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– ¡Qué disparate! Nacerá muy pronto. La criaturita tiene buenos modales y está esperando a que todo esté listo para recibirlo.

Con la ayuda de Maybel, Rosamund terminó de poner el salón en condiciones. Todos hablaban en voz baja, expectantes, mientras aguardaban el nacimiento del próximo heredero de Friarsgate.

Albert se aproximó.

– El cocinero desea saber si debe preparar el almuerzo, milady.

– Todo se hará como de costumbre. La familia necesita comer, Albert.

– Muy bien, milady.

– Ahora ve y hazle la misma pregunta a tu ama. Deberías haberte dirigido primero a ella, no a mí -lo reprendió amablemente.

– Le pido disculpas, milady -replicó Albert, ruborizado.

– Entiendo. Eras un niño cuando yo regía en este salón, pero ahora la castellana es mi hija, no lo olvides.

El sirviente se acercó a la joven, intercambió unas breves palabras con ella, le hizo una reverencia y se marchó. Rosamund había observado la escena y se sintió satisfecha.

Al promediar la mañana, Elizabeth tuvo la primera contracción.

– ¡Mamá, me duele! -exclamó sobresaltada, con los ojos abiertos de par en par.

– El parto ha comenzado. Vamos, levántate y caminemos un poco. Eso te ayudará.

Durante varias horas los dolores fueron esporádicos, pero al finalizar la tarde era evidente que las contracciones se producían con mayor frecuencia, eran más intensas y más prolongadas. Era el día más largo del año y la servidumbre no veía la hora de unirse a las festividades de la noche de verano. Las fogatas de San Juan ya estaban ardiendo.

– ¿Dónde está mi marido? -preguntó Elizabeth malhumorada.

– Aquí, mujer -repuso Baen. Había llegado al salón más temprano, pero juzgó más sensato mantenerse al margen-. ¿En qué puedo ayudarte, mi amor? -le dijo, arrodillándose a su lado y tomándole la mano.

– Quédate conmigo.

Él no pudo menos que sorprenderse. El estado de ánimo de su esposa no se había dulcificado en las últimas semanas, ni siquiera con la llegada de su madre.

– Estoy aquí y no me iré a ninguna parte.

– Ponía en la mesa de partos -le pidió Rosamund-. Ya es tiempo.

– ¿El bebé está por nacer? -le preguntó Elizabeth a su madre.

– Vendrá a su debido tiempo. Pero es hora de que lo ayudes a salir al mundo, Bessie.

– ¡No me llames Bessie! ¡Ay, ay, ay! ¡Cómo duele, mamá!

– Claro que duele. Estás a punto de expulsar al niño de tu cuerpo.

– Si va a haber alegría, primero debe haber dolor.

El largo crepúsculo de verano duró casi hasta medianoche y después reinó la oscuridad. Las contracciones se sucedían una tras otra, sin darle un respiro. Elizabeth sentía una terrible presión en el bajo vientre y gotas de sudor le perlaban la frente. Los rubios mechones, liberados de la trenza, caían, lacios, alrededor del rostro. De pronto sintió un dolor agudísimo, como si le atravesaran las entrañas con un cuchillo, y lanzó un grito desgarrador. La expresión de sus ojos se parecía a la de un animal atrapado.

– ¡Mamá! -aulló, incapaz de controlarse.

– Lo estás haciendo muy bien, hijita -la tranquilizó Rosamund, aunque ciertamente no se sentía tan segura como aparentaba. Su mirada se encontró con la de su yerno.

– Necesito alejarme un momento, querida. Volveré de inmediato -le dijo, palmeándole cariñosamente la mejilla. Baen no tardó en seguirla.

– ¿Qué ocurre, Rosamund? -El niño es muy grande, y es su primer parto.

– ¿Qué puedo hacer al respecto?

– ¿Alguna vez ayudaste a parir a un animal?

– Sí. Una de las vacas de mi padre tuvo dificultades durante el alumbramiento. Yo le metí la mano y logré sacar al ternero.

– Entonces debes hacer lo mismo con tu hijo. Si podemos liberar la cabeza y los hombros, el resto saldrá por sí solo. El bebé se ha esforzado en vano por salir. Indudablemente, está extenuado. Y eso es peligroso para ambos.

Regresaron a la mesa de partos, donde Elizabeth yacía a medias consciente. Al escucharlos llegar, abrió los ojos.

