Se quedó mirando la carta un largo rato y luego rompió el sello rojo de cera y desenrolló el pergamino. Reconoció de inmediato la letra des prolija de Ana y se puso a leer.
Soy su esposa, como siempre te dije. Y seré coronada en junio. Te contaré todo cuando nos veamos. No puedes desobedecer mis órdenes, pues ahora soy tu reina. Estoy rodeada de gente ambiciosa y quienes antes me despreciaban ahora me adulan para conseguir mis favores. Finjo que se los doy; ya me conoces, querida Elizabeth. Hoy más que nunca necesito tu amistad, pero no me gusta rogar. Te ordeno asistir a la corte, señora de Friarsgate. Quiero que estés presente durante la coronación. Estaremos en Greenwich, como siempre, y debes venir antes del 22 de mayo. Entrégale la respuesta al mensajero.
Ana R.
Elizabeth releyó la misiva dos veces. Su rostro empalideció del disgusto. La corte era el último lugar de la Tierra al que deseaba ir.
– ¿Qué dice la carta? -preguntó Baen sacándola del ensimismamiento.
– Me ordenan ir a la corte.
– ¿Quién?
– La reina Ana. Enrique se casó con ella, lo que significa que finalmente se divorció de la reina Catalina. ¡Pobre mujer! Philippa siempre estaba a su lado, me extraña que no me haya escrito. Estoy segura de que se mantuvo fiel a Catalina hasta el final y debe de estar desesperada por la situación. La carrera de sus hijos corre peligro ahora. Mi hermana es muy ambiciosa. Había depositado grandes esperanzas en sus hijos.
– No irás a la corte.
– Sí iré. Preferiría no hacerlo, lo admito, pero debo obedecer la orden de la reina. Se siente sola y por eso requiere mi presencia. Es una criatura extraña. Tiene buen corazón, pero muy pocos lo saben. No obstante, me molesta que no haya considerado los inconvenientes que me ocasiona con su demanda.
– ¿Eran muy amigas? Le decían la ramera del rey.
– No era su ramera. De haberlo sido, Catalina seguiría en el trono, porque el rey se cansa enseguida de las mujeres. La habría dejado hace tiempo como lo hizo con su hermana María Bolena. Incluso rechazó a varias princesas de Francia por su pasión por Ana, y todos sabemos cuánto ansía un heredero legítimo.
– Debe de quererla mucho, entonces.
– No. Dudo que Enrique VIII sea capaz de amar como nos amamos nosotros, Baen. Su principal deseo es tener un hijo varón y legítimo. Tuvo uno con Bessie Blount y se rumorea que el hijo de María es suyo también. El rey y sus consejeros lo niegan rotundamente. Si reconocieran la paternidad, el matrimonio con Ana Bolena se anularía por razones de consanguinidad y los hijos que tuviera con ella serían bastardos. Es muy posible que ya esté embarazada.
– Pensé que odiabas la corte. Juraste no volver jamás.
– Es cierto, pero la decisión no depende de mí, Baen. Es una orden de la reina.
– Podrías alegar que estás encinta.
– Ojalá pudiera, pero es imposible.
– ¿Cuándo te irás?
– No antes de fines de abril.
– Pídele al tío Tom que te acompañe.
– No. Está muy contento en Otterly y no quiero molestarlo. Le pediré a la reina que envíe a alguien para que me escolte hasta Greenwich, pues no estoy en condiciones de viajar sola.
– Debería ir contigo.
– ¿Y quién se ocupará de las tierras? Edmund ya no puede asumir una carga tan pesada. Además, ¿qué harás mientras yo estoy con la reina? No eres un cortesano y los únicos escoceses que hay en el palacio son funcionarios de la embajada.
– ¿Te avergüenzas de mí?
