– ¡Te amo! ¡Te amo, pequeña! -murmuró con una voz sofocada por el deseo.
Las lágrimas se deslizaron por debajo de las espesas pestañas de Elizabeth, pero sus ojos permanecieron cerrados.
– Nunca he sido tan feliz, Baen. Júrame que no volverás a dejarme. ¡Júramelo!
– Abre los ojos y verás que no miento. Te amaré mientras viva, y cuando la muerte me llame, te amaré incluso desde la tumba. Jamás te abandonaré, mi esposa, mi amor, mi única -exclamó y, tras alzarla en sus brazos, la depositó en la cama, que olía a lavanda.
– Y yo te adoro, Baen, hijo de Colin.
Él comenzó a acariciarle los senos, más redondos y turgentes que antes, y pensó en su hijo, amamantado por esos hermosos senos. Lamió con la lengua uno de los pezones, y apenas lo hizo cayó una gota de leche. Incapaz de controlarse, aferró el pezón con la boca y lo succionó habiendo el líquido que fluía a raudales y casi no le daba tiempo a tragarlo. Se preguntó si estaba haciendo algo malo. Pero le resultaba imposible detenerse y, por otra parte, Elizabeth no se lo prohibía. Incluso cuando el seno quedó seco continuó chupando. Era la experiencia más excitante que había tenido en su vida.
Luego introdujo los dedos en sus labios interiores y comprobó que ella estaba húmeda. Jugó con su delicada y sensible carne y le frotó el sexo hasta que ella empezó a murmurar, su entrepierna empapada por el placer que él le procuraba. Baen la miró y le puso los dedos en la boca.
– Tu sabor me enloquece, mujer. ¡Quiero beberte! -dijo y, hundiendo la cabeza entre sus muslos, comenzó a lamerla con avidez.
Elizabeth lanzó un grito de sorpresa al sentir la lengua de Baen en la parte más íntima de su cuerpo, y enseguida se rindió al creciente gozo y le pidió que no se detuviera. Hundió los dedos en la oscura cabeza de Baen, clavándole las uñas en el cuero cabelludo. Tras lamerle la parte interna de los muslos, introdujo la lengua en el íntimo túnel femenino. Elizabeth se estremeció hasta la médula y gritó su nombre, pero Baen, poseído por la lujuria que ella le despertaba, apenas si escuchó su voz.
Incapaz ya de contenerse, montó a su esposa ensartándola en su potente virilidad. Y aunque ella aulló de dolor, pues hacía dos meses que había parido y sus entrañas aún estaban lastimadas, Baen no se detuvo, a tal punto lo devoraba la pasión. Ella lo deseaba con igual vehemencia, y cuando el dolor desapareció, le envolvió el fornido torso con sus piernas y procuró ajustarse a su frenético ritmo, al tiempo que le arañaba la espalda. Nunca se habían deseado con tanta desesperación ni gozado con tanta intensidad.
– ¡Baen! -gritó Elizabeth. Y el niño, que dormía en la cuna junto al hogar, comenzó a moverse.
– Déjate ir -murmuró Baen al oído de su esposa-. ¡Ya no puedo contenerme!
– Culminaremos juntos -repuso Elizabeth con voz ronca, contrayendo las paredes de su amoroso canal y apretando con fuerza el miembro de su marido hasta que él la inundó con sus jugos.
Una vez alcanzada la mutua satisfacción, se separaron, estremecidos, jadeantes. Baen estiró el brazo para tomarle la mano y se la besó. El bebé comenzó a lloriquear.
– Tiene hambre -dijo Elizabeth levantándose para atender al pequeño Tom.
Lo alzó, lo depositó en el lecho y le cambió los pañales. Después se sentó en el borde de la cama y le dio de mamar.
– ¿Se quedará con hambre? -le preguntó Baen, sintiéndose ligeramente culpable.
– Por ahora, no. Pero se despertará enseguida.
– Consigue un ama de leche, entonces.
– ¿Por qué? Soy capaz de alimentarlo -protestó Elizabeth.
– Además, podría enfermarse si lo dejamos en alguna de las casitas de la aldea.
– Trae al ama de leche aquí y asunto arreglado. No quiero fornicar a mi esposa en presencia de mi hijo. Y tampoco quiero compartir con él tus adorables senos.