– ¿Qué ocurre? ¿Me voy a morir, mamá? ¿El niño está bien?

– El niño es grande-dijo Rosamund.

– Lo sé. ¿Acaso no te dije que era grande?

– Necesitas ayuda para parirlo. Ya no te quedan fuerzas, y tampoco al bebé. Por lo tanto, su padre lo ayudará a venir al mundo y luego tú harás el resto.

– ¡No! Lo pariré sola.

– ¡Por el amor de Dios, mujer! -rugió Baen-, ¡Ya no aguanto más! Te quiero, Elizabeth. ¿Comprendes lo que te digo? Te quiero con toda mi alma. Y te pido perdón por haberte abandonado. Debí tener la sensatez y el coraje de pedir la bendición de mi padre y casarme contigo Pero me comporté como un tonto y perdí lo que más deseo en el mundo: tu amor. Lo lamento. ¡Pero no voy a permitir que tu tozudez ponga en peligro tu vida y la vida de mi hijo! Y ahora déjame ayudarte, inglesa cabeza dura.

Por primera vez en su vida Elizabeth se rindió sin proferir palabra. Luego se dejó caer sobre las almohadas, al tiempo que miraba cómo su marido se lavaba las manos y luego se untaba la mano y parte del brazo con aceite de oliva.

– Avísame cuando sientas que viene el dolor.

Ella asintió en silencio y, un momento más tarde, exclamó: "¡Ahora!". Estaba de espaldas, con las piernas separadas, las rodillas en alto y los pies apoyados en la mesa. Fascinada, lo vio inclinarse y meter la mano dentro de ella. Un dolor insoportable invadió todo su cuerpo.

Al inclinarse, Baen había visto la cabeza del niño, de modo que no vaciló en tomarla entre el pulgar y el índice con el propósito de liberar la oscura testa del túnel materno, cuya apertura se había dilatado considerablemente. Elizabeth aulló de dolor cuando la cabeza y los hombros del niño salieron finalmente al mundo. Baen la miró y el corazón se le partió en dos al descubrir que estaba bañada en lágrimas.

– Cuando venga la próxima contracción, trata de pujar, amor mío. Lo peor ya pasó, muchacha, ¡y el niño es bellísimo!

– No lo has visto entero -se quejó.

– Tal vez sea una niña.

Luego hizo una mueca y, como si ya no pudiera soportar más el sufrimiento, pujó con todas sus fuerzas hasta expulsar el bebé. Lo envolvieron en un paño limpio y Rosamund le abrió la boca a fin de extraer de ella cualquier sustancia extraña. El niño tosió y comenzó a llorar. Baen sonreía, radiante.

– Tenemos un hijo, preciosa. Es perfecto, aunque de un tamaño insólito, lo admito -dijo, inclinándose para besarla.

Elizabeth lo miró, pálida y exhausta.

– ¿Dijiste en serio que lamentabas haberme abandonado y que todavía me amas?

– Sí, lo dije en serio -repuso con sus bellos ojos grises rebosantes de amor.

– Entonces te perdono -murmuró. Después ahogó un grito de dolor y miró a su madre, sorprendida-. ¡Mamá, todavía me duele!

– Pero mucho menos que antes, ¿verdad? Es la placenta. Cuando la hayas expulsado, Baen la llevará afuera y la enterrará bajo un fresno o un roble.

– ¿Para qué? -preguntó Elizabeth.

– Para que tenga todas las cualidades de ese árbol, hijita. Su belleza, su fuerza.

– Quiero ver a Thomas.

– ¿Thomas? -inquirió Rosamund.

– Thomas Owein Colin Hay -repuso la joven mirando a Baen-. Con tu permiso, querido, desde luego.

– Es un lindo nombre para un muchacho, querida esposa.

Elizabeth le devolvió la sonrisa. Desde su regreso a Friarsgate, era la primera vez que le sonreía auténticamente. Baen se dio cuenta de que, embargado por el miedo de perderla y de perder a su hijo, le había pedido disculpas y había admitido que ella tenía razón. Estuvo a punto de echarse a reír. ¿Algo tan simple como una disculpa era todo cuanto se necesitaba para solucionar sus desavenencias? ¿Por qué no se le había ocurrido antes? Porque ambos tenían razones válidas y ambos eran igualmente tozudos. Pero ya no tenía importancia. Le había sonreído y pedido su opinión con respecto al nombre del niño.