– ¡En absoluto! ¿Cómo dices semejante cosa? Te amo y estoy orgullosa de ser tu esposa, Baen. Yo misma te elegí y te seduje, ¿lo has olvidado? No voy a la corte para divertirme, voy a consolar a una amiga que, pese a sus bravuconadas y a su temperamento colérico, ha de estar bastante asustada. Si bien Ana era la favorita del rey, la mayoría los cortesanos -incluida mi hermana Philippa- la despreciaba ponían que el rey se hartaría de ella como de todas las demás amantes Pero yo la juzgaba como persona; no me interesaban su familia ni linaje. Apreciaba su inteligencia e ingenio, y la encontraba muy superior a los petimetres y las coquetas que pululaban en la corte. Creo que le simpaticé porque, como ella, no encajaba en ese mundo, y me invitó a formar parte de su círculo de amistades. Es una muchacha vanidosa egoísta, decidida y quiere que las cosas se hagan a su manera, pero siempre fue amable y cariñosa conmigo. Al igual que mamá, considero que la lealtad es una de las virtudes más importantes. Mi amiga, la reina, me reclama y no puedo defraudarla.
– ¿Cuánto tiempo te ausentarás? -la abrazó y le besó la blonda cabellera-. No soporto la idea de separarme de ti, pequeña.
– ¡No me digas eso, por favor! Me parte el alma tener que dejarlos a ti, a Tom, a Friarsgate. -Y se acurrucó contra su pecho.
– ¿Cuánto tiempo? -repitió Baen.
– No lo sé. Ana es una persona muy nerviosa. Ojalá mi presencia la calme y pueda regresar dentro de unas pocas semanas.
– Si no vuelves en un plazo razonable, iré a buscarte. Esta reina tiene al mundo a sus pies, sobre todo ahora, si, como dices, lleva en su vientre al heredero del rey. No te necesita tanto como tu hijo y yo.
– Me gusta cuando te pones severo -lo provocó Elizabeth.
– ¿Me estás tentando, esposa mía?
– Eres muy inteligente.
– No tanto como tú.
– Pero te has vuelto más astuto y eso podría ser muy peligroso- le dijo mirándolo con ojos pícaros.
Él deslizó su mano dentro de la blusa y le acarició uno de sus redondos senos. Le pellizcó el pezón mientras le llenaba de besos todo el rostro. La atrajo hacia él, la sentó sobre sus rodillas, le lamió el lóbulo de la oreja y le dijo al oído lo que pensaba hacerle en los próximos minutos. Las mejillas de Elizabeth se encendieron al escuchar ese murmullo sensual y comenzó a excitarse. Disfrutaba de los placeres de la vida conyugal y, de haberlo sabido antes, se habría casado más joven.
Aunque quizá todo habría sido distinto con otro hombre. Quizá gozaba tanto porque su esposo era un lujurioso escocés llamado Baen.
– Dime qué quieres que te haga -dijo acariciando suavemente el interior de sus sedosos muslos.
– Todo lo que me prometiste -respondió Elizabeth casi sin aliento.
– ¿Todo? ¡Todo!
– ¿Aquí y ahora?
– Sí, aquí, en el salón.
Sus dedos se enredaron en los rizos del venusino monte, tironeándolos y acariciándolos. Luego deslizó uno de sus dedos en dirección a la cálida hendidura y lo movió suavemente hacia arriba y hacia abajo mientras ella se estremecía de placer.
– Señora -irrumpió la voz de Albert. Estaba parado en algún lugar detrás de ellos.
– Sí, Albert -dijo Elizabeth con voz serena, pero con el corazón latiéndole a un ritmo salvaje.
– El mensajero terminó de comer. ¿Necesita mis servicios?
– No, Albert, ve a cenar.
– Gracias, señora -replicó y escucharon expectantes el ruido de sus pasos mientras se alejaba del salón.
– ¿Crees que habrá visto algo?
– Sí, a los amos mimándose junto al fuego con el perro a sus pies.
– ¡Me metiste la mano debajo de la falda!
– No vio nada. El respaldo de la silla es demasiado alto.
Baen buscó con el dedo la gema de su femineidad y comenzó a frotarla, atizarla, pellizcarla delicadamente. Elizabeth lanzó un chillido a causa de la excitación y Friar paró las orejas y levantó la cabeza. Al ver que nadie requería su atención, volvió a echarse y siguió durmiendo.
– Mírame a los ojos -ordenó Baen de repente.
Le clavó la mirada y sus ojos se abrieron de par en par cuando él introdujo sus dedos en el túnel del amor. Ella suspiraba de placer y él la contemplaba regocijado. Se inclinó para besarla; sus bocas húmedas y ardientes se fundieron una y otra vez.