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– ¡Tómame, Baen, tómame ahora mismo!

Retiró su mano y la sentó sobre su regazo. Ella le desató la ropa y liberó su erecta lanza amorosa.

– ¿Crees que tendremos tiempo antes de que venga el mensajero? -preguntó Elizabeth, ansiosa por satisfacer su pasión.

Él asintió. Las caricias de la joven lo hacían jadear. Ella le desabrochó la camisa y la abrió con violencia. Le besó el pecho, le lamió las tetillas mientras sus ávidas manos jugaban con su virilidad. Incapaz de soportar tanta excitación, Elizabeth separó las piernas, se levantó las faldas y se sentó encima de la rígida vara lanzando un largo suspiro. Baen tomó con sus robustas manos las nalgas de la joven y las acarició con deleite. Se inclinó para besarla, susurrándole al oído:

– Fornícame, esposa mía. Estoy tan ardiente que no me importa que alguien entre en el salón.

Ella lo obedeció y empezó a cabalgar sobre su fogoso corcel, primero al paso, luego al trote y finalmente a galope tendido, como si tuviera prisa por llegar al paraíso. Para no gritar, se mordió los labios con tanta fuerza que le sangraron y él bebió esa sangre al tiempo que la llenaba con los fluidos de la pasión. Ella se desplomó contra su hombro jadeando de placer y él lanzó un rugido.

– ¡Amor mío, nadie me ha hecho gozar como tú!

Elizabeth sonrió ante esa declaración. Se quedó recostada junto a él unos minutos y luego se puso de pie, arreglándose las faldas, atándose de nuevo la blusa y alisándose el pelo revuelto.

– Continuaremos la charla más tarde en el dormitorio, señor.

– Como guste, milady. ¿Cómo satisfarás tu apetito carnal cuando estés lejos de mí? ¿Te buscarás un amante como la mayoría de las damas de la corte?

Elizabeth hizo una pausa, fingiendo que estaba considerando la sugerencia.

– Tal vez. ¿Y tú, Baen? ¿Te acostarás con alguna de las criadas?

– No, prefiero una lechera o una pastora, una muchacha que le guste el aire libre.

– ¡Maldito escocés! Me enteraré si me eres infiel.

Él volvió a sentarla en sus rodillas y la besó ruidosamente.

– Eres la única mujer en el mundo para mí, Elizabeth. Prefiero casto por el resto de mi vida antes que acostarme con otra. ¿Y tú? ¿No te dejarás seducir por algún galán de la corte ahora que conoces la pasión?

– ¡No! ¿Cómo puedes preguntarme algo así? Odié la corte y a todos los caballeros pomposos que me miraban con desprecio porque yo amaba más a mis tierras que a ellos. El único que fue afable conmigo fue el rey, porque creció junto a mi madre y le tiene cariño.

– ¿Y qué me dices del escocés?

Por el tono de voz, Elizabeth notó que estaba celoso.

– Ah, lo había olvidado -mintió-. Era un hombre agradable, lo admito, pero dudo que siga en la corte. Una vez le dije que debía conseguirse una esposa con tierras. Supongo que se habrá casado y vuelto a su país. Hay un único escocés en mi vida y eres tú, mi amor. -Le dio un beso y se apartó-. En cualquier momento vendrá alguien al salón. Arréglate la ropa, querido.

– ¿Te molestan mis celos?

– Me halaga saber que aún me quieres.

– Siempre te amaré.

A la mañana siguiente la tormenta había pasado y el sol brillaba sobre el paisaje nevado. Elizabeth entregó al mensajero la carta que había escrito a la reina, le obsequió una moneda de plata por su atención y lo despidió efusivamente. El hombre había comido muy bien; los mozos de cuadra habían cuidado a su caballo, que estaba listo para partir. En las alforjas llevaba comida para los primeros días del viaje hacia el sur. Cuando la casa había desaparecido de su vista, se sorprendió al toparse con el administrador de la finca.

– ¿Se detuvo en Otterly antes de venir a Friarsgate? -le preguntó Baen.

– No, señor, la noche anterior a mi llegada dormí en el establo de un granjero.