– Todavía no, Baen. Esperemos hasta la Noche de Reyes.
– Hasta San Miguel, a lo sumo -la corrigió-. Aguardaré hasta esa fecha y te castigaré si me desobedeces.
– ¿Serías capaz? -le preguntó indignada.
Él volvió a sonreír.
– ¿Deseas poner a prueba mi palabra, mujer? Elizabeth le clavó los ojos y, por un momento, pensó que hablaba en serio.
– Friarsgate te pertenece, pero, según la ley y según la Iglesia, tú me perteneces, querida mía.
– ¡No es justo!
– No, no lo es. Sin embargo, recurriré a mis privilegios conyugales si no me obedeces. No quieres buscar un ama de leche y traerla a casa, ¿verdad? Más te vale pedirle consejo a Maybel para que te ayude a encontrar una nodriza. Sabes que te amo y que amo a mi hijo, pero no compartiré mi alcoba con él más que lo necesario. Mañana mismo hablaré con Maybel. ¿O prefieres hacerlo tú?
– Nunca pensé que fueras un matón, Baen -murmuró apretando al niño contra su pecho-. No me habría casado contigo, de haberlo sabido.
– Tampoco sabía yo cuan endiablada podías ser, Elizabeth, pero hubiera desposado de todas maneras, mi amor. La joven rió.
– Evidentemente estamos hechos el uno para el otro, tal como lo predije, esposo mío. Pero, si vamos a fornicar tan a menudo, corro el riesgo de preñarme otra vez. ¿Eso es lo que quieres, Baen? ¿Más hijos?
– Sí, siempre que el próximo sea una niña.
Lo primero que hizo Elizabeth a la mañana siguiente fue buscar a su madre, que estaba a punto de partir para Claven's Carn.
– Por favor, mamá, dime cuál es el secreto para no quedar encinta
– Pregúntaselo a Nancy, querida, pues acabo de darle la receta. Al principio se escandalizó, pero siente curiosidad.
– Baen quiere que encuentre un ama de leche para Tom, y que se hospede en la casa.
– Dale el gusto, pero empieza a tomar el brebaje de inmediato -dijo, besando a su hija-. Adiós, mi querida. Me alegra dejar Friarsgate en tan buenas manos.
– ¿Lo dices por Baen? -preguntó Elizabeth.
– Sí, pero también porque Friarsgate tiene ahora un nuevo heredero… y pronto vendrán otros -dijo Rosamund Bolton con una radiante sonrisa.
CAPÍTULO 16
Un año y medio después del bautismo de Thomas Hay, Elizabeth y Baen trabajaban incansablemente para hacer prosperar la finca y protegerse del invierno, que ese año resultó ser extremadamente crudo.
Un día apareció un mensajero en la puerta de la casa, y todos se sorprendieron de que el hombre se hubiera aventurado en medio de una fuerte tormenta de nieve. Cuando Albert lo condujo al salón y tomó su capa, Elizabeth notó que llevaba la librea real. Por alguna razón, tuvo un mal presentimiento.
– Bienvenido, señor -dijo indicando al criado que le sirviera una copa de vino.
– ¿Tengo el honor de hablar con la dama de Friarsgate? -preguntó el emisario luego de hacer una reverencia.
– Así es.
– Traigo un mensaje de la reina, señora.
– ¿De la reina Catalina? ¿Qué querrá de mí? -se preguntó en voz alta.
– No, señora. La princesa de Aragón ya no es la soberana de Inglaterra. Vengo de parte de la reina Ana. -Metió la mano en su jubón, sacó una carta y la entregó a Elizabeth.
– Supongo que estará cansado y hambriento, señor. Albert lo acompañará a la cocina para que coma un plato caliente y luego le preparará un lugar para dormir en el salón. Por favor, quédese con nosotros hasta que el tiempo mejore.
– Gracias, señora. Tengo instrucciones de regresar con su respuesta lo antes posible.
– De acuerdo, pero al menos espere a que pase la nevisca.
– Se lo agradezco. Con su permiso -dijo retirándose del salón, precedido por el mayordomo.
– ¿La reina Ana? ¡Qué extraño! -exclamó Baen.
– Ana Bolena fue la única amiga que tuve en la corte y siempre juraba que algún día sería la reina de Inglaterra.