor que hubo en Friarsgate. Ha salido temprano y no volverá hasta la noche.
– Me alegra oírte decir eso. ¿Se llevan mejor ahora?- Elizabeth hizo una pausa antes de responder.
– Eso quisiera, madre, pero no puedo perdonarlo.
– No he conocido persona más terca que tú, hija mía. ¿Qué puedo decirte? De todos mis hijos, eres la que menos gozó de mi compañía. Nunca te gustó Claven's Carn y tuve que dejarte regresar a Friarsgate al cuidado de la querida Maybel. No debí hacerlo. Te has vuelto demasiado independiente.
– ¡Tú también eras independiente, mamá!
– Es cierto, pero siempre supe retractarme a tiempo de una posición insostenible. Tú, en cambio, jamás das el brazo a torcer. Tendrán que resolver el problema entre ustedes ¿Cómo te sientes?
– A veces pienso que este estado seguirá eternamente y que nunca volveré a verme los pies o dormir de costado.
Rosamund se rió.
– Lo sé.
– Pero ninguno de tus hijos era tan enorme como este, mamá. -Baen es un hombre muy corpulento, Elizabeth. Todo saldrá bien, hijita, y estaré a tu lado.
– Estoy tan feliz de que hayas venido.
– Yo también, Bessie. Y no me retes, siempre serás Bessie en el corazón de tu madre.
CAPÍTULO 15
Rosamund advirtió con angustia que los intentos de Elizabeth y Baen Por zanjar sus dificultades nunca llegaban a buen puerto. Admiraba realmente la paciencia de su yerno, pues al parecer su hija no podía resistir la tentación de zaherirlo cada vez que se presentaba la oportunidad. Muchas veces estuvo a punto de reprenderla severamente, pero, sabiendo que eso empeoraría las cosas y que Elizabeth pensaría que ella estaba a favor de Baen, prefirió el silencio.
– ¿Amas a Baen? -le preguntó Rosamund una tarde.
– Pienso que sí. No me hubiese acostado con él si no lo amara.
– Pero ahora, ¿lo amas? -insistió la madre.
– No lo sé.
– O lo amas o no lo amas, no hay otra alternativa -exclamó con impaciencia-. Piénsalo bien, Elizabeth. Un heredero no es suficiente para Friarsgate y es mejor concebir a los otros con el hombre que amas.
– Empiezo a entender a Philippa -dijo Elizabeth con mordacidad.
Rosamund se echó a reír sin sentirse ofendida en lo más mínimo.
– Su renuncia a la herencia fue tu ganancia, hija mía. Amas a Friarsgate con tanta pasión como yo. Los niños son frágiles.
– El que llevo en el vientre es un muchacho grande, saludable y perezoso. Si no nace pronto, creo que me volveré loca. Y en cuanto a tener otros hijos, no es el momento apropiado para hablar del asunto, mamá.
– Pero Baen es un buen hombre.
– Sí, lo es -admitió la joven.
Pasaron varios días y Rosamund calculó que su hija ya estaba a punto de parir, pero Elizabeth no mostraba señales de dar a luz.
Recién el Día de San Juan, a comienzos del verano, los gritos de una mujer despertaron a la señora de Claven's Carn, que saltó de la cama y, cubriéndose con una capa, se encaminó al dormitorio de Elizabeth, de donde provenían indudablemente los alaridos.
La encontró en medio de un charco de líquido junto a Nancy, que la contemplaba paralizada de miedo. Rosamund se hizo cargo inmediatamente de la situación.
– Nancy, dile al cocinero que caliente el agua y que tengan listos los paños limpios. ¿Los han preparado con anticipación?
La doncella se limitó a mirar, perpleja.
– ¡Ay, Bessie! ¿No fuiste capaz de preparar los lienzos para el parto? ¿Se puede saber qué otras cosas no hiciste mientras permanecías sentada quejándote estas últimas semanas? -Luego se dirigió a la doncella-: Dile a la lavandera que necesitamos paños limpios. Y que Albert se encargue de encontrar la mesa de partos, debe de estar en el ático. Que la traiga al…
Rosamund hizo una pausa para decidir dónde convenía ponerla, y agregó:
– Que la traiga al salón, junto al fuego. ¿Está lista la cuna de mi nieto?
– ¡La cuna! -exclamó Elizabeth.
– ¡No me digas que tampoco está en condiciones! Reconozco que eres una excelente castellana, pero ahora tienes otras obligaciones, además de Friarsgate, y debes cumplirlas lo mejor posible. La cuna también está en el ático, Nancy. ¡Vamos, muchacha, apúrate!
– ¿Voy a tener el bebé? -preguntó con voz trémula.
– Sí. La bolsa se ha roto y la criatura va a nacer.
– ¿Cuándo?
– Cuando lo juzgue conveniente -repuso Rosamund, lanzando una breve carcajada-. Algunos partos son rápidos. Otros no. ¿Tienes dolores?
Elizabeth meneó la cabeza.
– Te sacaré la camisa y luego bajaremos al salón, preciosa.
La madre le quitó la camisa empapada en sudor y le puso una limpia. Luego la sentó en la cama y tras cepillarle la abundante cabellera rubia, la recogió en una sola y larga trenza.
– Tu padre tenía el cabello igual al tuyo -comentó.
– ¿Mamá? -dijo de pronto con una voz lastimera, insólita en ella-. Tengo mucho miedo, mamá.
– ¡Tonterías! He parido ocho hijos sin ningún contratiempo, eres una muchacha saludable y has guardado el debido reposo. Vamos bajemos al salón. Puesto que te has olvidado de hacer los preparativos para el nacimiento, me ocuparé de compensar tu negligencia. ¿Quieres que mande buscar a tu marido?
– Baen es una persona muy confiable -dijo Elizabeth, mientras bajaba lentamente la escalera.
– Según Edmund, fue una suerte que me casara con él. ¿Dónde está Maybel? ¡Necesito a Maybel!
– Le diré a Albert que la traiga -respondió Rosamund ayudando a su hija a sentarse en la silla de respaldo alto, junto al fuego-. Bebe un poco, te hará bien. Me ocuparé de que todo esté en orden antes de que comience el parto.
Varios criados entraron en el salón tambaleándose bajo el peso de la enorme mesa de partos. Los seguía Albert llevando la vieja cuna ahora ennegrecida por el tiempo. Rosamund y su hermano habían dormido en ella, así como su padre y sus tíos. E incluso había mecido a sus tres hijas allí. Sintió que las lágrimas le inundaban los ojos y parpadeó para evitar que fluyeran. El tiempo se deslizaba con demasiada rapidez.
– Envía un criado a la casa de Maybel y otro a buscar al amo.
– Enseguida, milady -replicó Albert.
Todos se afanaban por llevar a cabo las tareas correspondientes. Dos robustas criadas de rojas mejillas habían restregado la pesada mesa de partos, la habían secado cuidadosamente y habían colocado varias almohadas en uno de sus extremos. La cuna fue desempolvada y pulida. Maybel, que acababa de entrar en el salón como un torbellino, la miró extasiada y colocó en el fondo el nuevo colchón que ella misma había confeccionado. Sus ojos se encontraron con los de Rosamund y las dos mujeres sonrieron con aire cómplice.
– ¿Cómo te sientes, polluela? -le preguntó a Elizabeth.
– El niño es un perezoso, Maybel. En vez de nacer ha preferido dormir la siesta.