– Si cabalga deprisa podrá estar en Otterly al atardecer. Pida hablar con lord Cambridge y entréguele esto -Baen le tendió una carta- Dígale que yo lo envié allí para pasar la noche. Lord Cambridge solía frecuentar la corte y puede hablarle con total libertad de los motivos por los cuales vino a Friarsgate. -Le ofreció al mensajero una enorme moneda de cobre.

– No, señor, se lo agradezco, la dama ya me dio una moneda de plata.

– Vamos, hombre, usted no es rico, tómela. -El mensajero aceptó el dinero y se avino a cumplir el encargo de Baen, quien se quedó mirándolo mientras se alejaba a todo galope.

El sol era una mancha roja en el horizonte sobre un cielo oscuro cuan do el emisario real arribó a Otterly, donde pidió ver a lord Cambridge.

– Llamaré a mi tío de inmediato -dijo Banon.

– Gracias, señora -replicó el mensajero, disfrutando del calor que entraba en su cuerpo y le iba desentumeciendo los huesos.

Media hora después hizo su aparición Thomas Bolton.

– ¿De dónde viene el mensajero?

– De Friarsgate, aunque lleva puesta la librea real -respondió Banon.

– ¿A quién tienes el honor de servir, muchacho? -preguntó lord Cambridge.

– A la reina, milord. A la reina Ana.

Sorprendida, Banon pegó un grito y asustó a las niñas.

– ¿La reina Ana? -dijo con la voz ahogada.

– Sí, milady.

– Será mejor que lleve al caballero a mi ala de la casa para que me cuente todo -decidió lord Cambridge.

– No, tío. Que se quede aquí y hable ante todos nosotros. Tengo mucha curiosidad. No puedo esperar a que tú te dignes a contarme las noticias.

Thomas Bolton miró a su alrededor. Hasta Robert Neville parecía intrigado.

– De acuerdo, de acuerdo. Pero antes sírvanme una copa de vino. Sospecho que me hará falta. -Se sentó junto al fuego, en una silla tapizada con respaldo alto-. Vamos, buen hombre, ponte cómodo y dinos lo que ocurre. -Señaló un pequeño sillón frente a él y sonrió al criado que le colocaba una copa en la mano.

Tímidamente, el mensajero obedeció. No estaba acostumbrado a que lo invitaran a sentarse, pero realmente lo necesitaba. El relato iba a ser largo y se hallaba exhausto.

– No escatimes detalles, jovencito. Queremos saber cómo se las arregló Ana Bolena para convertirse en reina, por qué estuviste en Friarsgate y por qué decidiste venir a Otterly, pues dudo que haya sido por casualidad.

– El esposo de la dama de Friarsgate me detuvo mientras cabalgaba en dirección al sur y me dio esta misiva para usted -le tendió la carta a su destinatario-. También me dijo que le pidiera permiso para pasar la noche aquí.

– Soy el tío de la dama de Friarsgate y Otterly es mi hogar. Continúa. ¿Por qué te aventuraste a hacer semejante viaje con este frío espantoso?

Y el mensajero procedió a contar las novedades. Lord Cambridge lo interrumpió varias veces para que ahondara en detalles. Como el joven no era una persona importante, se limitó a exponer los hechos que conocía y a transmitir los rumores que había escuchado. Sin embargo, Thomas Bolton pudo llenar los espacios en blanco hasta obtener un panorama completo de la situación. Cuando terminó el relato, agradeció al mensajero y lo invitó a bajar a la cocina.

– ¿Qué dice la carta de Baen? -preguntó Banon.

El anciano rompió el sello, desplegó el pergamino y lo leyó lentamente.

– La nueva reina exige la presencia de Elizabeth en la corte. Aunque no le hace la menor gracia, tu hermana ha decidido ir. Como digna hija de tu madre, obedecerá las órdenes de Su Majestad.

– Y Baen quiere que la acompañes -dedujo Banon.

– No. Elizabeth no quiere abusar de mi bondad y espera que la visita sea breve. ¡Cómo ha madurado esa muchacha!

– Pero tú irás de todos modos.

– No -replicó Thomas Bolton, para sorpresa de todos-. Iré a Friarsgate cuando deje de nevar y veré qué desea Elizabeth de mí. Por suerte, la moda ha variado muy poco, de modo que podrá usar los vestidos de la visita anterior a la corte. Habrá que hacerles algunas reformas, claro, porque la maternidad suele ensanchar la cintura de las damas.